El artista
Patrice Goury Demeurat



1. Nace una vocación:

Escribir es retratar la mente usando palabras como si fueran colores. Al aplicarlas sobre el papel se logran matices delicados o toscos según el efecto que se desea obtener.
Escribir es plasmar el alma con trazos alegóricos que pretenden perfilar su infinita complejidad sin nunca lograrlo del todo.
Escribir es el medio para vomitar sobre la humanidad la amargura pestilencial que congestiona el pensamiento.
Escribir, pintar, vomitar al fin es lo mismo. Son formas de expresión, de reacción y de defensa.

Hace poco, después de padecer una dura crisis existencial, tomé la decisión de convertirme en un escritor. Tengo cuarenta años. Cuarenta años de sobrevivir al anonimato, la indiferencia, la rutina deshumanizante. Cuarenta años ahogándome en el océano de información que nos impide abrir los ojos sobre la verdad inmunda, sobre la mentira presentada como verdad sagrada, sobre el horror de la mentira casada con la verdad.

Un día desconecté para siempre mi televisor y mi radio, tiré el periódico sin leerlo y decidí contar mi propia verdad, mi propia mentira, mi infierno personal. Me dediqué a la tarea ardua de descifrar la mentira escondida tras la mentira.


2. Acontecimientos trágicos:

En mi primer cuento relato crudamente las aventuras escandalosas de un sacerdote que amaba demasiado a los infantes, tanto que solía abusar sexualmente de ellos. Cuando lo detuvieron declaró que el demonio se había apoderado de su alma, que él no era más que un instrumento, que ni siquiera recordaba los terribles acontecimientos. Lo más asombroso es que sus locas aseveraciones encontraron quienes las creyeran. A la gente común y bien pensante le incomoda este tipo de verdad. Se asemeja a la grieta que lentamente va debilitando la pared de concreto. Es intolerable, inaceptable, inverosímil. La solución reside en cerrar un poco más los ojos. Obligar a la mente a creer que nunca ocurrió, que todo se debía a un malentendido. Así que soltaron al sacerdote inocente, para que la realidad rutinaria y expiada recuperara sus derechos y privilegios, para no hablar más del asunto, para olvidar lo inolvidable, arrancándose el pedazo del cerebro que mantenía grabado los acontecimientos.

Pero de nada sirvieron sus esfuerzos ya que a pocos días de haber sido liberado el triste ministro de Díos fue asesinado. Lo encontraron en la iglesia, sentado en el confesionario. No le quedaba en el cuerpo ni una gota de sangre. Los peritos repararon en su muñeca izquierda una incisión. La hipótesis del suicidio sólo se mantuvo el tiempo necesario para inspeccionar el lugar de los hechos: ningún rasgo de sangre, sólo polvo. La autopsia reveló unas contusiones alargadas sobre la parte frontal del cuerpo, desde el pecho hasta los tobillos, que posiblemente eran los rasgos de la cuerda con la cual la victima había sido sujetada. Todo dejaba pensar que, poco después de su secuestro, el sacerdote había sido ultimado en una forma que se asemejaba a una especie de ritual. El cuerpo, inerte, su liquido vital y su alma extirpados, fue devuelto luego a su lugar de origen y cuidadosamente acomodado en el confesionario en una posición por así decirlo anacrónica: sobre la silla reservada a los penitentes.

Hasta la fecha la policía no ha dado con el homicida.

Mi segundo cuento narra cómo un juez, famoso por su trayectoria profesional intachable, puede procurar un veredicto injusto e infundado al verse presionado por la comunidad. Al igual que la gran mayoría de la gente de nuestra pequeña ciudad, prefirió refutar las evidencias que manifestaban la culpabilidad del acusado a correr el riesgo de fragmentar el sacrosanto orden que rige nuestra sociedad. Tuvo en su momento la oportunidad de impartir justicia. Oyó a los niños destrozados que frente a él tuvieron que rememorar su vergüenza, exponer su inocencia profanada, intentando describir con palabras inexpertas el motivo de sus miradas angustiadas.

