de las definiciones y las comparaciones

ricardo mena cuevas




Doña Perfecta salía pocas
veces de su concha.


B.P. Galdós, Doña Perfecta
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         Hay dos formas de conseguir definir a una persona. La primera, nos la proporcionan los sentidos de la vista, el tacto, el oído, el sabor y el olfato, los cinco sentidos, más un sexto que yo, por mi parte, no tengo; así, cuando decimos que una persona "huele mal" o "huele a chamusquina", sabemos que es un tipo de persona poco fiable o, cuando menos, "que se la ve venir de lejos" o "que no se la traga". La segunda forma de definir a una persona es mediante la razón y el sentido común, comparando a esa persona entre todas las comunes personas que uno conoce en las poco comunes horas de ocio que nos quedan en estos tiempos. Así, esta segunda manera, que choca como sabéis con el refrán español que dice que "las comparaciones son odiosas", es fundamental para definir, para comprender y para valorar lo que vemos. Las comparaciones serán odiosas pero más odioso es, a la larga, no comparar -no querer buscar la verdad.

         Ahora, cuando uno comienza a comparar a gente, termina por comparar no a la gente en sí, sino a las ideas por las que ellas están dispuestas a luchar. Porque todos tenemos nuestras ideas, sí, todos somos idealistas en el fondo -aunque algunos se hayan inculcado un ideal atrofiado, como Mr. Scrooge con el dinero, o Doña Perfecta con su elitismo social hermético de clase.

         Y es que se teme lo que no se conoce, y no se conoce lo que no se compara. Porque las comparaciones son odiosas, Doña Perfecta directamente odia a la otra parte por ser distinta a la suya. En su época, los jóvenes que hablaban de Charles Darwin y Karl Marx como ahora hablamos nosotros de Albert Einsten y George Orwell y su "Gran Hermano", eran un peligro que Doña Perfecta no estaba dispuesta a comparar. Ella se quedaba en su casa; ella se escondía en su concha sellada. Pero Doña Perfecta, como Mr. Scrooge, nos ofrece esta comparación odiosa tan benigna: que si uno idealiza la vida en la pureza o en el dinero, o en la utilidad o en la efectividad empresarial de forma egoísta, más tarde o más temprano, o incluso a su debido tiempo, ese ideal acabará por hacerse soberbio y, más pronto que tarde, llegará a hacerse orgulloso, excluyente, negativo -ególatra y hereje: separado del resto. La comparación puede ser odiosa, pero la lección es incomparablemente benigna.

         Lo anterior entronca con la función de la literatura. La literatura, que es arte, y el arte, que es la expresión del ser humano, y de ningún otro animal planetario más (los chimpancés nos demuestran que verdaderamente hemos llegado al mundo "como caídos del Cielo"), siempre es de ideas. De hecho, así como todos nosotros somos idealistas, aunque haya Mr. Scrooges con ideales equivocados, así la literatura es siempre de ideas, aunque algunas de esas ideas se expresen equivocadamente. Por poner un ejemplo actual, "El Código Da Vinci", de Dan Brown, es una novela de aventuras, de acción, de peligros que acechan en la sombra, de sicarios, que enseña, o pretende enseñar mediante una sugerencia detectivesca sutil, que la paz en tu vecindario es fruto y consecuencia de una conspiración sangrienta escondida detrás de un mural comido por la humedad de mil años húmeda. Da Vinci, que fue criado sólo por su padre y acusado de prácticas homosexuales porque efectivamente era homosexual en un mundo heterosexual italiano, es nuestro paradigma de hombre del Renacimiento, aunque cayera en esa comedia trágica que supone observar cómo, el bufón de la corte, sólo él en la última escena del último acto, el telón bajando ya, con el resultado de final feliz conseguido para todos menos para él; como él como filósofo cínico "pasado de todo", se pregunta por su propio final; el telón desciende y lo oculta sin que el excéntrico haya conseguido su centro. Da Vinci, por ponerlo de alguna forma plástica más comprensible, también "se salió del cuadro"; como ese cuadro que pintó con María y Jesús niño bajo el título de "La Virgen de las Rocas".

         Es posible que sea bueno olvidar ciertas cosas, sobretodo las dolorosas, pero uno no puede olvidar que, aunque Madre e Hijo sean claramente diferentes, no por eso los observamos mirándose divididos y enfrentados por sus diferencias; más bien al revés, pues ambos son el símbolo de esa concha pétrea y majestuosa que irradia sus rayos, no hacia dentro como Da Vinci, Doña Perfecta o Mr. Scrooge, sino, más bien, hacia fuera -en entrega; aman sus diferencias para unirse más, y no odian sus diferencias para acabar desuniéndose más en una igualdad total. Podríamos decirlo de esta otra forma más divertida: que porque se reconocen tan diferentes, Madre e Hijo no saben amarse indiferentemente.

         Y esa pareja se puede definir porque se pueden comparar entre ellos -Madre e Hijo enlazados en un abrazo tierno y eterno dejándonos boquiabiertos y sin aliento.





ricardo mena cuevas
Sevilla, España.