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José María Pérez Gay

Contra la muerte:
Un ensayo sobre Elías Canetti


Este ensayo fue publicado previamente en
"Letra Impresa" en Agosto de 2010
 

    A principios de la década de 1980, Susan Sontag escribió en Bajo el signo de Saturno que ningún escritor había luchado tanto contra la muerte como Elías Canetti. La apreciación de Sontag dio en el blanco: la muerte es una obsesión central en el mundo canettiano. En el libro La conciencia de la palabra, Canetti enumera los temas de los diarios que nunca publicó: “Por último, el tema más obsesivo en mis diarios secretos es el tema de la muerte. La muerte que no puedo reconocer, aunque no la pueda rechazar. La muerte que debo buscar hasta el último resquicio, para destruir su persuasión, su falsa grandeza”. La rebelión radical contra la muerte tiene tanta importancia como la masa y el poder. En el discurso que pronunció con motivo de los cincuenta años de la muerte de Hermann Broch, Elías Canetti escribe que la muerte es el hecho primordial más antiguo y posiblemente el único: “Mientras exista la muerte, todo conjuro es una contradicción”. La muerte aparece siempre como una solución radical; sin embargo, su esclavitud es la esencia de toda esclavitud. La gran audacia de nuestras vidas consiste en odiar a la muerte. La rebelión contra la muerte es, para Canetti, la única justificación de su vida.

    A los 80 años de edad, Canetti escribió: “Toda muerte es odiosa; la de cualquier persona tanto como la nuestra. Ningún ser humano debió morir, todo deceso es un duelo. Nada más cruel que la muerte de otro, nada más increíble que la frase “ese hombre murió a tiempo”. Hacia 1960, Canetti escribió “Sólo puedo ser amigo de las personas que no quieren aceptar la muerte”. Por supuesto, Canetti arriesgaba todo su carácter y su orgullo para luchar contra la idea de que la muerte es una redención; en realidad, le aterraba llegar a convertirse con la edad en uno más de los que elogian el poder redentor de la muerte. Desde esa perspectiva, la muerte provoca la más profunda contradicción entre los hombres, los vivos y los muertos.

    “Nunca afirmar que alguien está señalado por la muerte”, afirma Canetti, “escribirlo sería un pecado”. El ímpetu que define el carácter sagrado de la vida corresponde, en sentido estricto, a la prohibición de insinuar su decadencia. La muerte no debe verse en la vida, y donde pueda aparezca el lenguaje debe rechazarla. Ese silencio marca la diferencia entre la vida y la muerte, allí dónde parece capaz de superarla. Canetti niega nuestra impotencia ante la muerte, no es, dice, algo inherente a la vida y, sobre todo, insiste en el poder de la sobrevivencia.

    El cristianiasmo es un retroceso ante la fe de los antiguos egipcios, dice Canetti, porque acepta la decadencia del cuerpo y, al imaginarse esta decadencia, lo vuelve despreciable. Después inventa el dogma de la resurrección de la carne como un consuelo trivial para sus creyentes. En realidad, el embalsamamiento es la verdadera gloria del muerto mientras no sea posible despertarlo de nuevo. Desde su juventud, Canetti rechaza la idea de la reencarnación de las religiones orientales. En La lengua salvada, recuerda que nunca fue, para él, una tentación la promesa de una vida después de la muerte. Refractario a la multiplicación de la muerte en la idea de la reencarnación, la promesa del antiguo Egipto y su religión de la muerte, sin embargo, la encuentra maravillosa, y hace una excepción cuando escribe: “Hace posiblemente 120 generaciones o más que vivo entre egipcios. ¿Desde entonces los he admirado?”

    “¿Por qué despierto tanto odio en los hombres cuando ataco a la muerte? ¿Están acaso encargados de su defensa? ¿Conocen también su propia naturaleza asesina que se sienten ellos mismos agredidos cuando ataco a la muerte?”

