Ruta al cielo
Giancarlo Andaluz Queirolo



 Hermes sabía muy bien lo que pasaría, siempre lo supo, y a pesar de saberlo lo hizo, sin más ni más, simplemente lo hizo. De más está decirle ahora que hizo bien o mal, nada de lamentaciones tardías ni consejos absurdos, ya lo hizo y sólo resta estar con él, en las buenas o en las malas. Y pensar que hasta hace unos días ni pasaba por su cabeza tan sórdida idea, se le veía tan lozano, tan atento a todo, pero cómo son las cosas, así nomás pasa sin que nos demos cuenta de ello. Recuerdo la última noche que estuvimos juntos, en aquella misma mesa que frecuentamos los últimos quince años, era nuestro círculo vicioso, nos pertenecía su territorio, llegamos a ser uno con ella. Eran como las diez de la noche y caímos como cada fin de semana agobiados por la rutina diaria del trabajo, nos mantenía vivos la esperanza de llegar al fin de semana y aislarnos en nuestro lugar sagrado, ahogarnos en litros de cerveza y con el humo del cigarro asfixiar nuestras penurias de la semana que moría, qué simple era todo, era ese estar en un sólo lugar entre amigos, a pesar de las novias de turno y los compromisos de último minuto, teníamos un pacto y era deber nuestro cumplirlo.

 Esa noche tenía algo era distinto a otras noches, el ambiente pesaba más que de costumbre, la hora colgaba de la pared como un suicida, las botellas en silencio se erguían sobre nuestra mesa sin pronunciar palabra alguna. Era el silencio en su máxima expresión; algo raro pasaba en el círculo, alguien la estaba pasando mal y esperaba el momento para intervenir sobre los demás, nadie sospechaba que sería Hermes, y nadie sospechaba lo que nos tenía que decir.

 Para qué sirve ahora este pacto de confianza que firmamos en una servilleta manchada con leves golpes de mostaza a las cuatro de la mañana en plena borrachera, si no se cumplió a cabalidad, de qué. Cada uno de nosotros sabía muy bien lo que pasaría si el pacto se rompía, pero no, a él ni le importó la amistad de tantos años ni nada, incurrió sin más en la absurda idealización de su final, en el peor de los momentos y aún yendo contra todos nuestros sagrados principios, a Hermes no se le ocurrió mejor idea que morirse. Así, si más, morirse, y lo peor de todo sin avisarnos antes de, para prepararnos el terreno como dicen. No lo hizo; su muerte llegó imprevista al grupo y se fue como llegó, como un soplo sobre la mesa, y eso no lo hace un amigo.

 Al comienzo no lo creímos, a quién se le puede ocurrir morirse en la plenitud de su vida, qué tontería más grande, negamos esa afirmación, la negamos del todo aun cuando Leopoldo llegó con la noticia, la risa no se hizo presente pero no creímos una sola de sus palabras, tampoco llegamos a la agresividad, simplemente cambiamos de tema como quien dobla una página a la siguiente y luego a la subsiguiente, ni siquiera pasó por nuestras mentes que algo así nos halla hecho Hermes, él no. La reunión seguía su curso como cada sábado, la mesa estaba incompleta, sí, pero sabíamos que en algún momento de la noche él llenaría el vacío fatuo de su silla, que desenmascararía la broma, y luego risas y lo siento y todo eso. Nada de eso pasó. Eran las cinco y en la calle el cielo se teñía de ese azul plata de las madrugadas, los primeros corredores rompían la monotonía de la pista atlética en la cancha de fútbol, algunas abuelitas salían a buscar el pan más fresco y caliente del día, entre columnas de humo dulces y el trino madrugador de los cuculíes en los techos de las casas vecinas. En eso llegó la noticia traída por la mañana hasta nuestra mesa, la viuda llegaba cansada del velorio vestida de negro, cargando un rosario de madera y la pena sobre los hombros.

