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Carlos Almira Picazo

El sueño


   Aproveché el puente para arreglar la casa y el jardín. Éste siempre fue mi orgullo: aunque no soy jardinero ni me considero un especialista, he llegado a conocer cada planta como si pudiera hablarme. Victoria y Emilio me ayudaban al principio, cuando compramos la casa. Pero poco a poco ha ido recayendo en mi exclusiva responsabilidad.

   No pertenezco a la clase de hombres que se refugian en una afición, soy feliz y, en general, estoy satisfecho con mi vida. No puedo imaginarme otra vida alternativa, que hubiera sido posible de sucederse otros acontecimientos o haber actuado yo de otra manera: muchos hombres, algunos conocidos míos, al frisar la cuarentena se entregan a estos ensueños vanos: ¿qué hubiera pasado conmigo de no haberme casado, de no haber tenido hijos, de haberme dedicado al arte o a ver mundo, por ejemplo, de haber tenido una amante? Es muy humano estar insatisfecho con uno mismo, pero también lo es, creo yo, conformarse con lo que el Destino le ha deparado a uno, más cuando como en mi caso, este ha sido generoso, y espléndido.

   Por eso la experiencia que me propongo relatar ahora me resulta tanto más extraña. Tal vez, sin percatarme, yo también he anidado una recóndita y amarga insatisfacción. Tal vez, y es lo más probable, se trate sólo de uno de esos episodios absurdos, que parecen distribuirse al azar, sin ton ni son, a lo largo de la vida. Sea como fuere, tengo que reconocer que, aunque al principio yo mismo me reí de ello, luego no he podido sustraerme a su influjo, y ha llegado a convertirse casi en una obsesión. Ha sido mi perdición. Intento en vano convencerme de que sólo ha sido un sueño más, una pesadilla, producto del calor, de una comida demasiado pesada, del trabajo excesivo, qué se yo, seguido de una desafortunada serie de casualidades. Nunca he sido supersticioso y, creo que tampoco cobarde. Sea como fuere, no he podido quitármelo de la cabeza en todo este tiempo; puede que no haya pasado ni un solo minuto desde entonces sin que, de una forma u otra, haya vuelto a representárseme con la misma fuerza y nitidez con la que lo viví aquella mañana, primero dormido y luego (ahora puedo decirlo sin ambages) perfectamente despierto, hasta destruirme.

   Sólo diré, por último, que lo he intentado todo. Nunca he sobreestimado mis fuerzas: cuando vi que la experiencia me sobrepasaba, se la conté a Victoria tratando desesperadamente de trivializarla. Fue en vano. Ella, naturalmente, se daba cuenta enseguida de la angustia que traslucían mis bromas, y me abrazaba. También Emilio procuraba echarlo a broma, al principio, me rodeaban de cariño. Aún me parece sorprender sus pasos amortiguados, sus conversaciones en voz baja: según ellos, yo estoy muy enfermo, prácticamente loco; se arrastran silenciosos por la casa; procuran no dejarme solo ni un minuto, y no agobiarme con su presencia; por último, me han convencido de que me ponga en manos de un psiquiatra; y yo, que en veinte años no he faltado una sola semana al trabajo, he tenido que darme de baja indefinidamente; paseo solo por el jardín abandonado a la maleza; como sin mirar la cuchara ni el vaso; no conduzco, no por miedo a estrellarme sino por pura desidia; hace semanas que no salgo del chalé; y en una cosa al menos, tienen razón: quiero morirme, y me mataría si fuera capaz de ello en este preciso momento.

   Como tantos hombres desesperados, considero único y especial mi caso, y me siento un elegido en la desgracia, tocado funestamente por el Destino, como una especie de héroe de Tragedia. Aceptado esto, ya no pongo en duda que mi visión se cumplirá en parte, tarde o temprano, sin que yo pueda hacer nada para evitarlos. Mi psiquiatra confía ingenuamente en el poder terapéutico, liberador, de este relato que él mismo me ha exigido: y en esto tiene razón, aunque en un sentido que quizá no sospecha.

   Mi caso puede resumirse en fin, en una frase: he sido trasladado en un sueño al último día de mi vida.