    Todo recuerdo de los muertos es un solapado intento de revivirlos; al parecer nos preocupamos más por revivirlos que por mantenerlos con vida. Canetti se empeñaba en ver a la literatura como una lucha implacable contra la muerte: el hecho supremo. Mientras exista la muerte, toda expresión será una protesta contra ella, “toda luz será fuego fatuo, pues a ella conduce. Mientras exista la muerte, nada hermoso será hermoso y nada bueno, bueno”. La brevedad de nuestras vidas nos convierte en malvados, y cada muerte nos vuelve más perversos. Si no existiera la muerte no conoceríamos el fracaso. Si no existiera la muerte intentaríamos reparar una y otra vez nuestras culpas y miserias. Por el contrario, desde muy temprano tenemos conciencia de nuestra condena a muerte, de su insoportable injusticia.

    En su obra de teatro Los emplazados la gente sabe cuándo va a morir. Canetti describió un mundo en el que cada individuo sabe la fecha de su muerte, sus nombres son las cifras correspondientes a ese plazo: el joven Diez o la vieja Noventa y cinco. Sin embargo, la persona que revele la fecha de su muerte será considerada un criminal. Todos llevan la fecha de su muerte en una cápsula que cuelga del pecho, las autoridades de la vigilancia, dirigidas por el capselan, controlan de modo tiránico el imperio de la libertad simulada.

    -—Cada zapatero miserable es, entre nosotros, un gran filósofo, porque él sabe cuándo va a morir. Puede dividir exactamente el tiempo de su vida—- dice un personaje de Los emplazados--, planear sus cosas sin miedo y estar seguro del espacio de su tiempo. Cualquiera está tan seguro de sus años como está seguro de sus piernas.

    El capselan es un sacerdote que administra la muerte. Y Canetti siente un gran desprecio por este personaje como siente un gran desprecio por todos los sacerdotes, los que no pueden recobrar a los muertos y, en su lugar, quieren consolidar sus iglesias con ayuda del miedo de los vivos. Muy pocos autores de nuestra época han investigado el tema inagotable de la fe y la religión tan profundamente como Elias Canetti lo hizo durante los últimos sesenta años. Y muy pocos repudiaron con tanta energía cualquier consuelo o transfiguración religiosa ante la muerte. Los antiguos dioses también murieron, y su desaparición transformó a la muerte en algo más arrogante. El secreto del Dios judeo cristiano radica en que, si bien no puede salvar a los hombres de la muerte, nadie puede darle muerte. Las religiones, nos dice Canetti, borraron las huellas del odio a la muerte. Se han transformado en religiones de lamentación como el cristianismo, que llora la pérdida de su redentor y sanciona la muerte. Se han transformado también en religiones de guerra como el islam, que ordena asesinar sin piedad.

    Ante la muerte masiva de la última guerra Dios es, para Canetti, también culpable. No le es difícil imaginar que un día se levanten las víctimas de sus fosas comunes, acusen al Dios único en todas las lenguas y le retiren su calidad de árbitro de la condición humana. Dios es un error que oculta su fallida creación.

    Y su creación es fallida porque Dios no nos impide asesinar: porque nuestras pulsiones asesinas son, quizá, inseparables de nuestra condición. Nuestra historia es la historia de los asesinos. Por esa razón Canetti odiaba a la historia, aunque nunca dejó de estudiarla. “Esta historia, que consiste sobre todo en crueldades diabólicas --¿Por qué la estudio yo que nada tengo que ver con sus crueldades? Torturar y matar, matar y torturar, siempre leo lo mismo de mil maneras, siempre leo lo mismo-- sin los números de los años, que se clavan como alfileres, las crueldades serían las mismas “. El eterno retorno de la barbarie: matamos con placer, matamos de preferencia en la masa y las jaurías, que viven sedientas de sangre. El asesinato dentro de las masas es irresistible, un sucedáneo del crimen perfecto. El linchamiento y las ejecuciones públicas han sido sólo los ejemplos más espectaculares de los asesinatos masivos. El asesino está al acecho dentro de nosotros mismos.

    Todos somos, nos dice Canetti, asesinos virtuales. Sin embargo, las guerras se hacen por su propia voluntad. Mientras no entendamos la dinámica de esa férrea voluntad nunca lograremos acabar con las guerras. El placer de asesinar durante una guerra es un placer estúpido y peligroso, un enemigo muerto no nos revela nada más que su muerte. En la guerra nos comportamos como si tuviéramos que vengar la muerte de todos nuestros antepasados.