-Ustedes no piensan despedirse de Hermes. No que eran amigos del alma. Dijo llorosa y semidormida.
-Hermes está con nosotros, no hace falta seguir con la mentira. Respondí.
-Hermes está muerto, se mató mientras trabajaba en el auto. Dijo alzando la voz.
-Puede ser, pero estamos esperando a que él mismo nos confirme la noticia. De otro modo no nos movemos de aquí dijo Moreno.
-Dejen de tomar de una vez, a él le hubiera gustado que ustedes estén en este momento tan difícil. Dijo, bajando la voz.
-Seguramente sea así, pero estamos esperando que él mismo nos lo pida. En eso quedamos. Dije, dándome media vuelta hacia la mesa.
-No pueden ser tan ciegos, ¡él está muerto, entienden, muerto!, se estrelló contra un microbús en plena avenida, su auto quedó desecho y él no sobrevivió al choque. Dijo la viuda invadida por una pena enorme.
-Él sabía conducir muy bien, además está por legar en cualquier momento, ya verás, pronto nos juntaremos con él y todo será como antes.
-No lo puedo creer, ustedes que se hacen llamar los mejores amigos de todo el mundo no están con él en este momento tan triste, ¡váyanse a la mierda!, esto es increíble. Me voy. Dijo dándose media vuelta y atravesando la puerta principal del bar para perderse rumbo a casa, a descansar de la agobiante noche.

 Volvimos a la tranquilidad de la mesa entre dos botellas más de cerveza; las del estribo, ¡salud!, por nosotros, mientras la espera nos desesperaba y el silencio aparecía de vez en cuando rompiendo el círculo. Moreno se puso de pie casi aguantando las ganas de llorar y se despidió de nosotros, estaba cansado y quería irse a casa.

-Me voy. Es tarde y ya me cansé de esto. Dijo, cogiendo su casaca, que descansaba sobre el respaldar de la silla.
-Vamos hombre, ya falta poco para que aparezca Hermes. Le decimos.
-Sí, bueno, ya no quiero esperarlo más, lo voy a buscar. Ustedes si quieren espérenlo, seguramente llegará algún día. Adiós. Dijo antes de partir a casa.

 El amanecer nos encontró entre el sueño y la borrachera, faltaba una botella y Hermes no se presentaba a la mesa. Empezamos a creer que tal vez, sí esté muerto, idea que luego se dilucido al instante.

 Dejamos el dinero sobre la mesa, la cuenta estaba pagada y otra vez Moreno se había ido sin pagar su parte. Cada uno cogió su abrigo, a esa hora de la mañana el viento es fuerte sobre todo cerca de la cancha. Nos despedimos del chino del bar, caminamos bordeando la cancha, en dirección a casa de Hermes para increparle su ausencia en la noche que acababa de terminar. Algunos corredores terminaban sus vueltas de entrenamiento y se retiraban a sus moradas empapados de sudor. En la casa de Hermes una luz amarilla tenue alumbraba el pórtico principal, miles de flores decoraban el ambiente, todos en silencio fumaban lentamente y callados esperaban la hora de partir. Caminamos hasta el frente de su hogar, nadie notó nuestra presencia, nos sentamos en la tribuna de la cancha que daba directo a su porche, se podía percibir lo pesado del dolor conjunto, el silencio largo como una epidemia, esa nube de humo gris que viaja entre todos los asistentes cargadas las lágrimas evocativas. Nos acomodamos en el frío cemento de las gradas esperando alguna confirmación de lo que ocurría realmente; en eso, como lo sabíamos desde siempre, porque nos conocemos más que nadie, llegó él, tan alegre como tranquilo siempre era, vestía sus viejos jeans gastados y su abrigo negro cerrado hasta el cuello. Pasó frente a nosotros sin mirarnos, como quien pasa por pasar. Al dejarnos atrás en medio del desconcierto que eso nos produjo, se dio media vuelta buscando nuestros lánguidos ojos de mala noche y nuestra atención, no dijo nada, no era necesario ya, siguió de largo rumbo hacia el bar del chino, aun sabiendo que los domingos, y sobre todo a esas horas de la mañana, no había atención al público, nunca.



Giancarlo Andaluz Queirolo.
Lima, Perú. 1978
Estudiante de los ultimos ciclos de periodismo, dedicado a la literatura (cuento y nouvelle especificamente) desde el colegio, ha publicado un poemario "alma azul" y un libro de fotopoesía en España, junto al fotografo peruano radicado en Badajoz, Jorge Armestar, titulado "Perú vivo". actualmente esta preparando lo qu7e será su primer libro de cuentos, el mismo que se encuentra en una editorial.