Hospital
Arlette Luévano



 Las sábanas del hospital no son blancas. En sus fibras se componen delgados túneles con nubes rojas y oscuras piedras bajo una luz verde mantis. Son túneles intransitables de esponjas secas.

 Son así porque las sábanas de hospital deben custodiarte, preservarte adherido a la cama. Ninguna enfermedad logra mantener a nadie postrado tanto tiempo como las sábanas. Ellas succionan la piel, platican de tú con las células aturdidas por la enfermedad y las pierden en sus laberintos.

 Todo en el hospital conspira para que las sábanas no revelen su color.

 El aroma no es el de un antiséptico, es una fórmula hecha para confundir tus sentidos. En cuanto entras al hospital ya no percibes las cosas como son, te confunde ese olor que penetra como bisturí, en cortes constantes e indoloros.

 El mosaico de los pasillos no es un mosaico ordinario. Cada paso está calculado para que resuene en una melodía que se convierte en el ritmo al que se ajusta tu corazón. Así, baja la regularidad de sus palpitaciones, tus funciones vitales se alentan, estás preparado para lo hipnosis.

 Y la voz de los doctores. Años tardan en aprender el arte de hablar como lo hacen. No puedes saber qué es lo que te dicen, porque no te dicen nada. Su voz va directo al subconsciente para confundirlo, no dejar que te advierta, no dejar que te grite que ahí corres peligro.

 Los enfermeros hablan de diagnósticos, prescripciones, dispensaciones, administración, en una cantaleta febril, adormecedora.

 La luz no entra al hospital. El sol develaría los secretos que ahí se ocultan. Los hospitales no sobreviven a la luz del sol. Por eso crean una fluorescencia propia. Ese resplandor desalmado, soberbio y amarillo emprende la guerra contra cualquier sombra. Implacable, maquilla pisos, muros, techos, muebles, enfermos, visitantes. Todo luce pálido en el hospital, todos nos vemos graves nada más entrar en contacto con esa irradiación.

 Por eso creí que la luz era la que hacía parecer blancas las sábanas. Pero la conspiración es total. A nadie conviene que te enteres de su verdadero color.

 El tiempo se detiene. Los relojes son sólo un dibujo en la pared. No hay noche que pueda contra el brillo ensordecedor, contra la sinfonía moldeada en tu contra, no hay párpado lo suficientemente fuerte, no hay sentido que no se extravíe.

 Aquí la comida no huele, no sabe, no es comida. Traen una charola con varios envoltorios plásticos. Es la hora de comer te dicen, pero en realidad es una orden contra la cual no hay negación posible. Y masticas y tragas y sólo sientes cómo una masa gelatinosa cae en tu estómago. Más engaño.

 No se tolera, no importa cuánto me duela la herida, no me importa andar desnudo, cansado, desvalido; no se toleran las sábanas que te sujetan, ingrávido, contra tu voluntad y te absorben en su poderío de estrellas oscuras, agujeros negros en los que te desplomas y no sabes salir, no puedes.

 No lo tolero. Sácame de aquí.

 Eso que meten en mis venas, me quita la fuerza para apartar las sábanas. Eso que me dan a tomar, lo que me inyectan, me obliga a dormir sin soñar. La vida se me va en dormir, ayuda, mi cuerpo se pierde entre las sábanas.



Arlette Luévano.
Aguascalientes, Ags., 1976.
Estudió la Maestría en Derecho Constitucional y Amparo en la Universidad Iberoamericana. Desde 1997 dirige el suplemento cultural ANANKE. Actualmente es miembro del comité editorial de la revista Parteaguas. Con el libro Casa en ruinas obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 2006.