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Alejandro Rozado

Un Engels sin Marx:
Sobre un estudio de la clase obrera inglesa


Cuando las mujeres que, como yo, sin más techo seguro
que la tapa del ataúd, sin más amigo en la enfermedad
o la muerte que la matrona de un hospital,
ponemos nuestro corazón podrido en un hombre
y dejamos que él ocupe el lugar que estuvo vacío
durante toda nuestra mísera existencia,
¿quién puede esperar que nos salvemos?

Nancy, la prostituta, en Oliver Twist, CHARLES DICKENS
 

La situación de la clase obrera inglesa, Federico Engels, trad. Fina Warshaver y Laura V. de Molina y Vedia, México, Ediciones de Cultura Popular, 1974, 342 pp.


¿Qué pasó con el proletariado?

     Existe una pregunta central que todavía flota entre los círculos desconcertados del naufragio del pensamiento socialista contemporáneo; una pregunta que puede ser formulada de manera muy sencilla: ¿qué sucedió con el proletariado? De ser el fundamento histórico de la revolución, el sujeto social constituido precisamente por el sistema capitalista idóneamente para abolirlo, la entidad sobre la que se apoyaron las expectativas de centenares de proyectos de cambio durante siglo y medio en todo el mundo, la clase obrera internacional ha pasado a dotar de larga vida a algunas de las instituciones más estables de la sociedad civil y del propio Estado que, supuestamente, debía de ser negado. Aquella subjetividad revolucionaria atribuida por el marxismo se esfumó por completo entre los obreros a medida que sus reivindicaciones gremiales fueron conquistando espacios legítimos y el propio proletariado, convertido en partido político, se fue redefiniendo como pilar de la democracia burguesa. Si la naturaleza de la explotación del capital sobre el trabajo –pese a los continuos cambios del capitalismo- no sólo sigue siendo la misma sino que además se ha extendido a todos los rincones del planeta, ¿por qué la clase obrera de hoy se encuentra tan des-identificada con su lugar ocupado en la generación de la riqueza social? ¿Por qué se transformó en una clase social conformista y conservadora? Semejante pérdida de dinamismo histórico, ¿acaso habrá sido el factor de fondo que descompuso los programas de transformación socialista de la humanidad? Éstas y una larga cadena de cuestionamientos derivados nos hacen volver la atención a los estudios fundacionales que descubrieron al proletariado como una clase social de excepción histórica. En especial, es obligado revisar la mirada que sobre la clase obrera tuvo uno de los padres del llamado “socialismo científico”; una mirada fresca y documental -como no habríamos de leer después-, desprovista del academismo posterior de los estudios obreros, acerca del nuevo fenómeno económico y político que estaba surgiendo durante las primeras etapas del capitalismo industrial.

     La situación de la clase obrera en Inglaterra es un libro cuya traducción al español ya no se vende actualmente en librerías (todavía conservo un ejemplar de 1974 de Ediciones de Cultura Popular, México). Fue escrito por el joven intelectual alemán de 23 años de edad, Federico Engels, a fines de 1843 y principios de 1844, tras su experiencia empresarial en Manchester y una acuciosa investigación de primera mano desarrollada en la misma Manchester, Londres, Liverpool, Leeds, Edimburgo, Glasgow y una decena más de pequeñas ciudades aledañas convertidas súbitamente en suburbios obreros. El libro se publicó por primera vez en idioma alemán durante el verano de 1845 (la primera versión en inglés no se publicó sino hasta 1885 en Nueva York, y en Londres apareció hasta 1892). Se trata de un estudio realizado antes de que el autor conociese a Carlos Marx -y uno de los motivos por los que ambos se dieran la mano por primera vez. Sin embargo, Marx supo de la existencia de Engels gracias a otro trabajo suyo: un ensayo titulado "Esbozo de crítica de la economía política", que el autor redactó para publicarse en la revista Anales Franco-Alemanes, con sede en París, de la cual Marx era director en 1844. Gracias a estos dos escritos engelsianos, Marx pudo trasladar su foco de atención, de la crítica filosófica y política del Estado capitalista en que se había enfrascado, a las condiciones materiales y económicas en que se basaba el capitalismo para desarrollar el nuevo orden mundial. A partir de esas fechas, los dos jóvenes filósofos dejarían el hegelianismo de izquierda que los caracterizaba para fundar un pensamiento propio. Cuatro años de intensa y estrecha colaboración intelectual y política entrambos desembocarían en la redacción del Manifiesto Comunista de 1848; y la cantidad de títulos que estos autores suscribirían durante ese lapso -entre borradores inéditos, libros publicados y artículos en periódicos y revistas- resulta todavía impresionante. Fueron, por supuesto, años febriles (fabriles) en que la revolución continental se había convertido en una necesidad histórica, digamos hegeliana, que literalmente empujaba al pensamiento revolucionario hacia la acción revolucionaria.

     He aquí una lista rápida de los trabajos emprendidos por Marx y Engels, desde la redacción del estudio de éste último sobre el proletariado inglés hasta el estallido de la revolución de 1848:

- F. Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, escrita en Manchester, 1843-44.
- C. Marx, "Introducción a la Crítica a la filosofía hegeliana del derecho", publicado en los Anales Franco-Alemanes, no. 1, París, enero de 1844.
- C. Marx, "Sobre la cuestión judía", publicado en los Anales Franco-Alemanes, no. 1, París, enero de 1844.
- F. Engels, "Esbozo de una crítica de la economía política", publicado en los Anales Franco-Alemanes, no. 1, París, enero de 1844.
- C. Marx, Cuadernos de París (notas de lectura), primavera de 1844.
- C. Marx, Manuscritos económico-filosóficos, borrador escrito en París, marzo-agosto, 1844.
- C. Marx, Tesis sobre Feuerbach, escritas en Bruselas, primavera de 1845.
- Marx-Engels, La Sagrada Familia. Crítica de la crítica crítica, escrito en París durante 1844 y publicado en septiembre de 1845.
- Marx-Engels, La ideología alemana, terminado de escribir en Bruselas, abril de 1846 (permaneció inédito).
- C. Marx, La miseria de la filosofía, escrito en Bruselas a comienzos de 1847.
- F. Engels, Principios del comunismo, escrito en París, oct-nov, 1847.
- Marx- Engels, Manifiesto Comunista, escrito en Londres, otoño de 1847 y publicado en febrero de 1848.
- C. Marx, Trabajo asalariado y capital, conferencias dictadas a los obreros de Bruselas en diciembre de 1847.
- C. Marx, Discurso sobre el libre cambio, 1847.