   ¡Un sueño! En realidad desperté en ese sueño: hacía una mañana de calor y yo había sido generoso con el vino, y paseaba por el jardín, que entonces aún estaba impecable. En un momento determinado, sentí un sopor. Otras veces me ha pasado. Y me tumbé bajo un árbol: al instante me quedé dormido.

   Hasta aquí, todo normal. Pero entonces ocurrió algo que nunca me había pasado antes: me desperté. Es decir, me desperté dentro de mi sueño, antes de abrir los ojos. Y lo que vi y experimenté fue esto:

   Yo estaba tumbado sobre algo duro y frío, sumamente incómodo; en vez de lucir el sol entre los árboles, se apagaba en medio de un extraño griterío; en lugar del calor agradable de una mañana de verano, reinaba el helor de una tarde de invierno, que rápidamente se oscurecía.

   Al cabo de un rato, ¿un minuto, dos?, reconocí la Plaza de la Trinidad, muy cambiada, como si hubiera pasado por ella un terremoto, o una tormenta de polvo y de ceniza la hubiese recubierto. Los árboles desmañados se elevaban descoloridos, tapando el cielo sin estrellas; de ahí procedía el griterío de los pájaros; la fuente no manaba, mutilada salvajemente; la gente se apresuraba hacia Mesones y Puentezuelas, entre el parpadeo moroso de los escaparates.

   Yo estaba tumbado en uno de los bancos de piedra con respaldo de hierro que rodean la plaza. Junto a mí había alguien que no podía ver. Los coches, que hace años no transitan por allí, habían vuelto de nuevo a apoderarse de aquellas calles y avanzaban, atascados en torno a la plaza, en todas direcciones, como en mi niñez.

   Me incorporé. Al igual que los coches, en su mayoría modelos antiguos y destartalados que hacían un ruido estrepitoso, mi cuerpo había envejecido súbitamente, escuálido e inútil. Me dolían todas las articulaciones. La nausea de la borrachera me subía de la boca del estómago. Los ojos se me habían enturbiado incrustándome en un círculo borroso y vacilante de formas y colores.

   El borracho que dormía junto a mí en postura fetal, resoplaba apaciblemente, sonriendo como si soñara con un jardín soleado. Ni que decir tiene que no lo había visto en mi vida.

   Uno de mis pies tropezó con algo. El frío penetraba en todo mi cuerpo envuelto en andrajos. Los zapatos, extraordinariamente grandes y deformados, me habían hecho rozaduras en los pies helados, y las heridas infestadas hedían.

   Enroscado bajo el banco, como muerto, había un perro. Al sentir que me incorporaba irguió pesadamente la cabeza y me miró.

   “Sólo es un sueño”, me dije, “echemos un vistazo”.

   Logré arrastrarme ebrio, hasta una de las manzanas: casi todos los comercios y bares estaban cerrados, es decir, tenían las persianas bajadas, como si no hubieran abierto en años. De las ventanas y los balcones, rotos, mal tapados, brotaba el humo y las voces. Un ruido confuso, indiscernible, se mezclaba con el estruendo del tráfico. Los armatostes no respetaban ninguna señal, y sus ocupantes bajaban las ventanillas a pesar del frío, para insultarse y amenazarse, entre una música machacona.

   Como suele ocurrir justo antes de anochecer, el alboroto de los pájaros, invisibles, alcanzó su paroxismo. Pero no se parecía en nada al griterío habitual de los gorriones y otros pájaros pequeños, sino que se elevaba y caía sobre la plaza como una plancha de hierro, muy semejante al rumor de la selva.

   El chucho marchaba pegado a mis piernas. Recorrimos la plaza desierta, salvo los bancos. El banco que yo acababa de dejar ya estaba ocupado. Una media docena de escaparates reverberaban aún ante las aceras rotas. En suma, todo tenía un aspecto de inmemorial abandono.

   “Sólo es un sueño”, me repetí. Entonces pude verme en una de las lunas.