    Matar es siempre asesinar —dice el novelista húngaro György Konrad. La moral social siempre tiene argumentos para obligar a los demás a matar o morir. Los que mataron a más individuos fueron los fundadores de imperios, después, los defensores del Estado, a continuación, los guerreros de luchas de liberación: los asesinos de derecho común ocupan el último lugar de la lista. Si sentimos miedo, recurrimos a la multiplicación de armamentos. Sienten miedo, dice Canetti, por esa razón se arman hasta los dientes: la guerra es en exceso humana. De la naturaleza de nuestra condición se desprende el hecho de que la muerte del hombre por el hombre nos emociona más que cualquier otro acontecimiento. Junto a la prohibición de matar, aparecen el deseo y la compulsión de infringir el tabú. Moisés trajo del Sinaí el madamiento de no matar, pero cuando vio que el pueblo adoraba al becerro de oro mandó exterminar a los idólatras.

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    La prohibición absoluta de matar a un ser humano debería ser el axioma de cualquier ética coherente, decía Hermann Broch. Elías Canetti recogió el axioma del novelista, porque sabía que ese tabú era el único principio sólido. A finales del siglo XX, los conceptos sociales (la defensa de la la patria, por ejemplo) están hechos de arcilla y pueden pasar por murallas, pero no son adecuados para cimientos. El auténtico protagonista de las luchas sociales es la víctima que, al morir, deja de ser un ente colectivo. Sólo la víctima sabe cómo son las cosas, los demás se embrutecen y se hunden en la locura. Los hombres astutos andan siempre en busca de pretextos morales para buscarle la vuelta a la prohibición de matar. La justificación moral del asesinato del déspota no modifica en absoluto el axioma brochiano “ nadie tiene derecho a matar a nadie, ni siquiera al tirano”.

    Si está prohibido matar a los otros, entonces la instancia más alta es la conciencia individual. Ni la Iglesia ni el Estado, ni el partido ni la empresa, ni la familia ni el grupo guerrillero pueden imponerse a ella. ¿Cómo proteger a los inocentes de los imbéciles contumaces? Hay que protegerse de los abusos del poder como uno se protege de los incendios y de las inundaciones. Tal prevención de la catástrofe, nos dice Canetti, es la antipolítica que, por su propia naturaleza, es lo que se opone a la violencia. Los civiles se resisten a la idea de que los hombres armados puedan matarlos. No pueden arrebatarles las armas, pero pueden arrebatarles la buena conciencia, la justificación íntima y convencer a los indecisos para que no se pongan al servicio de la violencia. Todos somos cómplices del asesino que nos habita, nos dice Elías Canetti, pero cabe la posibilidad de ir denunciando gradualmente tal complicidad. Podemos retirarnos del mundo de la violencia sin abandonar nuestra propia presencia en el mundo —si tenemos un poco de suerte.

    Todos llevamos dentro a un asesino: unas veces lleva la máscara del soldado de la libertad, otras, la del rey filósofo. Al monstruo le encantan las máscaras. “El humanista es aquel que tiene la opinión menos optimista posible de la humanidad”. Los hombres, dice György Konrad, son mayoritariamente estúpidos. No resulta, pues, asombroso que la mayoría de los que pueden provocar una guerra sean también estúpidos; y tales hombres no dejan de asegurar que se afanan por impedirla. En nombre del equilibrio del terror, de la carrera de la mutua disuasión, con ayuda de una retórica moralizante, vamos avanzando hacia nuestro sueño invernal y eterno”.

    Los guerreros disimulan su estupidez y la angustia que de ella nace mediante una falsa seguridad ideológica en la lucha. El nacionalsocialismo alemán es el mejor ejemplo de semejante incertidumbre interior, que la glorificación de la violencia disfraza de lucidez. Neoprimitivismo beligerante, sueño imperial, sumisión absoluta de los gobernados, ceguera de los ejecutantes; servilismo provinciano. El eterno consuelo de los canallas, decía Canetti, es que siempre pueden conseguir que las demás personas se conviertan en unos asesinos, porque en el fondo saben que la muerte es el último límite que nadie desea traspasar.

