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María Fernanda Iñiguez Romero

Dos poemas


Madre


Vaciaste sobre mi el verde-hoja de tu mirada,
mirada volátil, ingenua, tan grande.
Un jueves de Julio en el que llovía,
me pariste sin gritos ni ahogamientos;
tu primogénita cargaba el llanto del cielo a cuestas, nací triste.
Te esmeraste y quisiste que por siempre recordara tu voz,
el sonido-melodía y la paz de tus brazos blancos y pintados de lunares brillantes.
Me planté en el mundo, me volqué en tu vestido,
jugué con tu perfume; estuvimos tan cerca desde siempre.
Fuiste la segunda palabra después de agua,
la primera imagen guardada, la fotografía en el bunker de mi pecho.
Regresaste como recuerdo ahora que llueve madre,
ahora que estamos juntas, que reímos tan cerca,
que compartimos el alquitrán, el cine, la memoria.
Cuando llueve en Julio, quiero decirte bajito: Te quiero.


***



Cenzontle

A un corazón de papel maché


Detrás de los párpados llora en silencio,
pequeñas hormigas anidan pavorosas esperando ser lloradas,
como cuando alguien espera en silencio la palabra del otro,
como si el amor se rasgara en mendrugos.
El cenzontle canta despacio,
se queja de la angina de pecho que lo está lapidando.
Lleva entre las alas un corazón de vidrio soplado y un mensaje imaginativo hacia la mujer que lo encadenó a un árbol y lo hizo esclavo de un canto irreverente.
Algo llevan las nubes que de sangre se torna la lluvia,
es la muerte que viene a darle la ceguera a ésta ave desolada,
es el monstruo abnegado que lo viene a sacrificar.
Aguardan los corazones silenciosos,
renegridos de flemas neumónicas, enfisemitas.
Ellos no mueren, respiran aunque eso signifique agrietarse por dentro.
Lentamente todo se convierte en un diluvio carmín,
el cenzontle flota de entre la marea,
esconde perturbado su par de corazones,
los mismos que alguna vez apostó,
los mismos que alguna le estorbaron y abandonó. Pero ahí están, inmóviles pero vivos, vergonzosamente vivos, vigorosos, listos para la vigía y ser elegidos e iluminados.
El cenzontle bronco aspira coágulos y emite un par de sonidos que se disipan entre los árboles dolientes.
Aquellos que sobreviven comienzan a matizarse de nuevo,
a recordar el color vivo de los huesos, de los músculos y las arterias enardecidas y entonces, solo entonces navegan y bailan entre el arroyo salado, en busca de un nuevo huésped, de un par de párpados que les sirvan para enmudecerse, para rescindirse en la mar volcánica y así remembrar lo desmembrado.



María Fernanda Iñiguez Romero
Guadalajara, México.