Durante largas horas las pequeñas víctimas tuvieron que sufrir los miramientos y los comentarios amenazantes de los mayores, sintiéndose culpables de causar tanto alboroto. Finalmente se quedaron mudos, aplastados por el mundo aterrador de los adultos, un mundo que no podían entender.

El juez decidió callar su corazón, ya que la justicia se imparte sólo con la razón, y ordenó liberar al sacerdote alegando la falta de sustento de la acusación. El veredicto fue aplaudido. La normalidad regresó.

Un mes después el cuerpo sin vida del magistrado fue hallado en el tribunal. Sentado en el banquillo de los acusados, el difunto parecía contemplar fijamente el lugar desde el cual en un pasado cercano solía disponer de la suerte de los asóciales. Su rostro lívido exhibía una perpetua y extraña expresión de circunspección que parecía ocasionada por la incongruente situación.

El forense dictaminó que el juez y el sacerdote habían sido ultimados en forma semejante.

Gran conmoción causó el acontecimiento. Con la desaparición de dos de los pilares más característicos de nuestra sociedad, el sacerdote y el juez, el gran edificio de la moralidad se tambaleó en forma peligrosa. La sospecha se apoderó de la elite de nuestra ciudad, aniquiló su hipocresía y arrancó sus máscaras. Eso fue mi fuente de inspiración, mi materia prima, mi musa espeluznante. Me convertí en un artista.


3. Cuestión de estilo:

Debo admitirlo: soy un escritor retrógrado. Disfruto garabatear incansablemente con pluma y tinta sobre un papel de la más alta calidad. Me aplico. Voy lento. Saboreo vorazmente cada letra conforme la voy trazando con gran cuidado. Cada palabra formada debe plasmar con suma precisión el destello ínfimo que provocan las neuronas en mi cerebro al brotar las ideas y las emociones. Les comparto que en mi opinión escribir es un acto sensual e impuro que practico sin pudor ni vergüenza. Soy un exhibicionista de la palabra ofensiva, provocativa y lasciva.

La tinta que utilizo es un tanto espesa y de color púrpura. Así me gusta. Sirve mis propósitos. Pero se han de preguntar: ¿Cuáles son sus propósitos?


4. Confidencias:

Antes de contestar a su legítima pregunta, permítanme decirles que lo que caracterizó mi vida hasta hace poco era justamente su falta de propósito. Sin ambición, ilusiones, aspiraciones bien definidas, me dejaba llevar por el flujo monótono de las jornadas deslucidas que conducen cómoda e irremediablemente hacia los grandes y abiertos brazos de la muerte. Cuando niño me repitieron una y otra vez que la vida terrenal era mala, que mi cuerpo era impuro, que mi alma pecadora la iban a despedazar las garras del demonio. Más grande me enseñaron que nosotros éramos los buenos y todos los demás los malvados, que sólo existía una verdad: la nuestra. Para protegerme de tantas amenazas entrecerré mis ojos e hice todo lo que me dijeron era conveniente hacer: estudié una carrera para conseguir un trabajo decente, trabajé para poder fundar una familia y perpetuar mi nombre.
Mi hijo nació hace 12 años. Lo confieso: el acontecimiento no me emocionó sobremanera. Sencillamente había cumplido con una formalidad más entre todas las que debe efectuar un hombre de bien en esta nuestra sociedad. Abel creció tal como yo había crecido, es decir siguiendo al pie de la letra las reglas establecidas, asumiendo poco a poco su encargo silencioso bajo la vigilancia estrecha del Ser Supremo y de las instituciones terrenales. Mi relación con él durante estos años se limitó al beso en la frente que le daba en forma apresurada en las mañanas poco antes de salir a trabajar y en las noches de vuelta al hogar; a las preguntas triviales: ¿Hijo, cómo te has portado hoy? ¿Cómo te va en la escuela?; al fingir prestar atención a sus respuestas siempre exhaustivas; al regaño que le proporcionaba a petición de mi esposa por alguna mala conducta suya ocurrida mientras transcurría la jornada; a las sempiternas salidas de compras de los sábados; a la ceremonia de los domingos a la cual asistíamos sin pasión ni particular interés.

