renglones torcidos       


Pac man
Cástulo Aceves Orozco


"...la calle se había transformado en un rompecabezas de penumbra
al que le faltaban varias piezas, y una de esas piezas, era yo mismo."

Roberto Bolaño, Los detectives salvajes


          Quiere huir, alejarse lo más rápido que puede. Hace unos segundos la puerta del antro le había mostrado oscuridad, luces fosforescentes dentro. Recuerda la cara de los hombres a la entrada, uno a cada lado, la sonrisa de uno de ellos (dientes muy blancos, labios oscuros y gruesos), ¿Vas a entrar? Él, callado, miró al suelo y se siguió de largo. Hoy no se siente con ánimos de bailar, pero aún es temprano.

          El cielo esta gris, nublado, pronto llegará la noche y no habrá estrellas. Camina a grandes zancadas, mirando al piso. A esa hora, en esa parte de la ciudad, las banquetas se llenan de todos los que salen del trabajo. Hombres y mujeres vestidos de oscuro: sacos, corbatas, portafolios. Demasiadas oficinas, demasiados centros de negocios. Las calles son una sucesión de edificios y puertas de cristal.

          Billy Mitchell es delgado, de piel rojiza como el barro, ojos sin reflejo y negros. Tiene el cabello chino, largo, por sobre la cabeza, parecido a un casco. Usa un bigote grueso y cerrado, un par de triángulos isósceles que parten de la base de la nariz hasta el inicio de la barbilla. Va vestido con un pantalón amarillo, playera blanca y una chamarra marrón. Un punto brillante entre personas grises. Escucha sus susurros al pasar, cree estar seguro que hablan de él. Camina derecho, por en medio de la amplia banqueta, las manos en los bolsillos, como siguiendo una línea en el suelo, una trayectoria punteada en los adoquines. Así anda por dos o tres cuadras.

          Al llegar a una esquina ve un accidente. Los policías ya tienen un cerco para los curiosos. Una ambulancia ilumina la cada vez más oscura calle con intermitentes de rojo. Se acerca al tumulto y se ubica delante de las personas, en donde observa claramente la escena: Un auto estrellado de frente contra un camión, desviado del carril, como si hubiera querido salirse del camino. Agentes, testigos, todos hablan al mismo tiempo y sin prestar atención a un cuerpo tirado junto al auto, cubierto con una sábana blanca que muestra manchas sanguinolentas a la altura del rostro.

          Un hombre observa todo y toma apuntes en una libreta. Viste de gabardina y sombrero púrpuras, una camisa morada y pantalón negro. ¡A este hombre lo mataron!, dice el detective casi gritando, como si quisiera que todos se enteraran. Revisaré los hechos: hace veinticinco minutos la víctima que ahora llamaremos Sr. Cadáver manejaba en compañía de su esposa que ahora es Sra. Viuda; hace veintitrés dio vuelta por esta calle como lo hace cada semana para ir al club; en la esquina esperaban, según testigos, cuatro mujeres cargadas de bolsas de papel; cada una de ellas sacó una escopeta recortada y dio dos tiros; uno dio en la cabeza de Sr. Cadáver, otro en el hombro de Sra. Viuda, dos atravesaron el auto y dieron en la vitrina cruzando la calle, tres balas están en la puerta izquierda, una última en la llanta. Camina alrededor del auto estrellado, dando giros amplios para que la gabardina vuele con el movimiento. Hace veintidós minutos el auto perdió el control y se estrelló, mientras, las homicidas huían en distintas direcciones. La policía llegó a la escena hace dieciocho, yo hace doce. Diez antes de la hora actual el Sr. Cadáver fue declarado oficialmente muerto y hace dos minutos terminé de resolver el caso.

          Sus compañeros parecen ignorarlo con bastante esfuerzo, los curiosos pasan la mirada del muerto al detective al auto y de nuevo al cuerpo en el pavimento. El hombre de la gabardina púrpura se mantiene en su lugar, mirando al suelo y en actitud de quien espera un aplauso. Nadie hace un sonido. Después levanta la cara, ¡Usted!, dice hacia la multitud, ¡Si, usted!. Avanza hacia las personas que se mantienen a raya por el cordón policiaco. Billy se pone nervioso, el detective hace un gran arco recorriendo todo el espacio ocupado por la gente, como intentando alargar el suspenso. El joven empieza a avanzar hacia atrás, saliendo de grupo compacto de personas. Corre hacia la derecha, siguiendo la calle perpendicular a aquella por la que andaba antes de ver el accidente. Cree oír que alguien dice: deténganlo, deténganlo. No espera a ver por quién gritan.

