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Raúl Fierros

El mantón bordado


 "¿Dónde carajos te metes, estúpido?", esa era la señal: David tenía que acudir de inmediato. Obedecía en silencio. Las fauces de la vieja, que sólo sabía maldecir, articulaban improperios, órdenes y arbitrariedades. Padre jamás conoció; de la madre, ¡mejor ni hablar! David quedó a cargo de su abuela. Desaliñada y pestilente, descargaba su frustración sobre la menuda anatomía del niño. La casa, casi desnuda de mobiliario, ostentaba algunos cachivaches viejos que el muchacho limpiaba a diario según las exigencias de la anciana. Entre aquellos trebejos, que pudieran sugerir una opulencia otrora en auge, se encontraba, apoyada en el piso, una tira de mantón delicadamente trabajada: escenas cotidianas; la vida rural de un México porfiriano en dibujos bordados con hilo de oro, finísima seda, crin de caballo y cabello humano en tonos diversos. Un trabajo suculento que la vieja guardaba celosamente como último bastión de la alcurnia.

 Ese día David acarreaba el agua para limpiar los pisos. La abuela en un cuarto se daba a la tarea de "hacer arte" (por lo menos eso le hizo creer su propia ingenuidad cuando tuvo la mala idea de tomar un pincel) copiando fuentes con frutas de plástico. El estruendo la sobresaltó; dejó la paleta y asomó a la estancia:

 ¡Pero imbécil…! ¿Qué hiciste…?

 ¡Me resbalé, abuela! Se dolía el niño.

 ¡Seca rápido, idiota! Rugió furiosa y asustada al mirar cómo el agua sucia amenazaba el mantón bordado, ¡el gobelino en que tanto trabajó la madre de su madre!

 El incidente no paso a mayores, pero el tobillo de David se inflamó haciéndole cojear mientras se escudaba de una sarta de manotazos.

 ¡Apúrate, animal!

 Me duele el pie.

 Te lo mereces por bruto. ¿Te dije mil veces que cuelgues el gobelino y sales con tus chillidos de niña: "¡está pesado!" ¡Maricón… habías de ponerte enaguas!

 David calló; pero no pudo evitar derramar el llanto. Sabía que aquel mantón representaba la joya más preciada para su abuela, que ella habría preferido sacarle los ojos antes que perderlo o verlo maltrecho.

 Como era habitual, la mujer salía por las tardes y no regresaba hasta ya entrada la noche. David quedaba en casa encerrado bajo llave. No perdía la esperanza y se esmeraba en ganar el reconocimiento de su abuela; quizá cambiaría si él pudiera poner más empeño en las labores.

 Fue así que la mujer, volviendo más ruinosa y ebria que de costumbre, se encontró con el famoso gobelino montado en un muro de la estancia. Se acerco trastabillando. Contemplaba complacida la tira de mantón que pendía desnivelada en la pared. Gratamente sorprendida, la acarició con deleite; con auténtica añoranza, hasta que reparó en los remaches: "¡Mira nada más los clavos que puso este bruto…!" Subiéndose en una silla intentó restaurar el daño y nivelar el cuadro. Pero los clavos, torcidos a fuerza de golpes, no soportaron el ajetreo, y el pesado marco se desprendió del muro golpeando el rostro de la vieja con una de sus aguzadas esquinas; ésta rodó cayendo con un grito desde lo alto de la silla. Sin auxilio alguno y sangrando copiosamente, la mujer sufrió una lenta agonía.

 David dormía a profundidad satisfecho por el deber cumplido, aún más allá de sus manecitas lastimadas por el martillo.



Raúl Fierros
Guadalajara, México.
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