Al evocar el transcurrir monótono de aquellos 12 años brotan en mi mente un sinfín de imágenes nítidas y hermosas de Abel. Imágenes celosamente resguardadas en la bóveda tenebrosa e inexpugnable de mi memoria, que hoy admiro con la pasión mística, casi fanática, del devoto frente a la representación magistral de su Díos. Con aprensión he volteado mis ojos hacía el pasado en un intento desesperado para descifrar los mensajes recónditos tras la mirada melancólica, el mohín de desengaño, la apesadumbrada sonrisa y me he preguntado ¿qué anhela tanto mi hijo?

La respuesta la encontré en un sueño que tuve poco después de que Abel se suicidara.


5. Un Sueño:

-¡Miedo!-grita la voz en mi cabeza mientras observo atónito la hoja de papel inmaculada que reposa sobre mis piernas.
¿Miedo?, ¿Miedo a qué?
No puedo apartar la vista de la hoja. Es como si estuviera esperando que ésta me comunicara alguna información fundamental.
Al callarse la voz, tomo conciencia del silencio que cual una piel diáfana recubre mis sentidos, impidiéndome cualquier tipo de contacto con el mundo exterior excepto el de mirar fijamente la hoja de papel.
-El miedo se nutre de tu esencia ¡tonto!-vuelve a entonar la voz.
El constante mirar del papel incandescente engendra en mis ojos unas lágrimas de triste amargura que despiden pequeños destellos de conciencia turbada.

Un zumbido estridente repentinamente despedaza el silencio y me taladra el cerebro. Noto la aparición de un enjambre compacto de bichos purpúreos cuyo vuelo frenético y circular asola furiosamente el aire a mi alrededor. Después de haber dado varias alocadas vueltas el enjambre se precipita en un solo movimiento directo sobre la hoja de papel. Estupefacto reparo que unas oraciones dibujadas en un idioma que desconozco, nacieron espontáneamente del suicidio colectivo de los insectos.
Intento interpretar las líneas.
-No podrás entender lo que no quieres entender- vuelve a sermonar la voz interna.
Hago caso omiso de la advertencia y redoblo el esfuerzo para descifrar el misterioso texto que súbitamente empieza a vibrar. Impotente veo cómo los insectos-letras se desprenden de la hoja para congregarse en el aire y esfumarse de la misma manera en que habían aparecido. Una ola helada de angustia me envuelve mientras mi frustración vuelve a estrellarse contra la superficie sosegada e infecunda de la hoja de papel.
-Para entender este idioma debes callar la razón y enfrentar tu miedo a despojarte de la hipocresía tras la cual te escondes.
-¿Cuál es este idioma?
-Se llama INGENUIDAD.
-¿Y tú quién eres?
-Soy la voz de tu inconsciente, de tus culpas aglutinadas, de tu cobardía, de tus temores, de tus sueños abortados, de tu frustración y de tu codicia, en fin soy la voz de tu esencia, que no quiere callar.

Un ardor repentino se apodera de mi muñeca izquierda. Una herida ancha deja escapar un chorro ardiente de sangre espesa. Mi sangre. En mi mano derecha una pluma.
-Voy a dictarte lo que no hubieras querido saber jamás. Voy a revelarte lo que nunca se atrevió a decirte Abel. Lo que antes no te hubieras atrevido a escuchar. Vas a descubrir tu condena que al mismo tiempo será tu salvación. Ahora ¡escribe!

Y escribí con mi sangre lo que decía la voz. Y lo que escribí ¡oh Díos! Lo que escribí…