     De modo que podríamos situar aquella investigación seminal acerca de la clase obrera inglesa como la detonadora del nuevo pensamiento revolucionario, el cual -a decir del propio Engels muchos años después- Marx habría desarrollado ya, en sus líneas generales, para la primavera de 1845, justo al momento de la publicación en alemán de La situación de la clase obrera en Inglaterra.


El realismo social

     Este primer libro de Engels fue resultado del encuentro, dado en la persona de un joven intelectual europeo, entre la filosofía crítica alemana del momento y la pujante realidad económica inglesa. Las reflexiones de los jóvenes hegelianos de izquierda -incluidos los propios Marx y Engels- se limitaban, hasta entonces, a especular acerca de la "liberación de la humanidad" en abstracto, a través de un juego interminable de ideas, precisamente en una Alemania disgregada y sin desarrollo capitalista destacable. Conocer de cerca la realidad industrial inglesa ofreció a Engels primero, y después a Marx, el contraste de las ideas con los hechos. En otras palabras, las fórmulas libertarias de los radicales alemanes adquirieron significado histórico concreto al descubrir la existencia real de un sujeto social, el proletariado, sobre la cual descansaba tanto el desarrollo de una producción y un comercio mundial nunca antes visto, así como el futuro político de la humanidad. La veloz transformación de las relaciones de producción en sentido capitalista que se había dado durante los últimos 80 años de revolución industrial había simplificado en Inglaterra el panorama social en dos clases sociales fundamentales y opuestas: la burguesía y el proletariado.

     La conciencia de esta división social en clases fue tan diáfana en aquellos tiempos que incluso el arte se convirtió en expresión directa de ello. Fue la época del realismo en la literatura, es decir, de la necesidad de novelar la realidad social a través de personajes que protagonizarían la lucha de clases. La joven prostituta Nancy que cae asesinada, en el Oliver Twist de Dickens, tras delatar a la banda de criminales que lucran con la delincuencia infantil en el viejo Londres industrial, encarna la transfiguración del conflicto social alrededor de valores morales donde la tragedia de la pobreza y sus vicisitudes constituyen la estética dominante. La inteligencia del viejo Fagin y la precoz astucia de los chicos carteristas, compinches de Oliverio Twist, en un Londres con dos y medio millones de habitantes, se corresponden con aquella “sagaz, inteligente y densa población que en sus dos terceras partes entró en relación con la industria”, de la cual escribe Engels cuando compara la nueva mentalidad urbana de los proletarios con la vida apacible que reinaba apenas unas décadas antes entre los yeomen (los pequeños propietarios rurales), quienes estaban “intelectualmente muertos”.

     “Señores –parece decirle Engels al mundo-, presento ante ustedes al nuevo protagonista de la historia: el obrero industrial… A partir de ahora, oirán hablar mucho de él”. Porque desde la invención de la jenny, primer torno de hilar el algodón, en 1764, el desarrollo tecnológico de la industria textil inglesa jaloneó al de la industria del hierro y del carbón, las cuales concentraron la población en densos barrios obreros, abarataron costos de producción y ampliaron los mercados exponencialmente. Las cifras de crecimiento que documenta el autor indican una multiplicación del valor del capital en escaso número de años. Ejemplos: en 1775, Inglaterra importó menos de 5 millones de libras de algodón bruto como materia prima de su incipiente industria textil; pero en 1844 importó 600 millones de libras; el crecimiento poblacional del West Riding, donde prosperó la industria de la lana, pasó en 30 años (entre 1801 y 1831) de 364 mil a 980 mil habitantes; o en la industria minera, tan sólo en dos minas carboneras, en Northumberland y Durham, trabajaban anualmente 60 mil obreros. Así, con el paso de unas cuantas décadas, se formó una clase de trabajadores cuya consistencia, paradójicamente, se basó en el despojo de sus propios medios productivos y, por tanto, en la imposibilidad de convertirse en patrones. Un destino tan desesperanzador abriría, sin embargo, la esperanza de transformar radicalmente a la sociedad por ellos mismos.


Escatología proletaria

     Es muy sabido (muy "clásico") que en los tiempos del "capitalismo salvaje", cuando la clase obrera inglesa existía en sí misma, pero no aún para sí misma, sus condiciones de vida llegaron a los peores niveles de miseria; sin embargo, el reporte que Engels ofrece a la historia es una suerte de escatología del proletariado a través de la observación directa, con el respaldo de documentos oficiales del gobierno británico, de instituciones eclesiásticas y de periódicos y revistas profesionales. El autor se propone analizar la estructura del salario obrero a la luz de los tres rubros principales de gasto: habitación, vestido y alimentos, para después pasar al estudio de las condiciones laborales por rama industrial. Y entonces nos conduce por la ruta de la inmundicia, de una ciudad a otra: desde Londres, Dublín, Edimburgo, y Glasgow hasta Manchester, Leeds, Birmingham e innumerables ciudades medias arrastradas por los efectos directos e indirectos del industrialismo. Cualquier texto seleccionado al azar es sobrecogedor e inaugura -junto con el humanista Charles Dickens- la descripción literaria de un nuevo paisaje: la miseria como sinónimo de suciedad, a diferencia de la pobreza que alcanza a sostener mínimos niveles de dignidad a través de signos como la limpieza y un mínimo de decoro en el amueblado y el vestido.

     Veamos algunos casos comunes de aquella degradación humana: el barrio de St. Giles, en el centro de Londres –relata Engels-, es un "amontonamiento desordenado de casas altas, con calles estrechas y sucias, curvas, en las cuales el movimiento es tan grande como en las principales calles de la ciudad, con la única diferencia que en St. Giles se ven sólo personas de la clase obrera. (...) en las callejuelas dentro de las calles (...) la suciedad y el estado ruinoso supera toda descripción; no se ve casi ningún vidrio en las ventanas, las paredes están rotas, las puertas y las vidrieras destrozadas y arrancadas...; aquí, en este barrio de ladrones, las puertas no son de ningún modo necesarias, al no haber nada para robar. Montones de suciedad y ceniza se encuentra a cada paso y todos los desechos líquidos echados en las puertas se acumulan en fétidas cloacas. Aquí habitan los pobres entre los pobres; los trabajadores peor pagados, con los ladrones; los explotadores y las víctimas de la prostitución, ligados entre sí (...)". 50 años antes, cuando el iracundo e inspirado William Blake poetizaba, en la misma Londres donde nació y murió, acerca de que "si las puertas de la percepción se abriesen, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito", jamás se imaginó que años después Engels corregiría un poco esa sentencia romántica, sugiriendo al final lo que ese todo realmente es: una infinita porquería.

