Isla
Omar Rojas



 ¿Qué es una isla? ¿Se puede naufragar en más de una? ¿Es posible renunciar al paraíso una vez encontrado? Juan se pregunta mientras mira al espejo; sus casi 100 kilos le echan en cara el abandono en el que se ha dejado caer. Cuando era joven solía ser deportista, piensa mientras escruta su ombligo por debajo de la camisa, tratando de encontrar el fondo de la vida que se fue. Juan es un hombre viejo y solitario; Juan está por cumplir 30. Se acerca al espejo apoyándose en el tocador. Hace a un lado los cepillos de dientes -el de él y el de su mujer- y la Colgate ya casi vacía, con una gran plasta de pasta seca. La regadera gotea a un ritmo demasiado lento, esporádico, pero suficiente para perforar un cráneo al paso de días y días, meses y meses que se van, justo como en las cámaras de tortura de Guantánamo. Es necesario defender el derecho al miedo. Sin miedo, el consumismo se viene abajo. El espejo le devuelve una imagen desconocida. Al observarse detenidamente se da cuenta que ha olvidado quién es. En algún momento de la juventud fue un hombre que buscaba el sentido de identidad y trascendencia; ahora no es más que un esclavo de la adultez, un hombre insignificante que trabaja todo el día en una oficina de correos, clasificando correspondencia según el código postal. A diferencia de Bukowski y Miller, él no es borracho, apostador o mujeriego. El alcohol y las drogas fueron parte de su juventud. Las mujeres llegaron a causarle un síndrome de don Juan. Ahora sólo la televisión le da el pequeñísimo placer de su existencia: los Simpson, Futurama y una película tailandesa o italiana para terminar con los restos de la noche.

 Al graduarse de la preparatoria Juan creía tener toda la vida por delante, el éxito parecía inminente para un alumno de los maristas. Hoy, al mirarse al espejo, le conforta no haber sido abusado por uno de los maristas homosexuales o los sacerdotes legionarios pederastas -aunque en aquel entonces a Maciel todavía lo encubría la Iglesia- con los que también se relacionó en sus tiempos de preparatoria. Perteneció al Regnum Chirsti, una secta de jóvenes líderes y exitosos que se reunían todos los lunes a charlar y reafirmar sus compromisos de su vida cristiana. Recuerda la última plática con su confesor y cómo perdió su amistad al rehusarse a confesar sus pecados mortales: la masturbación habitual sobre las pornos baratas que compraba en la Calzada; las vagancias de la pandilla, como el día que dejaron tirado a uno de los KWF, sangrando y casi inconsciente por tanta patada, cadenazo y garrotazo que le dieron; la osadía de creer que había más que el dios católico, apostólico y romano; la primera lectura de Island de Huxley. A pesar de tal confidencia, sabía que, allá afuera había un mundo a descubrir, un montón de vidas por experimentar.

 Su primer viaje al extranjero fue a un mundo imaginario, creado para lidiar con el aburrimiento consumista: Disneyland. Hasta hace unos años, todavía conservaba el disco LP con la música de los niños del mundo, muñecos que ondeaban sus banderas y sonreían desde sus islas, mientras él las circundaba en el barquito dirigido por corriente eléctrica que más bien era un trenecito o un avión, ya no estaba seguro; pero recordaba las islas y la melodía, las gorras y sonrisas. La siguiente isla que visitó fue la de Vancouver. Luego Samoa, Inglaterra, Ibiza, Indonesia, Tasmania, Nueva Zelanda, Australia. Al mirar al horizonte, buscaba el ángulo adecuado que le devolvía a casa. Se pensaba un espejo en el que se refleja él mismo, desde la otra orilla.