    Para Canetti casi todos los filósofos contemplan la muerte como si ella estuviese desde un principio en nuestras vidas. No soportan —escribe— ver a la muerte al final, sino que la convierten en la compañera íntima de nuestras vidas. Hacia 1927, Martin Heidegger vio en su obra Ser y Tiempo la vida del ser humano como un ser para la muerte, no entendió que le daba más poder a la muerte del que en realidad tenía. Los filósofos nos dicen que la vida es ir muriendo y, al afirmar la hegemonía de la muerte, le restan fuerza a la vida, el único tesoro que tenemos. De este modo evitan la única lucha que vale la pena, la lucha contra la muerte. Nuestros filósofos declaran sabiduría lo que es una rendición incondicional, nos convencen de nuestro propio temor. Los cristianos no lo hacen de un modo más inteligente. Ellos han envenenado la esencia misma de su fe, que nutría su fuerza de la superación de la muerte. Toda resurrección de Jesús en los evangelios sería, según ellos, irreal y absurda. ¿Muerte dónde está tu aguijón? ¿Sepulcro dónde está tu victoria? No hay ningún aguijón, nos dicen los filósofos cristianos, pues la muerte estuvo desde siempre allí, desde nuestro nacimiento. La muerte es, para ellos, el gemelo siamés de la vida.

    Los filósofos nos entregan a la muerte como si fuera una sangre invisible que corriera por nuestras venas, la sombra secreta de la verdadera que se renueva sin cesar para darnos la vida. Por ejemplo, la pulsión de muerte en Sigmund Freud no es sino un descendiente —afirma Canetti— de las doctrinas filosóficas más oscuras y antiguas, pero a su vez más peligrosa que ellas, porque se disfraza de términos biológicos, de concepción científica del mundo. Esta psicología, sin temple filosófico, vive de sus herencias más oscuras.

    Los estoicos contemporáneos superan la muerte por la muerte misma. La muerte, que ellos mismos se causan, no les puede hacer daño, por esa razón no le temen, como si se cortaran la cabeza —escribe Canetti— para no sentir la jaqueca. Por último, los filósofos del lenguaje, Wittgenstein por ejemplo, que relegan a la muerte al espacio etéreo de la metafísica. Sin embargo, aunque la muerte haya ingresado al mundo de la metafísica oficial, sigue siendo el hecho más antiguo: más incisivo que cualquier lenguaje.

    Cuando hablamos de la vida y de la muerte pasamos por alto el hecho de que la muerte no siempre fue vista como algo natural. Se ha convertido en algo natural durante los dos últimos milenios de nuestra historia --nos alerta Canetti--. Ahora sabemos que en la prehistoria la muerte no era algo natural, sino que en muchas culturas toda muerte significaba un asesinato.

    Canetti nos dice que existe un triunfo efímero sobre la muerte: el triunfo de la sobrevivencia. El descubrimiento del sobreviviente, y su moral infecciosa, es el más importante en Masa y poder. El triunfo y la sobrevivencia se confunden: estar vivo significa tener el éxito más elemental. Sin embargo, sólo después de una larga guerra sobrevivir trae consigo la sensación de ser un elegido de los dioses. Mientras los otros cayeron muertos, el sobreviviente está de pie, porque es más fuerte y tiene más vida.

    El instante de la sobrevivencia es el instante del poder. Las personas que entendieron mejor las estrategias de la sobrevivencia han sido las que tienen un lugar más seguro en la historia, vale decir: los poderosos. Los poderosos que envian a los enemigos a la muerte, los que odian a los otros sobrevivientes, los que logran mantener a la muerte a distancia, los que nunca pueden saciar su hambre de sobrevivencia. Ahora bien, no sólo los poderosos saben que sobrevivir es triunfar, sino también todo individuo que no haya muerto, toda persona que camine por un cementerio.

