El motín
Tomás V. Richards



"Solo, en lado de barlovento del alcázar, sujeto con
una mano a los obenques, contemplaba ausente el mar vacío."
Herman Melville


 A pesar de haber estado esperándola durante todo aquel tiempo, y especialmente durante aquella última semana, la muerte fue una verdadera sorpresa para el capitán Elton; no por la muerte en sí, tampoco por el momento en que se produjo, sino por la forma en que aconteció; y, aunque no llegó a comprender demasiado lo sucedido, la última expresión que acunó en su ya desbaratado cerebro fue la de haber sido traicionado por alguien o por algo. Definitivamente, aquella no era la forma de morir que había imaginado y esperado durante las últimas horas de encierro en el castillo de popa.

 Esos eran los tiempos de las grandes exploraciones, tiempos en los que el mundo se aparecía ante los hombres como algo mucho más grande e inabarcable de lo que aparenta hoy día; tiempos en los que el hombre acababa de descubrir, o de redescubrir, que a pesar de ser una criatura mortal, a pesar de pertenecer a la categoría vital de los animales, había algo que lo diferenciaba del resto de los seres vivos, algo que lo hacía semejante a Dios y que le permitía superar todos los obstáculos impuestos por la materia y la naturaleza. El hombre se sabía infinitamente más desdichado que el resto de los animales, que no anhelan; también se sabía infinitamente menos perfecto que los ángeles, que no padecen los rigores y las miserias de la carne; pero acababa de descubrir que aquello que lo limitaba, que aquello que obstaculizaba la realización de su voluntad, era lo mismo que lo hacía grande, lo mismo que lo convertía en el centro de la Creación y lo acercaba a Dios. El hombre, única criatura material con espíritu inmortal, único ser carnal con aspiraciones celestiales, descubría que en la superación de los obstáculos inherentes a su naturaleza estaba toda su grandeza; descubría que el verdadero mérito se encontraba en nacer del polvo y convertirse en espíritu; y, poseído por una fiebre divina, fiebre que más tarde degeneraría en delirio y alucinación, se lanzaba a la conquista de ese mundo que lo había albergado desde su expulsión del Paraíso, buscando dominarlo, poseerlo y trascenderlo, desafiando todo cuanto en él parecía imposible de vencer. Así, como orgullosos titanes en miniatura, inflamados por esa nueva fuerza que sentían bullir dentro suyo, miríadas de hombres se lanzaban a alcanzar los picos más altos, abrir caminos en las más impenetrables selvas, vencer la sed de los desiertos, construir máquinas voladoras, descubrir nuevas tierras. A esta heroica estirpe pertenecían el capitán Elton y algunos de los hombres que se habían embarcado con él hacía ya casi un año, ilusionados con su promesa de aventuras y descubrimientos. El resto de los hombres que lo acompañaban estaba compuesto por ex convictos y prófugos de la justicia, a quienes la perspectiva de riquezas y nuevos mundos en los que no fuesen conocidos por nadie atraía por demás: allí podrían rehacer sus vidas decentemente y en paz o entregarse al delito sin temor de posibles castigos.

 Pero ahora todas las ilusiones que el capitán Elton y su tripulación habían abrigado en un principio, se desmoronaban. Algo había salido mal en los cálculos previos al viaje. El arribo a tierra virgen, pronosticado para cuatro meses antes, no se había producido y todo indicaba que no se produciría en absoluto. A esto se agregaba una filtración en la bodega de la nave, que había provocado la pérdida de gran cantidad de las provisiones. Elton había ordenado racionar lo que se había salvado de ellas hacía exactamente dieciséis días pero sabía que aún así no durarían dos semanas más. Además, la tripulación comenzaba a mostrarse levemente hostil. Todas las órdenes se cumplían a regañadientes y se imponía la tendencia de realizar cualquier tarea a medias.

 Ante este panorama la reacción de Elton había sido la peor posible: la debilidad. Se había ido tornando cada vez más permisivo con sus hombres. Había tolerado las primeras muestras de ineficiencia de sus hombres y había acabado por no poder reprimir sus insolencias de ninguna forma. Pronto el temor se había apoderado de él; las pocas órdenes que aún daba eran pronunciadas con voz temblorosa, como si temiese incomodar a alguien con ellas, y, cuando se paseaba por la cubierta, andaba con cuidado, sintiendo en la nuca la respiración de aquellos hombres hartos de sal y de sol y ávidos de ron, esperando a que se lanzasen sobre él. Sin darse cuenta casi, había empezado a verlos como a aves rapaces, como a esos buitres que, haciendo círculos en lo alto, esperan cautelosamente a que su presa muera sola, siguiéndola en silencio durante días enteros, seguros de que su mejor arma es la paciencia.