     En la ciudad escocesa de Edimburgo, las cosas no eran mejores; según un diario inglés mensual (The Artizan, octubre, 1842) que cita el autor, “estas calles son tan estrechas que desde la ventana de una casa se puede entrar en la casa de enfrente, y las casas son altas como torres, de modo que la luz apenas puede penetrar en los patios y las calles. En estos lugares de la ciudad no existen cloacas, ni hay en las casas cañerías o retretes, y por lo tanto, cada noche, todas las inmundicias, los residuos y excrementos de, por lo menos 50,000 personas, son arrojados a los albañales, de modo que a pesar del barrido de las calles, se produce una capa de suciedad estancada y un olor nauseabundo”.

     Acerca de Glasgow, donde la clase obrera constituía el 78% de una población total de 300 mil habitantes, Engels se apoya en el informe Arts and Artizans at Home and Abroad (Edimburgo, 1838), de J.C. Symons, un liberal enemigo del movimiento obrero independiente, quien fue comisionado por el gobierno en ocasión de una encuesta sobre la condición de vida de los tejedores a mano. En dicho informe, los barrios obreros son descritos como conglomerados de casas-habitación surcados por sendas estrechas, oscuras y tortuosas, llamadas wynds. Y Mr. Symons dice: “Los wynds de Glasgow encierran una población fluctuante de 15 a 20 mil personas. (…) consisten en calles estrechas y courts (patios techados) en medio de los cuales se encuentra siempre un montón de basura. Por muy repugnante que fuese el aspecto exterior de esos lugares, todavía yo no estaba preparado para ver la miseria y suciedad del interior. En algunas de aquellas piezas para dormir, que nosotros [el superintendente de policía capitán Miller y Symons] visitamos de noche, encontramos un piso de seres humanos extendidos sobre el suelo, a menudo de 15 a 20, algunos vestidos, otros desnudos, hombres y mujeres en desorden. Su cama era un lecho de paja podrida, mezclada con algunos andrajos. Poco o ningún mueble; lo único que daba a estas cuevas cierto aspecto de habitación era un fuego encendido en la chimenea. El robo y la prostitución son los principales medios de vida de esta gente. Nadie parece preocuparse de limpiar este establo de Augias, este pandemónium, este cúmulo de delitos, suciedad y pestilencia, que se encuentran en el centro de la segunda ciudad del reino. (…) En estos barrios, la mayor parte de las casas han sido declaradas inhabitables por el tribunal, pero precisamente éstas son las más pobladas, porque según la ley, no se puede cobrar por ellas ningún alquiler”. Y así, el largo capítulo “Las grandes ciudades” del libro que nos ocupa recorre exhaustivamente, poblado por poblado, un infernal submundo que hacía posible el esplendor de la economía más poderosa del orbe. La estética de la fealdad, descubierta por la poesía bajo la pluma del francés Baudelaire, ya había sido expuesta años antes por la minuciosa prosa de los abnegados inspectores de salud ingleses.


El croquis de Engels

     Mención especial merece la descripción de Manchester, en aquel entonces la ciudad industrial más importante del mundo, en la cual la elaboración del algodón se había convertido en la líder de todas las ramas de la industria. Residente ahí durante cerca de dos años, el joven Engels recorrió a pie sus calles más recónditas, lo cual se reflejó -en esta parte de su reporte- en una mayor escrupulosidad, incluso obsesiva, de los hechos y situaciones observadas directamente. Entre la ciudad vieja y las poblaciones rápidamente conurbadas, Manchester reunía ya 400 mil habitantes; y aquí, a diferencia de las otras ciudades revisadas, el trazo urbano tuvo el cuidado de separar y excluir de manera sistemática las zonas obreras de la zona burguesa y comercial. Sin embargo, lo que a Engels no deja de asombrarle es la caótica distribución de las calles donde habitan los pobres. Su obsesión por comprender lo incomprensible hizo que dibujase el croquis de un barrio equis que colindaba con el río Irk (con un caudal espeso y “negro como el betún”) y lo estampase en el libro; se trata de un dibujo casi infantil, en el que las calles del barrio figuran como “viboritas” sin ton ni son, unidas por vasos comunicantes que terminan en dead end streets. Ahí, cualquier paseante extraño se vería fatalmente perdido en un laberinto de inmundicias y peligros. Los filósofos del progreso que abundaban en esa época solían colocar al futuro como elemento ordenador de la cultura occidental, y el presente no era más que un momento de ese gran viaje hacia el porvenir; de ahí que se exaltase el carácter planificador del capitalismo en su infinito crecimiento –incluidas sus orgullosas ciudades. Pero los datos que arroja La situación de la clase obrera en Inglaterra son muy diferentes. La urbanización de las ciudades inglesas estuvo marcada por la improvisación y el imperativo, más que inmediato, de la competencia. El presente fue el factor determinante de la masificación, concentración y miseria galopantes, al menos en esta primera fase “clásica” del capitalismo, mientras que el futuro careció de toda importancia para los propietarios y sus gobiernos. El croquis hecho a mano por el bueno de Engels no refleja más que la angustia por comprender el contraste de las filosofías del progreso –que él nunca abandonó- con la cruda realidad capitalista.

     Pero el “lugar más horrible” de Manchester era, sin duda, “La Pequeña Irlanda” (Little-Ireland), un barrio rodeado de grandes fábricas y por el río Medlock, contaminado proverbialmente por los desechos industriales y los detritos de 4 mil habitantes irlandeses. A lo largo de sus fangosas calles, de atmósfera irrespirable por las emanaciones de humo de las fábricas, pululaban gran número de mujeres y niños harapientos, “tan sucios como los cerdos que hozan en las charcas y montones de cenizas”. Esto, constatado a simple vista superficial; pero “¿qué decir si nos enteramos [gracias al excelente opúsculo del dr. James Ph. Kay: The Moral and Physical Conditions of the Working Classes in the Cotton Manufacture in Manchester] que en estas casuchas (…) habitan, término medio, 20 individuos, y que en el barrio entero hay una letrina para cada 120 personas…?” En 1831, cuando la policía sanitaria inspeccionó “La Pequeña Irlanda” con motivo de la epidemia de cólera, las condiciones estaban aún peor: “(…) en Parliament Street, para 390 personas, y en Parliament Passage, para 30 casas pobladísimas, había una sola letrina”. No fue raro que los mismos inspectores de sanidad reportaran que hubiese calles enteras en que ninguna de sus casas escapó del cólera…