    Al terminar la Segunda Guerra Mundial, durante las celebraciones tumultuosas de la victoria en Inglaterra, Canetti vio aterrado que la sensación abrumadora del triunfo empezaba a invadir a todos los individuos. Si existiera una nueva moral, ella debería consistir en el rechazo del triunfo, en la demolición del orgullo de sobrevivir a los otros. Hermann Broch, el novelista austriaco más crítico y acerado, en su libro El delirio de las masas, argumentaba desde siempre que los aliados debían demoler esa sensación todopoderosa del triunfo como si fuese la primera y más importante tarea de la posguerra de las democracias occidentales. La tarea era casi imposible:

    “Lo único que uno no puede ni debe ser es un triunfador. Sin embargo, todos somos triunfadores desde el momento —escribe Canetti— en el que hemos sobrevivido a cualquier persona que conocimos bien. Triunfar es sobrevivir. ¿Cómo solucionar el dilema? El círculo cuadrado de la moral: ¿debemos seguir viviendo y no ser triunfadores?

    Si una nueva moral llegara a cancelar el orgullo de sobrevivir a los otros, la vida sería entonces una especie de santidad desesperada, porque nadie nos puede decir nada sobre el más allá ni, mucho menos, sobre la inmortalidad. Una vida demasiado larga encarnaría, sin duda, nuestro mayor deseo. Canetti ha imaginado entonces un mundo en el que los individuos tienen doscientos o trescientos años de edad. Sólo podemos esperar que una vida más larga nos vuelva mejores, porque su brevedad nos ha convertido en sobrevivientes. Acaso entonces desapareciera nuestra sed de venganza. Nadie ha pensado las consecuencias racionales de un mundo sin la presencia de la muerte. Nadie puede decirnos nada tampoco sobre lo que los individuos pensarían en un mundo sin la presencia de la muerte. Ante la rebelión actual contra la muerte, la santidad desesperada de la vida se encuentra ya entre nosotros: “Me he vuelto más tolerante con las personas que amo --anota Canetti. Las vigilo menos y les tolero más su libertad. A ellos hay que decirles: si se lanzan a la vida, hagan lo que mejor les parezca, pero no asesinen”. La nueva santidad de la vida encuentra en toda esta admiración dilapidada de Canetti, su expresión más inteligente.

    Hay en Canetti una devoción permanente por la brutal sencillez de los hechos: un don del estilo, de la inteligencia, de la moral. Su estilo posee una belleza lapidaria y una sobria claridad. Le debe a Stendhal esta profunda convicción: si toda persona pudiese verterse por escrito, llegaría a ser un escritor tan apasionado como insustituible y enamorado del placer de su propia transformación. Al interpretar la realidad literariamente, sin la ayuda de sistemas filosóficos o de teorías científicas, Canetti vuelve ilimitado el campo de nuestras diarias transformaciones. Al igual que Robert Musil, Canetti piensa que la literatura es una lucha contra la idea de que existen modos de vida estáticos que configuren un orden seguro y estable: la libertad de la imaginación.

    Algo nuevo llegó al mundo con Franz Kafka —dice Canetti— una sensación más exacta de su fragilidad, que no se finca en el odio, sino en el temor y respeto a la vida. La unión de estas certezas --fragilidad, amor y respeto-- es única e irrepetible. Ningún escritor nos ha redimido tanto de la venganza como Kafka, ningún escritor supo escapar al dominio de los otros: el orgullo de ser un sobreviviente.

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    Según una de las leyendas más antiguas en nuestra memoria colectiva, si somos capaces de contar historias a los enfermos podremos curarlos o, quizá, rescatarlos de la muerte. El poder curativo de una narración es ejemplar: un hombre mudo es inconcebible, la palabra nos revela el mundo y termina por revelarnos el verdadero enigma: nosotros mismos. Esta creencia fue precisamente el punto de partida de la autobiografía de Elías Canetti: “Durante la enfermedad de mi hermano Georges, el menor de nosotros decidí escribir para él la historia de nuestra infancia. Acaso el relato pudiese salvarlo de la enfermedad, así se lo dije meses antes de su muerte. Por desgracia, Georges ya no la pudo leer: la historia se llama La lengua salvada. Le dediqué el libro a mi hermano, porque sin él no existiría”.