   Llevaba un abrigo largo, desnivelado por una botella cuyo gollete asomaba de uno de los bolsillos. Una barba mugrienta afloraba de mi rostro, que me era vagamente familiar. Intenté en vano ponerme derecho. Flaco y encorvado, la cabeza enorme y pesada tendía a írseme bamboleándose hacia adelante. Alguien salió del bar:

-¡fuera de aquí, abuelo!

   Cuando logré levantarme, me palpé el cuerpo y topé con la botella en un bolsillo. Me la llevé a la boca mecánicamente.
“Sólo es un maldito sueño”, pensé, y me eché un trago aún más largo.

   No estoy acostumbrado a beber, pero al parecer, en el futuro lo haré sin tasa. Mientras, me daba cuenta de que corría seriamente el riesgo de morir congelado, pues aquellos andrajos apenas abrigaban. Me percaté de que casi todos mis compañeros de infortunio, si así puedo llamarlos, desperdigados ya en la plaza y en una callecita adyacente, se habían provisto de cartones y periódicos, y se apretaban contra los perros vagabundos que les acompañaban. Así pues, era la estampa que yo había visto tantas veces, sólo que ahora yo formaba parte de ella.

   ¿Cómo he podido llegar a esto?, pensé. Pero lo más urgente era buscar un lugar donde dormir. Me di cuenta de que la botella, que contenía un licor fuerte, amargo y desagradable que yo nunca había probado, pero que me infundió un calorcillo momentáneo, y que había devuelto a mi bolsillo, estaba ya medio vacía, y me dirigí arrastrando los pies hacia una de las manzanas que parecían abandonadas, incluidos los bajos. De inmediato me asaltó el resplandor de una hoguera encendida en el patio. Dos sombras negras se abalanzaron contra mí desde el círculo del fuego y me devolvieron a empujones a la plaza, donde ya comenzaba a helar. Pero una de ellas se apiadó de mí:

-¡abuelo, vete, antes de que lleguen las patrullas!, me susurró.

   Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, me puso algo frío en la mano, una extraña moneda casi borrada, y me empujó suavemente hacia una de las calles que ya estaban completamente a oscuras.
Entretanto, los pájaros habían enmudecido en las tinieblas de la arboleda. Un vaho helado caía del cielo. Todo se había vuelto a la vez borroso y macizo, como tallado por la penumbra en una alucinación. No me había alejado diez pasos cuando oí un griterío procedente de la plaza.

   La curiosidad estuvo a punto de costarme cara. ¿Se puede morir en un sueño? En el último segundo, me deslicé hacia el hueco de un portal. Desde allí pude ver cómo una media docena de jóvenes arrastraban uno tras otro a los indigentes de la plaza hasta una camioneta destartalada, repartiendo golpes y patadas, también a los perros obstinados en seguir a sus amos, y farfullaban algo que no lograba entender, pero que debían ser insultos. Ahora que lo pienso, aquella gente hablaba de un modo singular, con frases mal construidas como las de los niños, repitiendo continuamente las mismas palabras.

   A los desgraciados que intentaban huir les daban doble ración de golpes. Algunos quedaron tendidos en el suelo, como muertos. Al fin, la camioneta arrancó, lanzó un resoplido fatigado, y desapareció derrapando por una de las aceras.
Ahora yo estaba literalmente aplastado contra la pared del portal. Puesto que nadie había intervenido, pensé que era algo habitual. Me derramé parte del licor nauseabundo, y arrojé la botella al rellano abandonado. Una enorme rata saltó, sobresaltada, entre los escombros acribillados de chillidos y pasos menudos.

   La plaza estaba desierta. Lo mejor era tumbarme en el mismo banco donde había despertado y volverme a dormir cuanto antes. El perro, que seguía pegado a mis piernas, pareció comprender y corrió hacia allí. Por un momento tuve lástima de él. “En cuanto despierte, tú también desaparecerás”, pensé.

   No iba a ser tan fácil.

   De momento, recogí todos los cartones y periódicos que pude, y que habían quedado abandonados tras la cacería. Encontré una botella medio llena, escondida en el último momento en un parterre. El frío era casi insoportable. Tropecé con un bulto. Pensé apropiarme de alguno de aquellos abrigos de los que habían quedado tumbados, como muertos en la plaza (y que, si no lo estaban, pronto lo estarían), pero un resto de pudor me detuvo.