Los irlandeses

     En las páginas que nos ocupan, sorprende leer a un Federico Engels –futuro padrino del comunismo- con un inocultable desprecio hacia los irlandeses: “el pueblo irlandés –dice- en ciertos casos, se siente bien en medio de la suciedad”; y cita a Thomas Carlyle, quien antes de sus conocidas conferencias sobre la necesidad de la figura del héroe en los tiempos modernos había dedicado un libro al estudio del cartismo inglés (Chartism, 1838). Este historiador británico consideraba a la inmigración irlandesa “la peor desgracia con que debe luchar este país”, ya que veía en ella el principal factor de descenso del nivel de vida de los obreros ingleses, en virtud de la competencia laboral que ocurría. Se trató, en realidad, de uno de los choques culturales más violentos provocados por la veloz expansión del capitalismo. Con su aparente nula exigencia de calidad de vida, el irlandés común observó una actitud de odioso conformismo respecto de su relativamente “mejorada” condición de existencia en Inglaterra, lo cual afectó directamente las expectativas del obrero inglés. Por eso, Engels coincidía con Carlyle en que los irlandeses dieron la medida del salario mínimo posible en Inglaterra, y lo descendieron de manera dramática: “Carlyle tiene aquí –concede el filósofo alemán- completa razón. Estos trabajadores irlandeses… aparecen por todas partes. Las más inmundas habitaciones son siempre buenas para ellos; la ropa poco los preocupa, mientras se sostenga de un hilo; no conocen zapatos; su alimento son las papas y solamente papas. Lo que ganan de más lo gastan en bebidas, ¿qué necesidad tiene una raza así de un salario elevado?” De ahí en adelante, situaciones similares se reproducirían por todo el mundo hasta nuestros días, lo mismo con las migraciones de italianos a EU y Argentina y de mexicanos a EU, que de africanos a la Europa meridional y de turcos a la Alemania reunificada: aumento en la oferta de fuerza laboral, descenso del salario, reacción adversa de los trabajadores nativos respecto de los inmigrantes, pero también –como el mismo Engels subraya- identificación de niveles diferenciados de necesidad laboral en virtud de la división calificada del trabajo. “En verdad -termina admitiendo- para ramas del trabajo que exigen largo tiempo de aprendizaje o una acción regularmente continuada, el irlandés, indisciplinado, inconstante y borracho se encuentra muy por debajo”. De ahí, que el obrero inglés de todos modos ocupase por lo regular los empleos mejor remunerados. Pero todas estas consideraciones y prejuicios culturales eurocentristas no podían negar un hecho incontrovertible: la migración irlandesa hizo posible que, mediante el castigo más implacable al salario, el capitalismo creciera tanto y pudiese ofrecer al proletariado inglés su nuevo y maldecido hogar: la fábrica moderna. Por otro lado, es muy probable que la degradación moral que Engels registró entre los inmigrantes irlandeses fuese el antecedente de la concepción marxista del llamado lumpen proletariado.

     Porque la verdadera preocupación de Engels -lo que distingue a su estudio de cualquier otro informe de esa época- no es la documentación escrupulosa de la miseria en sí misma, sino delimitar lo que el proletariado es en tanto clase social, todo aquello que la constituye y caracteriza, todo aquello que la fortalece –pero también, todo aquello que la debilita y destruye. Y la competencia entre trabajadores es, para el joven filósofo alemán, uno de los mayores estorbos para que éstos identifiquen sus más profundas necesidades de clase y puedan dar luchas más frontales y claras contra sus verdaderos explotadores. De ahí su extrema preocupación por el fenómeno de la inmigración irlandesa, pues la competencia “desde abajo” que los inmigrantes llevaron a las ciudades industriales significaba para la clase obrera en su conjunto un “pasivo” que estropeaba su necesidad de exigir mejores salarios y condiciones laborales y de servicios, como medidas urgentes para sobrevivir como clase social.

     Un proletariado amenazado de muerte por el hambre y las enfermedades, derivadas directamente de la miseria extrema, corría el riesgo de abortar la nueva formación económico-social en ciernes. Con epidemias altamente recurrentes como la fiebre de tifus, la tuberculosis pulmonar y el cólera, aunadas a la insuficiencia de atención médica que ofrecían las pocas instituciones dedicadas a ello, los índices de mortandad entre los obreros eran escandalosos. Según un informe del doctor P.H. Holland (Report of Commission of Inquiry into de State of large Towns and populous Districts, 1844), en el Liverpool de 1840, “la duración media de la vida en la alta burguesía era de 35 años; en la clase comercial y de los artesanos en mejor condición, de 22; de los obreros, jornaleros y de la clase inferior, generalmente sólo de 15 años”, esto debido a la altísima tasa de mortalidad de niños pequeños nacidos en familias obreras. El mismo informe decía que en Manchester morían antes de los 5 años de edad el 57% de los niños de la clase obrera, contra un asombrosamente alto 20% de los niños de las clases superiores. Ante semejante riesgo de extinción, los proletarios ingleses desarrollaron una larga lucha asociativa que les dio los mínimos de estabilidad económica para que, sin dejar de ser productivos, estuviesen en mejores condiciones de subsistir; sin embargo, el círculo de la miseria “irlandesa” se trasladó del centro a la periferia del capitalismo, como si fuese ésta –la extrema miseria de grandes cantidades de la población mundial- condición necesaria para la salud de la actual economía basada en los mismos principios de explotación. Tardaría mucho tiempo para que la clase obrera convirtiese la competencia de los inmigrantes de siempre en un “activo” a su favor. Hoy en día, por ejemplo, la central obrera más poderosa de Italia incorpora a los migrantes africanos en su programa reivindicativo exigiendo al gobierno discriminatorio de Berlusconi que legalice la situación de residencia de absolutamente todos los trabajadores indocumentados que están laborando en ese país europeo, ya que los migrantes han llegado a ocupar trabajos que los mismos obreros italianos reconocen que ya no quieren desempeñar.