 Pero a pesar de todos sus temores, Elton no comenzó a imaginar su muerte de esa forma en que jamás sucedería hasta una mañana en que, junto al puente, escuchó parte de una conversación entre el jefe de cocina, un gordo de piel demasiado blanca para un marinero, y otro tripulante. Le había parecido oír algo referente a un motín aunque, en realidad no había oído demasiado. Lo que verdaderamente lo había turbado, y lo que había precipitado sus negras conclusiones, había sido el recelo con que los dos hombres lo habían mirado. La charla se había interrumpido apenas advertida su presencia en el lugar; el jefe de cocina había sido el primero en callar y había posado sus ojos resentidos en Elton. El otro, que estaba de espaldas a Elton, había vuelto la cabeza por sobre su hombro y lo había mirado de soslayo para luego volver a su inescrutable posición inicial. Inmediatamente ambos se habían retirado del lugar dejando a Elton solo, parado en el puente como uno más de los elementos de fajina. En ese mismo momento comprendió que no saldría vivo de aquel viaje.

 Desde entonces se había vuelto más taciturno. Comenzó a descuidar sus deberes de capitán y se lo veía a cualquier hora en la cubierta mirando bambolearse el horizonte, esperando la aparición de la masa informe y angulosa del nuevo continente, única posibilidad de elusión de aquel trágico destino que le aguardaba. Ya nada deseaba más que escuchar el grito del vigía anunciando tierra y cada día que pasaba sin que ello ocurriera lo situaba un paso más cerca de la desesperación. Sabía que, de producirse un motín, él sería la primera víctima.

 Las noches, frescas y agradables en aquellas latitudes, no eran más benévolas con él que los días. Cuando ya el horizonte no podía ser divisado y lo único distinguible fuera de la nave eran las estrellas en el cielo y la espuma en el agua, se encerraba en el castillo de popa. Allí se sentía más seguro; tenía una cama cuyo colchón estaba demasiado hundido en el centro, en la que intentaba dormir luego de quitarse los pantalones y dejarlos colgados en un perchero de madera muy clara y brillante que los constructores del barco habían juzgado apropiado para un capitán. Conseguía dormitar durante los primeros minutos pero al cabo de ellos empezaba a sentirse acalorado y a moverse ansiosamente, enredándose entre las sábanas que olían a transpiración. Los sentía merodeando allá afuera, retorciéndose las manos por la ansiedad, tramando su infame traición en la oscuridad con voces susurrantes y macabras risas reprimidas. No podía dejar de pensar en ello; sabía que cualquier día o noche se levantarían salvajemente contra él para matarlo. Se preguntaba quién los comandaría en aquella empresa. Quizá fuera el jefe de cocina. Ese gordo; ese gordito, pensaba. Fuera quien fuera, todo aquello le parecía inevitable. Bastaría con que una noche dos o tres de ellos se emborracharan y ya nada podría hacerse, estaría perdido.

 Un día no salió a cubierta: estaba enfermo. La fiebre lo hacía temblar y transpiraba como si lo estuvieran asando. Sentía que el cerebro se le sacudía y pronto comenzó a desvariar. Empezó a sentir la presencia de alguien o algo en la penumbra espesa del castillo de popa. Pero no era ésta la presencia de ninguno de los tripulantes ni tampoco la de cualquier otro ser vivo que pudiese ser visto. Lo que sentía era la presencia de alguien o algo que tenía más que ver con la intuición que con cualquier comprobación fáctica, que se le había revelado en forma vaga entre los temores y ansiedades de todas las noches; alguien o algo exterior a él pero relacionado íntimamente con su destino, que le pertenecía y a quien él pertenecía a su vez. Estaba atado a eso, pero no por los brazos o por cualquier otra parte del cuerpo sino por el alma; y se daba cuenta de que aquello era dueño de todo el poder necesario para someterlo aunque, extrañamente, no lo hiciese.