   Al llegar a mi banco comprobé que tres o cuatro perros me seguían. Ahora cubierto con los cartones y los periódicos, con los perros apretados contra mí, y con aquel licor, podía confiar en pasar la noche sin más contratiempos.

   Me sonreí.

   Empezaba a adormecerme, a entrever el jardín, cuando me pareció oír un barullo de gente que se acercaba. El ruido provenía de la calle que acababa de dejar, donde acababa de esconderme de las patrullas. Me incorporé para escapar de nuevo, pero el grupo ya entraba en la plaza. Los perros apenas se removieron en sueños.

   Al llegar a nuestra altura, una mujer bien vestida me señaló, e inmediatamente dos jóvenes se acercaron a mí con un paquete en las manos: galletas a cambio de mi licor. En ese momento empezó a nevar.

   Comí, pues, algo. En cuanto se alejaron (sin reparar en los bultos humanos que yacían aquí y allá, y que alguien sin duda, recogería por la mañana), rebusqué entre estos otra botella para entrar en calor. La nieve se me adhería pegajosa, con una extraña pureza. Volví a hacerme sitio entre los perros y me quedé dormido.

   Pero antes reparé en algo: al esconder la botella en un bolsillo interior, tropecé con un cartón duro, áspero por un lado y suave por la otra cara. Como no podía verlo (sin farolas, ni lámparas, ni cerillas), lo devolví con cuidado al bolsillo con el propósito de examinarlo inmediatamente más tarde, cuando hubiese luz, y cerré los ojos.

   De no haberlo encontrado, todo esto hubiese sido una anécdota, una pesadilla. Volví a despertar en el jardín de nuestro chalé, con la misma sensación que había tenido al dormirme la primera vez. El sol estival comenzaba a bajar entre los árboles. Un coro de cigarras y de pájaros asaeteaba el aire.

   Inmediatamente recordé la cartulina. Claro que no tenía aquel abrigo andrajoso. La aventura empezaba a deshilachárseme en las típicas imágenes incoherentes de los sueños. Entonces estiré la mano:

   En el cartón, una fotografía bastante deteriorada en blanco y negro, había retratados un hombre mayor, en el que me reconocí; una mujer; y un joven, a los que no había visto en mi vida.

   Las voces de Victoria y de Emilio me llegaron desde detrás de la casa, a modo de heraldos:
-¿qué pasa?
-nada, mentí, una indisposición.

   Y entramos en la casa.



   Han pasado más de diez años desde que escribí este relato, absolutamente verídico. Victoria y yo nos separamos poco después, a causa de la fotografía (y también de mi locura). No volví al trabajo, pero despedí al psiquiatra y vendí el chalé. He intentado matarme varias veces. Empecé a beber y a frecuentar a los que beben. Ahora mi único consuelo son el alcohol y los perros. La mujer y el joven de la fotografía siguen tan enigmáticos como el primer día, junto a mi pecho, entre la ropa. Tal vez me estaban destinados. He alterado mi destino, aunque sólo en parte. La Plaza de la Trinidad, la gente, los coches, hasta los pájaros que cantan al anochecer, se parecen a los de mi sueño. Ya no deseo despertar.



Carlos Almira Picazo
Castellón de la Plana, España. 1965.
Doctor en Historia por la Universidad de Granada. Autor de una novela en papel: Jesuá, ed. Entrelíneas, Madrid, 2005; de un ensayo en papel: ¡Viva España! El nacionalismo fundacional del régimen de Franco (1939-43), Editorial Comares, Granada, 1997; de una novela en formato digital: Todo es Noche, Prometeus mdq, abril 2007; y de un centenar de cuentos y ensayos, publicados en revistas como Adamar, Axxon, Ed. Badosa, Destiempos, El Coloquio de los Perros, Cañasanta, Diezdedos, Remolinos, Magazine Siglo XXI, El Fantasma de la Glorieta, Revestidos, Tiempos Futuros, Quaderns Digitals, Literae Internacional,Ariadna, Las Voces de la Cometa, etcétera.