El odio de clase

     Un aspecto de la mayor trascendencia es, en este análisis, la importancia que adquiere la miseria proletaria en la formación de su conciencia de clase –y no tanto el lugar ocupado por el obrero en el sistema productivo, como afirmarían después Carlos Marx y el propio Engels. Recordemos que aún no se había descubierto el asunto de la plusvalía como el meollo de la explotación del trabajo asalariado por el capital. El extremo abandono en que se vio arrojado el obrero inglés de aquellos años industriales, según el parecer de muchos observadores directos de la época, generó condiciones subjetivas de extraordinaria potencialidad. La base emocional de dicha subjetividad obrera fue, sin duda alguna, el odio social. Al mismo tiempo, el odio fue el padre del robo y la delincuencia urbanas, pero también de la subversión política: dos vías correctivas, muy diferentes entre sí, para compensar la distribución tan desigual de la riqueza. De 1805 a 1842, en treinta y siete años, la criminalidad en Inglaterra y Gales se multiplicó por siete, según las famosas “Tablas de Criminalidad”, que anualmente publicaba el Ministerio del Interior. En el mismo periodo se incubó y desarrolló el más poderoso movimiento reivindicativo obrero que haya podido imaginar el capitalismo en su seno: el cartismo. Existen varios indicios y lecturas que dejan ver que el primer marxismo revolucionario –el desarrollado durante los años cuarenta del siglo XIX- apoyó su programa político en la convicción de que la pauperización progresiva del proletariado era el combustible de su cada vez más alta conciencia de clase y de la inminente revolución continental. Es muy probable que esta creencia teórica se originase precisamente en el estudio sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra que nos ocupa. ¿Tuvieron razón Marx y Engels? La elevación ulterior de los niveles de vida de la clase obrera se ha correspondido con un complejo proceso de domesticación de los trabajadores a la forma de vida capitalista; y aquel odio originario de los explotados ha desaparecido casi por completo para ceder su lugar a un conformismo “combativo”, y gremialista a la vez, de las asociaciones laborales; a tal grado que en 1968, por poner un ejemplo, la gran rebelión juvenil anticapitalista que paralizó a Francia fracasó -entre otras razones- porque las principales centrales obreras de ese país le dieron la espalda a los estudiantes.


La industria textil

     Una vez hecha la revisión exhaustiva de los niveles de vida de la clase obrera, Federico Engels pasa a considerar sus condiciones laborales en cada rama industrial, comenzando por la más importante de ese momento: la industria textil, sobre la cual concentramos la atención de esta reseña. Ahí, el desarrollo tecnológico más avanzado de la producción se correspondía con el grado de consolidación del proletariado como clase. Los obreros de las fábricas de algodón destacaban, especialmente, a la vanguardia del resto del movimiento obrero, al ser los más numerosos, experimentados e inteligentes de todos -también los más combativos. La región de Lancashire, al oeste de Inglaterra, se había convertido en el escenario más notable donde se desplegaba la lucha de clases “más pura”, por decirlo así, entre la burguesía y el proletariado. Los hilanderos ingleses de los años 40 del siglo diecinueve eran ya el resultado de una sorda lucha: en primer lugar, por el desplazamiento laboral que implicó cada nueva invención productiva; en segundo lugar, por la competencia entre el trabajo manual -cada vez más abaratado- y el trabajo a máquina, crecientemente más productivo por unidad de tiempo; y en tercer lugar, debido a la simplificación del trabajo causado por la renovación industrial, que cada vez requería menor fuerza física de los varones adultos y, al mismo tiempo, mayores habilidades finas, como la flexibilidad en los dedos de mujeres y niños -identificados en el trabajo como piecers- para anudar los hilos rotos, principal labor “a mano” que quedaba por hacer bajo la maquinización del proceso productivo.

     Del informe sobre edad y sexos que el líder de la fracción torie, lord Ashley, hizo a la Cámara Baja en ocasión de la moción de las diez horas –en 1844-, se deduce que de los 420 mil obreros que había en el Imperio Británico en 1839, casi la mitad eran menores de 18 años y más de 242 mil eran mujeres. En la rama textil, el porcentaje de obreras era mayoritario: 56.25% en las fábricas de algodón; 69.5% en las de lana; 70.5% en las de seda, y 60.5% en las hiladurías de lino. De modo que despedir trabajadores masculinos y contratar -por menor salario- a mujeres, ha sido una de las más antiguas maneras en que los capitalistas compiten entre sí aumentando la extracción de plusvalía absoluta de la producción (es decir, abaratando la fuerza de trabajo por la misma cantidad de tiempo trabajado); hoy como ayer, es posible constatar lo anterior en innumerables hogares del mundo, en los que la principal responsable de la sobrevivencia económica a partir de conservar un empleo es la mujer, comúnmente peor remunerada, mientras que el hombre se ve obligado con frecuencia a desempeñar labores caseras. Pero en la “clásica” Inglaterra, los patrones carecían incluso del menor escrúpulo para competir de la manera citada; la desprotección de los derechos laborales del sexo femenino era tal que las jóvenes madres –por ejemplo- debían retornar a las fábricas tres o cuatro días después de “dar a luz”, y trabajar hasta más de 14 horas por jornada. Engels selecciona al azar un caso de tantos, citado por Lord Ashley: “M. H., de veinte años, tiene dos niños; el menor, lactante, es cuidado por el otro, un poco mayor; ella va a las 5 de la mañana a la fábrica y vuelve a su casa a las 8 de la noche; durante el día, la leche le cae de los pechos, de modo que le chorrea por el vestido”. Si a esto, contextualizamos lo altamente probable que esa joven madre estuviese trabajando en la fábrica desde los nueve años, podemos deducir con facilidad su casi total desconocimiento de las labores domésticas –como cocinar, lavar, coser, etc.- y su escaso tiempo para educar sentimental y moralmente a sus hijos. La disolución familiar era, por tanto, consecuencia más que directa de semejante circunstancia obrera.


Infamia burguesa

     Muchas otras infamias son relatadas por el autor, siempre basado en documentos oficiales, sobre las condiciones laborales del proletariado inglés. Baste enumerar algunas más:

- el acoso sexual sobre las obreras, ejercido por los trabajadores varones y los mismos patrones (en Leicester un testimonio dice: “Ellos [los obreros] preferirían ver mendigar a sus hijas que dejarlas entrar en las fábricas; éstas son verdaderas prisiones infernales; la mayor parte de las prostitutas de la ciudad” se debe a ellas);

- la despiadada explotación del trabajo infantil (en el informe de la comisión de fábricas de 1833 se asienta que “los fabricantes comenzaban a ocupar a los niños: a veces, de 5 años; frecuentemente, de 6; más a menudo, de 7; y en la mayor parte, de 8 a 9 años”, con una duración de trabajo de 14 a 16 horas diarias, fuera de las horas libres para la comida…; y en la próspera fabricación de encajes, en la región de Nottingham, el comisario Grainger encontró a un niño de apenas dos años de edad ocupado en la labor de runner, que es una función de acabado en la hechura de los encajes);

