Homero Muñoz*


marea roja


       La mezcla de rabia e impotencia, la habían hecho llorar mucho rememorando el momento de la tontería, de la temeridad enraizada en el impulso de ser más audaz que sus compañeros de expedición.

       Renata se había internado en los vericuetos de la maravillosa caverna, sorteando columnatas de coral que a la luz de su casco, difuminada apenas por la limpidez del agua del atolón, abrían y cerraban senderos poblados de increíbles relámpagos de color, que se iban haciendo más desvaídos a medida que se internaba en la oscuridad.

       El aspecto de ese sendero submarino en particular, la había sorprendido por la profusión casi ordenada de las formaciones coralinas que se iban convirtiendo en un túnel que subía y se estrechaba. Después, todo fue muy rápido y muy estúpido: el tubo de aire de respaldo que se atora y se rompe en una horquilla de rocas, ella que se da vuelta rápidamente al sentir el tirón, rompiendo en el acto el tubo principal contra otro coral filoso. Entonces, el pánico de saber que hacia atrás no hay aire para volver y que hacia adelante solo hay la esperanza remotísima de una salida, la decisión de avanzar, todo en una fracción de segundo. El túnel ascendente que se prolonga, el aire agotándose en los pulmones, la percepción casi inconsciente de que el agua cambia de temperatura, se calienta. Después, su cabeza que choca contra una roca y rompe la lámpara del casco con lo que deja a Renata en una oscuridad absoluta primero y un misterioso resplandor rojizo más tarde. La convicción de la muerte inevitable, la desesperación, que la lleva a abrir la boca para tragarse todo el océano Pacífico y el asombro de asomar a la superficie en el momento justo y llenar sus pulmones de un aire picante, caliente, pero aire, aire, aire.

       Renata había flotado un rato, respirando agitadamente; se quitó la máscara tratando de acostumbrar la vista a la penumbra imperante, hasta que divisó rocas emergidas. No pensaba nada; su cuerpo actuaba por su cuenta. Nadó hasta el borde rocoso y se desembarazó de los tanques de oxígeno y las patas de rana, dejándolos sobre la roca, por la que trepó, hasta la pequeña atalaya donde ahora se encontraba.

       Después, se había puesto a llorar.

       Ahora sus ojos deambulaban por el pequeño universo que ocupaba, irritados por la sal, pero ya acostumbrados a la media luz. Estaba en una caverna submarina. No muy grande. El techo se perdía en la oscuridad y el resplandor parecía venir del agua. Hacía mucho calor. De alguna parte del techo, caían gotas de agua, que mantenían húmedo el piso.