    Desde la más temprana infancia, Canetti inventó historias. A los seis años de edad, el niño que había emigrado con sus padres de Rustschuk, Bulgaria, a Manchester, Inglaterra, el que luchaba por aprender inglés, un idioma distante y ajeno, pasó muchas horas conversando con los círculos oscuros y múltiples de los tapices de la pared, pues siempre se le figuraron personas que le preguntaban sobre muchas cosas. Por esos días, nunca se cansó de hablar con el mundo y la gente de los tapices.

    El 8 de octubre de 1912, Elías Canetti presenció la muerte de su padre, un suceso que cambiaría toda su vida. Jaques Canetti se derrumbó una mañana durante el desayuno, leyendo el periódico. Una hemorragia cerebral acabó con su vida a los treinta años. A partir de entonces Canetti nunca pudo aceptar la existencia de la muerte. Esa mañana su padre leía el “Manchester Guardian” y sus ocho columnas anunciaban la declaración de la guerra en los Balcanes.

    Unos cinco años después, en el camino a la escuela cantonal de la Ramistrasse, en Zürich, Elias Canetti inventa historias sobre la guerra, más exactamente, sobre la superación de la guerra. Historias extrañas para un niño: “los países que deseaban la guerra debían ser escarmentados, es decir, tenían que ser conquistados tantas veces como fuera necesario”, escribe Canetti, “para que finalmente desistieran de su empeño”. Lo que más llama la atención es que en esas batallas los muertos siempre resucitan, los soldados caídos vuelven a la vida. Pero no es nada fácil, hay luchas interminables, amargas, duras y cada vez más nuevos inventos y astucias inauditas. Sus dos hermanos, Nissim y Georges, se quedan estupefactos cuando todos los cadáveres, los de los malos incluso, resucitan en el campo de batalla. “Las historias giraban alrededor de este final”, recuerda Canetti, “y más allá de las prolongadas semanas llenas de aventuras y batallas, el triunfo y la gloria, la auténtica gratificación del narrador, era el momento en que todos los muertos, sin excepción, se levantaban y retomaban sus vidas”. La historia de sus batallas no es sino una superación de la muerte.

    En el país de la infancia, la tarea más importante es combatir al imperio de la muerte. Lo que aquí es todavía el producto de una imaginación infantil y desaforada, se convierte después en Junius Brutus, la primera obra de teatro de Canetti escrita a los catorce años de edad. El joven autor cuenta un episodio de la Historia de la República de Roma de Tito Livio, una suerte de apoteosis de la madre, que lucha por defender la vida de sus hijos. Junius Brutus fue el primer cónsul de la República romana. Un hombre tan rígido y perturbado, que condenó a muerte y ejecutó a sus propios hijos por haber conspirado contra Roma. Canetti estaba convencido de que su padre, en lugar de Brutus, habría perdonado a sus hijos. Y sin embargo, el abuelo Elías había sido capaz de maldecir a su hijo, porque abandonaba su casa y partía rumbo a Inglaterra. “En los años siguientes, yo fui testigo de cómo el abuelo no había logrado reponerse de aquella maldición, una maldición que mi madre le reprochó amargamente. En Livio no había mucho sobre el tema, sólo un pequeño trozo. Le inventé una mujer a Brutus”, recuerda Canetti, “que lucha contra él por la vida de sus hijos; pero no consigue nada. Sus hijos son ejecutados y ella, en su desesperación, se arroja al Tiber desde un peñasco. El drama termina con la apoteosis de la madre. Las últimas palabras --en boca de Brutus, que se entera de su muerte-- son: “¡Maldito el padre que asesina a sus propios hijos!”.

    Junius Brutus era un doble homenaje a su madre. Canetti llegó a pensar que ella sanaría de júbilo al leer la obra, porque su enfermedad era un misterio, los médicos no sabían sus causas. En cuanto al segundo homenaje, Canetti no fue consciente de su existencia: la última frase de Junius Brutus era una condena de su abuelo, que según buena parte de la familia y sobre todo de su madre, había matado a su hijo Jaques con una maldición. En esta obra incompleta, escrita en versos yámbicos que recuerdan la métrica de Friederich Schiller, estaba ya presente el impulso que dominará toda la autobiografía: en un extremo la salvación física y privada de una persona querida; en el otro, la transformación de un individuo en personaje literario.