- la introducción del tan maldecido -por los obreros- trabajo nocturno, sin rotación de personal y con jornadas de 12 horas;

- las terribles deformaciones óseas -principalmente en espinas dorsales, rodillas, piernas y pies- como consecuencia de las largas horas de permanecer parados en su puesto de trabajo, tanto en hombres como en mujeres y niños;

- el debilitamiento físico e hipo-desarrollo de numerosos obreros que inducían en ellos el envejecimiento prematuro (en el mismo informe de fábricas, el Dr. Hawkins declara: “… la pequeñez y endeble estatura y la palidez que casi generalmente se encuentra en Manchester, y especialmente entre los obreros de las fábricas, sorprenden a la mayor parte de los forasteros… los chicos y chicas de las fábricas, que trajeron a mi presencia, tenían generalmente un aspecto deprimido y un color pálido; en la expresión, no había nada de la consabida movilidad, vivacidad y alegría de la juventud”);

- las insalubres condiciones de altas temperaturas y pésima ventilación, junto con la dañina respiración del polvo desprendido de los hilados, que provocaba todo tipo de enfermedades respiratorias;

- la frecuente mutilación de miembros por accidentes de trabajo sin la menor responsabilidad de los fabricantes (Engels señala que en las calles de Manchester era frecuente ver circular a gran número de lisiados y mutilados, como si en dicha ciudad radicaran los veteranos de guerra del imperio británico; en el año de 1843, el hospital de Manchester reportó que dos de cada cinco desgracias que atendió fueron producidas por las máquinas);

- el embrutecimiento paulatino del trabajador industrial, cuyas funciones se han simplificado al grado de realizar una misma operación mecánica todo el día laboral o, en el mejor de los casos, meras tareas de vigilancia de la operación de la propia máquina (“el obrero industrial… tiene la profesión de fastidiarse todo el día desde los ocho años de edad en adelante…”);

- el terrible régimen al interior de la fábrica, establecido arbitrariamente por los patrones a través de reglamentos laborales infames que multaban a los obreros por cosas como descansar, sentarse, platicar, incluso sonreír, durante el proceso de trabajo (bajo el argumento empresarial de que semejante disciplina es “necesaria” para una producción industrial bien ordenada, Engels apunta que, en vez de que el fin justifique a los medios, con los reglamentos fabriles se trataba de que “la bajeza del medio justificase completamente la bajeza del fin”); y

- las extremas condiciones de explotación a que eran sometidas las costureras y modistas de Londres (durante la “estación elegante” –aproximadamente cuatro meses de glamour burgués-, los talleres de confección de sombreros y vestidos empleaban a multitud de jovencitas prácticamente sin horario fijo de trabajo, es decir, con jornadas de 19 a 21 horas sin descanso: “Su trabajo solamente termina cuando están en la positiva incapacidad física de sostener la aguja en la mano”).


El bill de las diez horas

     Mientras una guerra económica como la descrita hasta aquí se desarrolló entre las dos nuevas clases sociales del industrialismo, el “sistema de fábricas” fue el marco legal en que se expresó esa misma guerra en el plano de lo político. Ya desde 1817, el conocido fabricante de New Lanark (Escocia) y futuro fundador del socialismo inglés, Robert Owen, inició peticiones de garantías legales que protegiesen la salud de los obreros, particularmente de los niños obreros. El resultado de este esfuerzo de filantropía burguesa –apoyado, entre otros, por el político torie, sir Robert Peel, futuro primer ministro conservador en 1841- fueron las leyes sobre fábricas de 1818, 1825 y 1831, que tenían como trasfondo la lucha obrera por la disminución de horas de la jornada laboral. Por ejemplo, la ley de 1831 estableció que “en ninguna fábrica de algodón podrían trabajar de noche (…) jóvenes de menos de 21 años”, y que la máxima jornada para los menores de 18 años en todas las fábricas de cualquier rama industrial fuese de 12 horas (y 9 horas los sábados).

     Los tories (el partido de los aristócratas terratenientes) comenzaron a simpatizar con la causa obrera en virtud de la rivalidad creciente que estos conservadores tenían con los empresarios industriales (agrupados en el partido de los wighs liberales en el poder); de ahí que el sector más “humanitario” de los tories recogiese la demanda central de los obreros: “el bill de las diez horas” -dirigida a proteger a los menores de 18 años del país- y la llevase para su discusión al Parlamento en 1832. El resultado de esta iniciativa –después de un comité investigador fallido- fue la aprobación de un informe muy exhaustivo sobre el sistema de fábricas a cargo de una “comisión de burgueses de segura fe liberal”, auspiciada por el gobierno whig. El punto fue que ni siquiera ese informe de clara inclinación liberal pudo ocultar la cantidad de infamias empresariales contra el proletariado que aquí hemos reseñado. La consecuencia de este ejercicio legislativo fue la votación de la ley de fábricas de 1834 que, aunque todavía regateó el bill de las diez horas, “prohibió el trabajo de todos los niños menores de 9 años, limitó la jornada de trabajo de los niños entre los 9 y los 13 años a 48 horas semanales, y la de los muchachos entre los 14 y los 18 años, a 69 horas semanales”; fijó, además, un intervalo mínimo de una hora y media para comer y descansar –que antes no existía-, refrendó la prohibición del trabajo nocturno para los menores de 18 años y aprobó la designación de los médicos de fábrica. En suma, otro pequeño avance para la clase obrera inglesa…

     Pero la agitación por las diez horas no cesó sino que se incrementó cada vez más. En 1839, todavía bajo gobierno liberal, la oposición torie en la Cámara Baja volvió a llamar la atención sobre el sistema de fábricas, motivo por el cual fue llevado a la cárcel uno de los legisladores más populares: Robert Castler, un torie al que los trabajadores llamaban, sugerentemente, un “viejo buen rey”, un aristócrata valiente que recorría los barrios obreros para rechazar la ley de pobres de los whigs e impulsar el bill de las diez horas. Y no fue sino hasta 1841, toda vez que el partido conservador asumió un nuevo gobierno de mayoría encabezado por el ex owenista Robert Peel, que el ministerio del Interior propuso un nuevo bill que reducía a seis horas y media el trabajo de los niños menores de 9 años, y a doce horas la jornada para los jóvenes de 13 a 18 años. Pero como en el Parlamento había aumentado el número de los escaños obreros, una alianza legislativa entre éstos y el líder torie, lord Ashley, y el mismo Castler, logró aprobar para su discusión el proyecto de las diez horas que rebasaba la iniciativa gubernamental. Sin embargo, el gobierno de Peel amenazó con renunciar si la cámara votaba el bill obrero; así que los representantes tories prefirieron sacrificar la lucha proletaria que ver caído a su propio gobierno –como era de esperarse.