       Renata se puso de pie y sofocada se quitó el traje de neopreno. Una exploración por el entorno le mostró que estaba en una plataforma de roca de aspecto volcánico. Pensó que probablemente se hubiera metido en las entrañas de una fumarola; o por lo menos en algún pasaje lateral con salida al exterior que proveía de aire respirable. Al mismo tiempo se percibía una mezcla de otros gases que la mareaban un poco. La pared de la plataforma era inclinada y permitía trepar a otra superficie plana, más pequeña, como a dos metros de altura sobre la primera. Descubrió, pegados a la pared, lo que parecían racimos de huevos de algún animal marino. Esto la hizo pensar que probablemente subiera la marea dentro de la caverna y decidió trasladar su equipo a la plataforma alta. Una vez allí, se puso a revisarlo para evaluar si se podía reparar, pero el daño había sido mucho. Obviamente sus perspectivas eran malas. Sus compañeros la buscarían, pero en el laberinto de túneles, les llevaría mucho tiempo encontrarla. El miedo mantenía sus sentidos al límite, cada nervio a flor de piel. Otra gotita cayendo sobre el dorso de su mano desnuda, la hizo pensar que si era agua de condensación, tal vez se pudiera beber. Puso la máscara en el lugar de la gotera y se tiró sobre el traje de neopreno a esperar que el improvisado recipiente juntara agua suficiente como para un sorbo. El calor ahogaba y la sed empezaba a notarse; el aire acre y raro la embotaba y hacía que el tiempo pasara elongado, pegajoso. El conteo de las gotas que caían en su visor submarino la sumergió en un sopor espeso, del que salió para descubrir con júbilo que la máscara estaba llena de agua y que se podía tomar. Bebió ansiosa ya que el sueño y el calor habían aumentado mucho la sequedad de su garganta. Tal como había previsto, la marea había subido cubriendo la plataforma baja, de modo que para refrescarse, se quitó la malla y bajó poco a poco por la pared empinada hasta estar completamente dentro del agua que resultó mucho más caliente de lo que recordaba. Nadó hasta un promontorio rocoso a pocos metros de su plataforma y en el momento que se asía a él, sintió un roce, como de algas, en la pierna izquierda. Involuntariamente la retrajo, pero algo de textura sedosa le cubrió el pie y empezó a avanzar produciéndole un leve cosquilleo eléctrico. Al principio se asustó. Soltó una mano de su asidero y se la pasó por el muslo. Era como si allí, el agua fuera más espesa sobre su piel. Su mano también quedó cubierta de esa sensación de cosquilleo y cuando la sacó del agua mostraba, como propio, el leve resplandor rojo circundante. Renata no entendía de qué se trataba, pero la sensación de cosquilleo se iba extendiendo lentamente por su cuerpo, como si miles de pétalos infinitamente pequeños, la acariciaran poro a poro. Renata permaneció expectante, con una mezcla de miedo y deseo, esperando lo que seguía. Cuando las cosquillas llegaron a tocar su sexo abierto en flor y sin detenerse pero de a centímetro lo cubrieron por completo, se mordió el labio inferior, cerró los ojos, apretó las piernas y las flexionó, tratando de aprisionar en el gesto, las sensaciones que se le agolpaban. El movimiento, abrió camino a la invasión, que tomó por asalto el perineo y continuó hacia arriba, penetrándola como una deliciosa picazón. Su mano derecha se soltó de la roca y recorriendo con las uñas el borde de su pezón izquierdo fue a su seno derecho oprimiéndolo y descubriendo que eso hacía más intensa la sensación de cosquilleo, convirtiéndola en una vibración que parecía llegar a cada célula de su cuerpo. El océano se le metía, temblando, por cada fibra muscular, dándole placer a cada milímetro de su piel. Parecía entrar hasta sus huesos. Jamás había sentido algo así. Su mano siguió su recorrido, bajando morosa por su costado y extendiéndose, atrás por sus caderas, hasta que su cuerpo flotante sintió, como si fuera ajeno, su dedo mayor acariciando circularmente, provocando, dando y quitando, a una anémona que latía pidiendo ser distendida. La caricia, siendo alivio de comezón, levísimo ardor, era sin embargo, ella misma reconociéndose; pero las breves punzadas eléctricas, semejaban pequeñísimos lamidos, del rojo brazo de mar que le estaba haciendo el amor a todo su ser.

       No uno sino dos de sus dedos entraron en Renata, abriendo nuevas brechas al placer. El primer temblor, le subió desde las plantas de los pies, agarrotando pantorrillas y muslos como una erupción. Su boca se abrió, buscando un aire que sin embargo, se detuvo en su garganta atenazada y que cuando logró penetrar sus pulmones, fue para salir en un gemido, que repicó en las paredes de la caverna, repitiéndose en los oídos de Renata, haciéndola sentir en medio de una multitud. Pero la subida a la cima, sólo la llevó a que soltándose de la roca, nadara hasta la plataforma, sobre la que volteándose boca arriba, recostó la nuca como todo punto de apoyo y liberó sus manos que como un torrente, bajaron por su vientre y en una arrolladora ola de desenfreno, rozaron, pellizcaron, penetraron, calmando y potenciando al mismo tiempo la violenta necesidad de satisfacción que le había crecido desde lo más hondo. Un arco iris súbito, una nova, nacieron desde el fondo de su cuerpo y explotaron una vez y otra, en el agua y el aire extraños, rojos y calientes, llenando la caverna de ayes de amor, que perturbaron hasta los basaltos de su estructura.

       Se durmió donde estaba, después del último estertor, la bajante apoyando pausadamente su cuerpo sobre la roca, mientras el agua se escurría lánguidamente de su piel.

       El ruido de voces la llevó a despertar apenas, cuando soñaba con pájaros con labios rojos que sedaban su piel a fuerza de alas y de besos.

     Los buzos la encontraron magníficamente desnuda, con una sonrisa leve en los labios, emitiendo un tenue resplandor rojo.



*Homero Muñoz.
Uruguay.
Analista de Sistemas.
Narrador y poeta, ha publicado en Uruguay, Argentina, México y España.