    El lector de los tres volúmenes de la autobiografía de Canetti: La lengua salvada, La antorcha al oído y El juego de los ojos, se convierte en el testigo de una metamorfosis: el niño que cuenta historias desaforadas adquiere poco a poco los rasgos de un escritor, cuya imaginación se propone desde un principio salvar al mundo en sus textos. Como en la tradición de las mejores autobiografías, por ejemplo Poesía y verdad de Goethe, la narración de decir, describe la trayectoria de un escritor con todo detalle, y nos transmite su idea de la literatura.

    Los límites de su lenguaje fueron, como quería Ludwig Wittgenstein en su Tractatus Logicus-Philosophicus, los límites de su mundo. Un mundo con cuatro puntos cardinales: el ladino de sus abuelos, los judíos sefarditas; el búlgaro de Rustschuk, la ciudad donde nació; el inglés que aprendió en Manchester y el alemán, el idioma secreto, que Canetti aprendió dos años después de la muerte del padre. Entre burlas y castigos, la madre le enseñó su idioma materno que, desde entonces, se convirtió en su idioma de escritura. Hacia 1993, al final de su vida, Elias Canetti escribió hablando de sí mismo: “En ninguna otra lengua lee tan a gusto. Todas las obras que amó en las otras cuatro lenguas las lee ahora en alemán. Desde que siente que la lengua lo abandonará muy pronto, se aferra todavía más a ella y deja de lado las otras. ¿Es ésta lengua materna la que hablamos en el momento de la muerte?” Es muy importante el idioma en que un hombre muere. Elias Canetti murió en alemán.

    Elias Canetti escribió en alemán. Su madre le enseñó en poco tiempo esa lengua materna. “Precisamente porque soy judío, el alemán será el idioma de mi espíritu. Lo que sobreviva de esta Alemania devastada, lo cuidaré, como judío, en mí mismo. Su destino es también el mío; pero represento además la parte de una herencia universal. Quiero devolverle al idioma alemán lo que le debo. Quiero contribuir a que haya algo que agradecerle”. Hacia 1960, al terminar Masa y poder, escribió: “A veces lamento que mi espíritu no se haya vestido a la inglesa. Aquí he vivido veintidós años. Sin duda he escuchado a muchos que me han hablado en el idioma del país, pero nunca los he escuchado como escritores, sino que me he limitado a entenderlos. Mi propia desesperación, mi asombro y mi vehemencia no han utilizado jamás sus palabras; todo lo que yo sentía, pensaba y tenía que decir se me daba en palabras alemanas. Cuando me preguntaron el porqué de todo esto, yo esgrimía razones convincentes: el orgullo era la más importante, en la que yo mismo creía”.

    Los constantes cambios de domicilio y de escuela hicieron imposible amistades duraderas. El método pedagógico de la madre era su impaciencia, la necesidad urgente de convertir al hijo en un interlocutor a su altura. El joven se aferró a su madre; los mutuos celos volvieron un infierno la convivencia: una lucha destructiva de voluntades. Después de la muerte del jefe de la familia, Elias Canetti se imaginó el protector absoluto de su madre, se opuso a toda clase de relaciones sociales, acosó a sus pretendientes con escenas de celos y acabó con sus planes de contraer matrimonio. La madre de Canetti, una mujer inteligente y culta, se propuso hacer al hijo a su imagen y semejanza; le dio una educación ejemplar, lo convirtió en un tiránico sabelotodo, cuya obsesión por destacar le valió el desprecio de sus compañeros en la escuela.