 Hubo un tiempo en que, sinceramente, fui feliz. Sonreía, hacía lo que me gustaba, amaba, cultivaba tanto la mente como el cuerpo y, sobre todo, me dedicaba a vivir, a vivir de veras, como si el tiempo no existiera y el presente siempre estuviese aquí. Hubo un tiempo en que viví. Ahora, me miro al espejo y no me reconozco. La visión empobrecida por los últimos años descifrando direcciones y códigos postales; los músculos han dado paso a la acumulación de grasa. Mi sien derecha ya muestra una pequeña pero bien marcada isla blanca. La coronilla también es una isla en expansión. Los pelos de la nariz y las orejas han comenzado a ser un problema, no sólo estéticamente sino por la comezón que me causan. La papada se ha plegado hacia la oscuridad. Los labios ya no besan, ya no ríen, ya no se mueven con efervescencia como lo hacían en los debates culturales y charlas literarias de la juventud. Estoy tan viejo y ni siquiera tengo 30. Para acabarla de chingar, ahora debo cuidar mi alimentación, no por gusto sino por la diabetes recién diagnosticada. Y, ¿si logré salir de una isla, por qué volver a otra? ¿Cuándo un náufrago lo ha sido dos veces?

 Juan sabe que la realidad es traicionera. No todo lo que es oro brilla dice la canción. El reflejo de uno mismo no es más que una proyección al infinito, una superposición de planos que corren en el tiempo. Gracias a los físicos y matemáticos del siglo 20, el universo ya no puede pensarse como una película que pueda verse hacia atrás. Cada punto lleva consigo su tiempo y, la imposibilidad del retroceso está en el libre albedrío, en el azar, en la suerte, en la no determinación pretérita de los hechos. Palabrería. Humo sin fogata. Lluvia de gotas caídas desde un árbol gigante. Juan recorre su figura y se imagina en la isla donde dejó su felicidad, conoció el amor y, por primera vez, vislumbró el futuro. La manzana no creó la culpa sino el temor, la incertidumbre, el miedo a lo desconocido. Antes de salir de entre el Tigris y el Eufrates, Adán no conocía el miedo, el futuro o la muerte. Al salir del hogar y ver más allá de lo conocido, al mirarse desde otro sitio, desde el otro lado del espejo, el pavor del no-presente lo arrolló.

 Juan toma las tijeras para el cabello y juega con ellas lanzándolas entre manos. Ya no mira hacia el espejo. Sus ojos van de una a otra mano, 5 dedos que balancean el peso de las dos navajas yuxtapuestas. Acelera los lanzamientos, les imprime más fuerza. Las tijeras vuelan cada vez más alto. El tiempo comienza a dilatarse; vuelve a ser un presente inamovible. Juan está cansado de la realidad que parece ser pero no es, de los mundos que inventa y jamás logra corroborar. Las tijeras van a caer, van y vienen. Caen. Las sostiene con la diestra. Se aferra a ellas. La izquierda empuña a la derecha. El del espejo reacciona a la inversa. ¿Qué diría Alicia si anduviese por ahí jugando al ajedrez? Mira de lleno al metal. Se mira en ellas. No es posible escapar al reflejo, a la falsa simetría de la realidad. Juan está cansado. Se siente derrotado. No puede más. Empuña las tijeras con más fuerza. Siente cómo la sangre se agolpa. Sus brazos comienzan a temblar por la tensión. Voltea la mirada de nuevo hacia el espejo. Se mira horrorizado. Ya no sabe quién es quién. La isla, ¿dónde está la isla? Brinca hacia el espejo con las tijeras por delante, en un intento por atravesarlo. La imagen se ha perdido. El espejo se resquebraja. Su retrato se corrompe, multiplica; divide. Los ángulos posibles se han cegado. La isla se ha movido. Ya refleja nada. Parece que, ahora sí, Juan ha perdido el rumbo de vuelta a casa. Sin ayuda del reflejo, la realidad ya dice nada. Se deja caer y abraza la taza del baño. Abre la tapa. Mira hacia el agua. Se mira allá al fondo, en el mar sin fondo de la nada.



Omar Rojas.
Guadalajara, México.
Matemático, traductor y hacedor de textos.