La rebelión obrera

     Quizá la parte más importante de La situación de la clase obrera en Inglaterra es aquella que se refiere a las distintas reacciones del proletariado en su lucha de sobrevivencia social, desde las respuestas más primitivas y aisladas hasta las formas legales más avanzadas y asociativas de defender su causa en todos los rincones de la nación. En el capítulo donde analiza las características del movimiento obrero, Engels vuelve a afirmar, ahora con todas sus letras, que “en las condiciones modernas, el obrero puede salvar su humanidad sólo con el odio y la rebelión contra la burguesía”. Para el autor, la falta de acceso a la mínima educación no impide a una clase social desarrollar su propia subjetividad, sólo que en lugar de adquirir una debida formación intelectual, el proletariado que nos ocupa se educó a través de las pasiones más fuertes y violentas, en parte debido a la guerra social desatada por la burguesía y en parte por la convivencia particular de los obreros ingleses con la “ardiente sangre irlandesa”. De modo que el punto de partida del movimiento obrero radicaba, para el joven Engels, en el dolor de aquella situación extrema vivida: un pathos compartido cada vez más por cientos de miles de trabajadores. Un romanticismo empírico tal vez, o acaso un realismo más moderno que incorporaba las grandes pasiones como parte de las fuerzas materiales de la sociedad; como quiera que sea, lo notable aquí es que se trató del primer intelectual que logró comprender –en el sentido sociológico de la expresión- a una clase oprimida, tanto en su miserable existencia como en las oprobiosas condiciones de explotación, tanto en sus profundos rencores sociales como en sus posibilidades morales, incluso estéticas, de situarse por encima de sí misma.

     Con esta perspectiva comprensiva, Engels distingue cuatro facetas o maneras de desarrollo de la ya considerable historia de medio siglo del movimiento obrero –facetas que no necesariamente fueron sucesivas en el tiempo:

     La primera faceta de la rebelión obrera se caracterizó por las múltiples manifestaciones individuales del robo y otros delitos afines. La delincuencia como la manera más grosera e instintiva de responder al castigo de la explotación y marginación de un capitalismo igualmente salvaje: “La miseria vencía su natural respeto por la propiedad… y robaba”. Esta interpretación proletaria del crimen es una verdadera contribución con perspectiva histórica que el liberalismo ha tratado de reducir al plano de las responsabilidades meramente individuales de los malhechores. Pero es totalmente cierto que, en virtud del aislamiento intrínseco de las fechorías, el robo resulta un “método” que no lleva a nada más que a la criminalización de la protesta, y cuya persecución es aún abiertamente aceptada y justificada por la mayoría de los habitantes. Por otro lado, un más alto grado de complejidad en la acción criminal se desvía claramente de la clase obrera, pues la delincuencia organizada se constituye también en una “industria” con fines capitalistas, es decir, con el propósito de hacer negocio y obtener ganancias, primeramente a costa de los propios capitalistas -después, el mercado del crimen tiende a extenderse a toda la sociedad. La falta de un desarrollo consistente del movimiento obrero –como en México- usualmente cancela las vías de la concientización del proletariado y provoca, en buena medida, que la rebelión del miserable se reencauce hacia un mayor nivel de organización y acción criminal, hacia una competencia de nuevo tipo entre burgueses, dotada de atroces manifestaciones de odio como el asesinato y el secuestro profesional en lugar de una lucha política que diese alta conciencia unitaria a los trabajadores.

     La segunda faceta fue también violenta, sólo que en ese caso la furia se desahogaba contra el capital invertido: las fábricas; en particular, la acción destructora se dirigió contra las máquinas –incluso contra sus inventores. Uno de los casos europeos más recientes que aporta Engels fue la rebelión de los tipógrafos alemanes de Bohemia en 1844, cuando las fábricas fueron demolidas y las nuevas máquinas destrozadas. Pero en realidad, la destrucción de las máquinas era una respuesta antiquísima de los trabajadores europeos desde comienzos del siglo XVIII –incluso antes, como lo documenta el prestigiado historiador inglés y marxista contemporáneo, Eric J. Hobsbawm, en su libro Trabajadores. Estudios de historia de la clase obrera (Ed. Crítica, Barcelona, 1979). En la mayoría de aquellos amotinamientos, atacar a las máquinas era una más de las medidas de presión que los trabajadores ejercían sobre los patrones para conseguir mejoras en sus condiciones laborales o de ingresos. Y muchas veces ese método probó su efectividad. Pero a medida que la modernización tecnológica se expandió por toda la Gran Bretaña, la diferencia de los nuevos motines contra las máquinas consistió en el rechazo -infructuoso por lo demás- a las implicaciones de la productividad; a saber: el despido automático de trabajadores y la disminución implícita del salario. Entre 1811 y 1816, se registró el mayor auge de los destructores de máquinas en el oeste industrial de Inglaterra, particularmente a través del movimiento de los ludistas (así llamados, al parecer, en memoria de su líder Ned Ludd), el cual fue aplastado a sangre y fuego por el ejército imperial. En general, esta forma de oposición tuvo buenos efectos locales, particularmente en lo que se refiere al control del mercado de los productos boicoteados con esas acciones, pero siempre de carácter efímero. Sin embargo, ya fueron expresión de un nivel de organización colectiva mayor.