 A veces intentaba comunicarse con esa presencia; le preguntaba cosas como ¿Qué esperan, eh?, pero nadie nunca le contestaba. Sin embargo, Elton jamás dudó de su existencia. La reacción inmediata ante aquella falta absoluta de respuesta era sentirse burlado o un poco defraudado; esto desembocaba en fuertes ataques de ira y de orgullo. Lo primero en volar a través de la habitación era la almohada, seguida de cerca por las sábanas y el resto de las cosas de cama; lo siguiente era la biblia de su mesita y su cuaderno de anotaciones, intacto desde hacía tiempo. Cuando ya no le quedaba nada a mano para tirar, gritaba cosas inconexas e ininteligibles hasta que su energía se agotaba y comenzaba a sentirse un poco más relajado. Pero aunque su fuerza física se terminase allí, la fuerza de su cerebro no lo hacía; su enojo no cedía un solo paso del terreno conquistado. Tendido a lo largo del colchón pelado, mientras sus extenuados músculos iban abandonando la tensión en que se encontraban, pensaba: ¡Mal paridos! ¡Hijos de puta! Antes de morirme yo, se van a morir unos cuantos; no me voy a dejar llevar tan fácilmente. Lo que buscan está acá y va a costarles algunas vidas... ¡Traidores! No pueden hacer eso. ¿Quién mierda se creen que son?... ¿Cómo pueden siquiera pensarlo?... Soy yo el que manda... No, no, no. No voy a permitirlo. Antes... voy a hundir el barco. Pensaba cosas así durante horas. Más tarde, recuperaba un poco la calma. Luego llegaba el amanecer, con su luz todavía débil, demasiado celeste todavía, sin la intensidad del mediodía pero con la fuerza suficiente para iluminar ese rostro lleno de marcas ganadas en otros mares, en el cual la insania comenzaba a hacer estragos.

 Una noche tuvo un sueño. En él el vigía anunciaba a gritos el avistaje de tierra firme; Elton, contento como un idiota, corría por la nave anunciando persona por persona el hallazgo. Pero a ninguno de sus hombres parecía importarle nada de lo que él decía. Todos lo miraban como si supiesen algo que él no sabía, así como se mira a un chico que habla inocentemente acerca de algo demasiado doloroso en realidad para que él lo comprenda. Elton los tomaba por las solapas y los sacudía, señalando arriba, al lugar de donde venía el grito del vigía. Saltaba de un hombre a otro diciéndole a cada uno ¡Tierra, tierra! Pronto se percató de que estaba rodeado por aquellos hombres y de que ya no lo miraban como a un chico. Miró hacia arriba pero no consiguió ver nada. Oyó un zumbido agudo a sus espaldas, se volvió y se encontró con el jefe de cocina que empuñaba una reluciente hacha de cocinero. Quiso retroceder pero un marinero lo retuvo por los brazos; intentó liberarse de aquel yugo pero fue en vano, estaba bien sujeto por ambos codos. El jefe de cocina blandió el hacha por sobre su cabeza y el reflejo del sol en su hoja cegó al capitán Elton, que sólo alcanzó a percibir el descenso del utensilio en dirección a su cabeza. Lanzó un grito cargado de coraje y desesperación a la vez. Jadeante, babeante, tardó algunos segundos en recuperar el sentido de la ubicación. En aquella oscuridad no podía distinguir una cosa de otra, pero no le hacía falta, sus ojos todavía miraban hacia la pesadilla, hacia la muerte. Ya nunca volvería a salir del castillo de popa.

 Por supuesto, la ausencia del capitán fue sentida inmediatamente por la tripulación. Durante el primer día de su encierro, varios hombres se acercaron por turnos a su puerta para saber si estaba allí y cómo estaba y, como respuesta a sus llamados, sólo obtuvieron insultos y promesas de venganza. Si algún osado intentaba entrar al castillo de popa, era rápidamente repelido con sillas o algún otro objeto que hacía impacto en la puerta. Así que los hombres de más alto rango decretaron la locura del capitán y decidieron dejarlo encerrado donde estaba mientras se ocupaban de poner orden en la nave.

 Así siguieron transcurriendo los días. Elton, en cuclillas en un rincón de la oscura habitación, esperaba la llegada de una traición en la que sólo él creía. Seguía sintiéndolos allá afuera, esperando, igual que él. Sus ojos, fijos en la puerta desde hacía días, se habían vuelto rojos por la sangre que llegaba a ellos en torrentes. Parecía un toro listo para embestir a su desafiante torero en cuanto este se descuidase. Su mandíbula se había trabado hacía tiempo en un gesto ansioso y, a veces, escupía una baba blanca como de rabia. En su mano se calentaba un revólver y su dedo índice se enroscaba tensamente en el gatillo, esperando a que el primero de ellos cruzase por la puerta. La habitación estaba destrozada. El único objeto que, como único testigo de una catástrofe inexplicable, mudo y firme pero desesperado, quedaba en pie, era el perchero de madera clara y brillante; el resto de las cosas habían sido arrojadas contra la puerta y las paredes en diferentes oportunidades. Del rincón opuesto al que ocupaba Elton llegaba un olor a orín que llenaba el ambiente por completo. Pero él no lo sentía y, agazapado en su rincón, atrincherado tras una mesa a la que le faltaban dos patas, esperaba.