    Desde muy temprano Canetti descubrió el mundo de la cultura, cuya obra consistía, entre otras cosas, en salvaguardar la literatura. Elías Canetti y su madre leyeron juntos dramas, novelas, ensayos, crónicas, comentaron y discutieron los libros leídos. Se convirtió en un lector insaciable. El mundo se transformó en un libro: en una interminable promesa de lecturas. Por la lectura, Madre e hijo tomaron posesión de su parte del mundo; el hijo obtuvo su independencia. Pero su madre volvió sacudirlo: le impidió convertirse en un ratón de biblioteca, le hizo ver el mundo de los conflictos sociales de su época. Canetti abandonó contra su voluntad el internado de Zürich y cursó los últimos años del bachillerato en Frankfurt, donde tuvo que vivir los años oscuros de la inflación alemana:

    “Ella misma tenía una profunda necesidad de hablar alemán conmigo, pues era el idioma de su intimidad. La separación más terrible de su vida, la pérdida de mi padre, su interlocutor, se tradujo dolorosamente en que sus queridas conversaciones en alemán en enmudecieron con él. Era éste el idioma confidencial de su matrimonio. Se sentía perdida sin él y trató de colocarme en su lugar tan pronto como pudo. Había puesto muchas esperanzas en esto, y toleró muy mal que yo amenazara con fracasar al principio de su empresa. Así me obligó en poquísimo tiempo a lograr algo que superaba la resistencia normal de cualquier niño, y su éxito ha fijado la naturaleza profunda de mi alemán: fue una tardía lengua materna, inculcada a base de auténticos sufrimientos”.

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    En la primera parte de La lengua salvada asistimos a la creación y la muerte de un vínculo: el de la madre y el hijo; como si quisiera desafiar todas las interpretaciones psicoanáliticas, Canetti nos hace ver que, más allá del conflicto edípico, sin su madre, sin su orgullo y su impaciente inteligencia, nunca hubiese escrito la autobiografía. Detrás de las ilusiones del joven Canetti se esconde el intento utópico de imaginar que la vida y la obra son inseparables; aunque esa unidad sólo tenga lugar —Elias Canetti lo sabía— no en la vida, sino en la escritura:

    Sigmund Freud debe su enorme reconocimiento no a sus hipótesis científicas, sino a las magistrales narraciones de sus casos, a las ficciones del Yo y sus patologías. Canetti nunca despreció a Freud, su presencia era demasiado hegemónica como para desconocerla, más bien se limitó a comentar críticamente los contenidos de sus historias, sus pretensiones absolutas de verdad. En primer lugar, de un modo espontáneo, en su novela Auto de fe y en los primeros Dramas; luego hizo una crítica más consistente en sus Apuntes sueltos y en Masa y poder. En La lengua salvada Canetti refiere no la historia de la infancia universal, como Freud resumía la teoría psicoanálitica, sino la historia de una infancia irrepetible. No creo que la noción psicológica conocida como “complejo de Edipo” pueda ser aplicable al vínculo de Canetti con su madre; no es el deseo de regresar a la madre sino la imposibilidad de salir de ella lo que, a mi parecer, define a Canetti. En todo momento el niño conserva su voz en la autobiografía. El viejo Canetti es una suerte de arqueólogo y taquígrafo no sólo de sus propias transformaciones, sino de las del mundo que toma forma en esas páginas. Sin embargo, el verdadero protagonista de la autobiografía es el lenguaje.

    Marcel Reich-Ranicki, uno de los críticos literarios más acreditados de Alemania, apuntaba que la autobiografía de Canetti adolecía de esa humilde dosis de “dudas sobre uno mismo”, y menospreciaba “la dignidad majestuosa del narrador, a quien le falta el valor para la irreverencia, la desvergüenza y la provocación”. Esa crítica desconfiaba de la prosa impecable de Canetti, ese lenguaje directo y sin afectaciones, que sin gran esfuerzo lograba superar los resentimientos del pasado y rescatar la lengua de su infancia, que le permitió habitar para siempre en la literatura.



José María Pérez Gay
Ciudad de México. 1944.
Licenciado en Ciencias y Técnicas de la Información por la Universidad Iberoamericana y doctor en Sociología por la Universidad Libre de Berlín. Fue director del cultural canal 22 de televisión. Además de escritor, traductor.
Forma parte de su obra la novelas La difícil costumbre de estar lejos y Tu nombre es el silencio; y el ensayo El imperio perdido o las claves del siglo.
Fue embajador de México en Portugal (2001-2003).