     La tercera forma de lucha obrera se identificó con el trade-unionismo: un tipo de movimiento que comenzó a reproducirse a partir de la ley de 1824, aprobada en el Parlamento por la mayoría torie, que otorgaba a los obreros ingleses el derecho a la libre asociación. Las uniones laborales, que hasta entonces sólo podían actuar en la clandestinidad, comenzaron a extenderse abiertamente por toda Inglaterra. Los fines de estas asociaciones llamadas trades-unions eran: fijar el salario, pactar como fuerza unitaria frente a los patrones y sostener económicamente a los obreros sin trabajo, despedidos por la fábrica de donde surgía la unión, por medio de las cajas de ahorro. La estrategia trade-unionista significaba otro grado más avanzado de conciencia colectiva, pues estaba dirigida a anular lo más posible la competencia entre los trabajadores e impedir, por lo tanto, el descenso de los salarios a los mínimos absolutos. El recurso más fuerte de estas uniones fue el paro tipo turn out, que consistía en dejar de laborar y retirarse de la fábrica cuando los patrones hiciesen caso omiso de las peticiones de los delegados obreros nombrados en asamblea. Sin embargo, este medio legal era aún muy vulnerable, debido a la capacidad de los patrones para contratar a los odiados esquiroles (knobsticks) que sustituían a los trabajadores para no interrumpir así la producción; la otra debilidad de esta forma de lucha era que en épocas de crisis económica, la demanda laboral decrecía y los obreros tenían que aceptar salarios más bajos so pena de quedar desocupados. Entonces, la competencia entre obreros entraba como tromba y barría con los logros de las trades-unions. Por ello, escribe Engels, “La historia de estas uniones es una larga serie de derrotas obreras, interrumpidas por pocas victorias aisladas”. El alcance del tradeunionismo pocas veces fue duradero y difícilmente se estructuró por oficios o ramas industriales; tampoco este tipo de organización trascendíó el nivel local de un distrito. Sin embargo, gracias a este movimiento unionista, el obrero inglés atravesó por una escuela de solidaridad en donde, además, fue descubriendo su propio perfil de lucha pacífica –aunque no menos valiente que los trabajadores franceses, tan propensos a la insurrección política. Porque, en efecto, el proletariado inglés, a través de esta historia, en lugar de enfrentarse al gobierno, se enseñó a hacerlo directamente con la burguesía cultivando esa “calma decidida” que lo caracterizaría de ahí en adelante.

     El cuarto aspecto de la rebelión proletaria que exhibió Inglaterra fue ni más ni menos que el Cartismo: la forma más compacta de oposición obrera conocida hasta entonces. En 1835, un comité de todas las uniones y sociedades obreras redactó la “Carta del Pueblo” (People’s Carter), la cual contenía un pliego petitorio de seis puntos, todos dirigidos a modificar la legislación electoral de la Cámara Baja: 1) Derecho electoral para todo hombre adulto; 2) Renovación anual del Parlamento; 3) Pago de indemnización a los miembros del Parlamento, para que los que nada tengan también puedan ser electos; 4) Voto secreto; 5) Colegios electorales con igualdad representativa; y 6) Supresión de la elegibilidad elitista de sólo aquellos con 300 libras esterlinas de bienes estables. Con este programa, simplemente democrático, que buscaba dar al pueblo acceso a la discusión de las leyes que elaboraban exclusivamente los representantes de las clases acomodadas, el movimiento obrero fue capaz de aglutinar nacionalmente a la mayoría de las trades-unions locales, así como al sector más radical de la pequeño burguesía –exaltada por los malos años comerciales y decepcionada por el bill de reformas de 1833. De discurso vehemente y agresivo, durante los primeros años de movilizaciones y de multitudinarios mítines, el cartismo recibió insistentes llamados a la rebelión por parte de sectores no proletarios; pero también las luchas obreras por el bill de las diez horas y contra la nueva ley sobre los pobres estaban estrechamente vinculadas al cartismo. En 1839, la agitación llegó a un punto máximo, cuando los dirigentes obreros presentaron la Carta del Pueblo al Parlamento con 1,200,000 firmas de respaldo; el rechazo de la Carta provocó una rebelión precipitada y desmantelada en el norte de Inglaterra. Pero de nueva cuenta, en 1842, con el estallido de la crisis económica, el cartismo se unió a la lucha de los liberales contra la supresión de la ley proteccionista de granos a cambio de su apoyo en el Parlamento a favor de la segunda petición de la Carta del Pueblo –esta vez avalada por tres millones de firmas. La sede de la nueva rebelión fue Manchester y se extendió a todos los distritos industriales; el paro general fue aceptado también por los propietarios capitalistas que esperaban una gran agitación contra la ley de granos, pero –para su sorpresa- la demanda más sonada de los nuevos mítines fue: “salario justo por justa jornada de trabajo”. La ruptura de la alianza no se hizo esperar: la burguesía liberal comenzó a atacar al paro de ilegal y se puso del lado del gobierno conservador. La derrota del cartismo con esta huelga significó también el completo y definitivo alejamiento político del proletariado y la burguesía. A partir de esa crisis, el cartismo depuró su constitución como movimiento y su democracia se distinguió de las democracias meramente políticas de los partidos burgueses. El cartismo resultante fue, en palabras de Engels, “substancialmente, por su naturaleza, social”. En tanto movimiento, el cartismo fue el primer “partido político obrero”, es decir: el partido “en sentido amplio”, movilizado alrededor de un programa y una acción completamente característicos y coherentes entre sí. El modelo fascinó a Engels tanto que cinco décadas después él mismo se convertiría en el impulsor más entusiasta del gran partido socialdemócrata obrero en Alemania.

     Pero la clase obrera inglesa atravesaría por mil vicisitudes más, algunas de ellas muy diferentes a las que Marx y Engels imaginaron. El trade-unionismo, de autolimitada convicción economicista, se erigió en la ideología dominante del obrero inglés; el cartismo, por su parte, desapareció diez años después, no sin antes convocar, en 1848, a una gran manifestación en Kennington Common para retomar por tercera y última vez la petición de la Carta. Su lugar sería ocupado por el laborismo, un movimiento “obrero-burgués” cuyos sucesores, a comienzos del siglo XXI, terminarían respaldando la atroz ocupación militar norteamericana e inglesa en Irak.

     No obstante esos derroteros de la historia, La situación de la clase obrera en Inglaterra fue una obra pionera que guarda un lugar especial en el cuerpo meritorio del pensamiento socialista. Fue el primer estudio marxista, sin Marx; un valiente retrato sociológico del proletariado ya configurado históricamente en la Gran Bretaña de la primera mitad del siglo XIX; un precursor de varios capítulos de El Capital, la obra fundamental de Carlos Marx; pero ante todo, fue una crítica moral de la nueva sociedad capitalista desde una perspectiva de clase, alejada del sentimentalismo del buen burgués compadecido por la pobreza engendrada por su propio modo de producción, y asimismo alejada de los fríos estudios académicos posteriores que sobre el tema se producirían a puños en las universidades de prestigio de los países capitalistas desarrollados. Finalmente, el libro es el testimonio de un Engels sin Marx que comenzó a temprana edad su compromiso con la historia, abriendo círculos reflexivos que conducirían hacia el pensamiento comunista más influyente de los tiempos modernos… Otro Engels, también sin Marx, reaparecería al final del mismo siglo para cerrar los círculos que la muerte de su mejor amigo dejó pendientes.



Alejandro Rozado
Sociólogo, crítico de cine y psicoterapeuta.
Ciudad de México. Actualmente radica en Guadalajara.