 En el último día, como en todos los de aquella semana, el sol no salió. El cielo tenía el color de los metales sin pulir y en el horizonte, con apariencia de quietud absoluta, se divisaba una gran masa de nubes negras que de vez en cuando producía destellos débiles y fugaces. Sin embargo, no todo era sosiego en aquel cuadro: un inquietante viento soplaba desde el sur y las olas golpeaban la nave con ritmo creciente, cobrando, minuto a minuto, mayor tamaño. Hacia el mediodía la nave y la masa de nubes se encontraron, confundiéndose en un caos tormentoso en el que mar y cielo se unían para dar vida a un nuevo y efímero mundo, alejado de la vista de la humanidad terrestre e incomprendido por los pocos hombres que tenían el brutal privilegio de contemplarlo; un mundo de colores negros y azules, cuyo elemento predominante, y saturante, era el agua. En el centro de la escena, sujeta al capricho olímpico de olas y vientos, la nave del capitán Elton actuaba la única tragedia posible en ese mundo; rodeada de agua que bajaba y agua que subía, la nave oscilaba entre el hundimiento y la destrucción y, si sus tripulantes hubiesen podido ver desde afuera lo vano y lo ridículo de las maniobras que ejecutaban para salvarla, habrían aceptado al instante su suerte.

 El capitán Elton, encerrado para siempre en el castillo de popa y en su ira, esperaba el asalto a su pequeña Jericó, dispuesto a defenderla hasta las últimas consecuencias. Su rostro había mutado por completo, había abandonado todos los rasgos que lo emparentaban con la raza humana. La locura había deformado a tal punto su alma que su cuerpo no había tenido otro remedio que unirse a aquel proceso de aniquilación; aquel rostro bello y curtido por los mares había sido reemplazado por el de la hiena histérica e insana, que delata su locura con su monstruosa risa; y aquel cuerpo otrora saludable, fuerte, era semejante al de un leproso: débil, gris y desfigurado. Y aunque su alma estaba corroída hasta sus cimientos, su fuerza de voluntad no había cedido un solo centímetro de su posición original; toda ella estaba concentrada en matar o morir o las dos cosas.

 Los movimientos bruscos que daba la nave no llamaron su atención. Hacía tiempo que el espacio había perdido su dimensión real para él; todo se movía anárquicamente y sin explicación coherente desde hacía tiempo. Los golpes contra la puerta dados por objetos arrojados hacia un lado y hacia otro por las olas, y los que daban las olas mismas, fueron interpretados por Elton como golpes dados por los amotinados para entrar al castillo de popa y asesinarlo. Ya venían por él. La ansiedad casi lo hizo pararse y salir corriendo hacia la puerta para enfrentarlos pero consiguió dominarse. Tomándose con la mano izquierda de la mesa que lo cubría, extendió la derecha, en la que se encontraba el revólver cargado y gatillado, apuntando a la puerta, decidido a fulminar al primero que entrase.

En efecto, cuando aquel marinero abrió la puerta, cuando aquel muchacho elegido para rescatar a su capitán de la parte averiada de la nave y llevarlo a un lugar más seguro entró en el castillo de popa, lo único que alcanzó a percibir fue un chispazo y una explosión provenientes de uno de los rincones ubicados en diagonal a la puerta. Y luego de buscar en vano en aquella oscuridad la causa del estruendo, se tomó el vientre con las dos manos y con expresión suplicante en sus ojos miró, ya sin poder ver, sus dedos ensangrentados y se desplomó.

 La nave, resignada por fin a enfrentar su trágico destino, se hundía. El agua comenzaba a penetrar por todos los resquicios que se le ofrecían arrasando con todo a su paso. La madera de que estaba hecha la nave gemía estertóreamente y los hombres gritaban blasfemias o alabanzas mientras luchaban por retrasar un poco su ingreso en las profundidades del océano que, con las fauces abiertas, aguardaba.

 La nave resistió los embates de aquel dios furioso durante algún tiempo más y, cuando por fin se fue a pique, más alto que cualquier trueno, más fuerte que cualquier viento y que cualquier ola, pudo oírse una voz ronca y fanática que gritaba: ¡Vengan, cobardes, por mí!



Tomás V. Richards.
Buenos Aires, Argentina.