6. Las revelaciones de la voz:

Querido papá,
Ya no soy más que un murmullo de amor frustrado atrapado en la penumbra helada de un abismo sin fondo. Un abismo colmado por mis temores, vergüenzas, culpas y toda la maldad que la humanidad es capaz de engendrar.
Una fuerza perversa me jala otra vez hacia la profundidad donde acecha la faz aterradora del demonio. Esta vez no me voy a dejar. Liberaré mi alma de mi pobre cuerpo. Quiero que ascienda como una burbuja de oxígeno hacia la luz que todavía logro vislumbrar tras la superficie de aquellas aguas apestosas y turbias. Que ascienda, ascienda y ascienda hasta mezclarse con las nubes inmaculadas del cielo. Perdóname, por favor. Perdona mi cobardía. Pero después de todo lo que acaba de suceder ya ni puedo soportar tu mirada. Siento como si estuviera muy sucio por dentro y que de nada sirviera bañarme. Sé bien que esta suciedad no se quita tan fácilmente pues uno la lleva muy dentro de sí. Es por ello que debo alejarme de mi cuerpo. Ojalá entiendas lo que siento y sufro, tú que fuiste mi universo. Tanto deseaba ser digno de ti. Tanto anhelaba vislumbrar un día una mirada tuya de orgullo hacía mí.

Me iré sin haber podido contestar una pregunta que siempre me ha afligido: ¿por qué nunca quisiste jugar conmigo? Probablemente ello no tiene mucha importancia, pero, la verdad, me hubiera gustado entender la razón antes de emprender mi vuelo. Ni modo.

Espero que mi partida contribuya a que la calma vuelva. No hay nada que resista al tiempo. Nada. Muchos menos la insignificante levedad de mi ser.

Te seguiré queriendo desde el lugar donde los papás ya no tienen más preocupación que la de jugar con sus hijos por la eternidad.

Abel.


7. Punto final:

Ignoro qué provocó este cambio tan radical en mí. Ignoro qué contribuyó a convertir al hombre deslucido que solía ser, en un animal rabioso, en un monstruo. ¿será el dolor, este dolor agudo, ensordecedor, persistente que en forma repentina se apoderó de cada una de las células de mi cuerpo?, ¿será esta pesadilla horrenda y recurrente que merma mi sueño desde que Abel ha emprendido su vuelo redentor?
Sí, quizá sea ella la causa de mi ruina espiritual.

Mi último cuento lo estoy escribiendo con la tinta púrpura de mi sangre. Narra la trágica historia de un hombre, muy parecido a mí por cierto, demasiado parecido a mí, que pierde el juicio al enterarse que un sacerdote, un hombre de Díos, un hombre santo, un hombre sabio, un hombre respetado, violó a su hijo. Pierde la razón al reparar que la justicia exculpa al verdugo de Abel. Abel, mi hijo adorado, mi oxígeno, sustento de mi alma, de mi vida rota.

Mi último cuento es un grito de rabia desencadenada y desesperada que aspira reventar el cobarde silencio de la muchedumbre. Malditos sean todos. Me meo sobre sus almas putrefactas. Ultimé al sacerdote y lo confieso sin remordimiento: lo gocé. Disfruté observar como su sangre maligna brotaba mientras el criminal no paraba de implorar misericordia. Disfruté ver al juez padecer el mismo castigo. Suplicar por su vida, suplicar clemencia. Los maté a los dos y ojalá pudiera borrar del mapa esta ciudad inmunda. ¡Culpables todos! Culpables de ceguera, de sordera y de insensibilidad.

Soy un artista cuya pluma cata la sangre de la humanidad, viciada por siglos de apatía y de cobardía para eyacular verdades incomodas, describir el horror de nuestras pobres vidas sin sentido. Ello es mi propósito. Mi primero y único propósito en la vida. Mi último también.

La sangre abandona mi cuerpo por la cisura en mi muñeca. Percibo cada vez más intensamente el repugnante fluir del aliento helado de la muerte en mis entrañas. Mi pluma, saciada del liquido viscoso y purpúreo, se desliza cada vez más lenta sobre el papel. El punto final de mi último cuento está por caer.

No tengo más qué contarles, queridos lectores, salvo tal vez que el artista necesita valor y abnegación para refutar la letárgica y cómoda vacuidad de la vida contemporánea que los hacedores de ceguera convidan a cambio de nuestra libertad de decisión.

Pero tal vez es preferible fingir no haberse dado cuenta de nada y seguir caminando tranquilamente con el rebaño.

Ustedes decidan.



Patrice Goury Demeurat.