          De nuevo con la cabeza gacha, Billy sigue chocando con hombros y personas. A medida que atardece, el ambiente se vuelve ocre, las nubes en el cielo toman una coloración de arena y los faros callejeros que empiezan a encenderse complementan esa tonalidad amarilla del aire. Él no quiere voltear atrás, a los murmullos y al auto destrozado con el señor Cadáver y la señora Viuda. Andando de esta forma llega a las puertas de un cine. Se detiene. Las personas siguen su camino, como manchas grises que se deshacen mientras él se queda contemplando el título: “Vacaciones privadas”. Se acerca a mirar los carteles, esquivando a la gente como un gato que atraviesa una avenida de alta velocidad. Las aventuras de un joven virgen e inocente en un hotel donde se celebra la convención de ninfomanías anual. Clasificación C. Las imágenes muestran a un sujeto delgado y de lentes, vestido con camisa a cuadros y pantalón de pana, en medio de mujeres voluptuosas cubiertas por toallas, macetas e inclusive una de ellas tapándose solamente con un extinguidor.

          ¿Te gusta ver senos o prefieres panochas? Billy escucha una voz muy aguda, voltea hacia abajo. Una niña pequeña, de cinco o seis años, cabello negro y piel muy blanca. Los ojos rodeados de chinas y largas pestañas, pupilas claras. Tiene un vestido color verde bandera, de una pieza, falda de olanes con encaje. Juega con un Gamegear que le ilumina el rostro de colores brillantes. Ella no despega los ojos de su juego, No tienes cara de que te gusten pechugonas. Él se queda paralizado oyendo a la niña que está de pie junto al cartel. ¿Eres mudo pendejo? No, dice Billy casi sin voz, pero, ¿Qué...?, ¿Cómo...?, ¿Estás perdida?, ¿Dónde está tu mamá? La niña sigue sin despegar la mirada de su videojuego, ¿Tengo cara de estar perdida?, luego agrega con un tono de cómplice, Haaaaa, ¿te gustan lolitas hijo de tu chingada?.

          Billy alza el rostro buscando desesperadamente a una madre, un padre, un hermano, tío o niñera que pueda hacerse cargo de ella. Alguien que le enseñe a no hablar majaderías, piensa el joven, alguien que se la lleve de aquí. La niña, sin dejar de mirar la pantalla de su videojuego, da dos pasos hacia el muchacho, levanta los brazos y pone el Gamegear justo debajo del miembro, presionándolo por encima del pantalón. Billy palidece, ve el rostro inexpresivo de la niña surcado de los colores brillantes de la pequeña pantalla. Siente una erección. La niña comienza a reírse sin cambiar en nada su postura. El joven siente un deseo de correr hacia delante, de arrojarla con todo y la maldita máquina. No se atreve, en vez de eso salta hacia atrás y choca inevitablemente con los hombres de gris que siguen en movimiento. Aun oye las risas cuando decide correr en dirección contraria, esquivando a la multitud.

          El color del cielo va volviéndose rojo, después morado y por último negro. Las luces neón, además de los focos del alumbrado público, comienzan a llenar el pavimento de sombras. Billy camina varias cuadras con la cabeza gacha, siente que lo siguen. Se abre paso entre cuerpos que no mira pero que intuye apretados sobre la banqueta, en movimiento constante. En alguna esquina se detiene, voltea hacia los lados y toma aire antes de mirar hacia su espalda, esperando encontrar a la niña o el detective.

          Sigue atravesando calles, cuadras llenas de colores, luces amarillas, personas como sombras gritando y bebiendo, hablando o huyendo. Tres manzanas después ve un bar en la esquina, lo atrae la aparente tranquilidad que se respira dentro, a juzgar por la quietud en los rostros a través de las ventanas. Cuando Billy cruza la puerta, el olor a pino le llena la boca. Una pianista toca en el rincón, hay pocas mesas (ocupadas todas) y una gran barra donde la gente toma de pie. Pide una cerveza, paga en el acto y se queda quieto, bebiendo, tratando de recobrar la serenidad y mirando alrededor.

          ¿Tienes un cigarro?, le pregunta una mujer que se acerca. Billy voltea a mirar a la joven. Morena, delgada, vestida con pantalones y chamarra de mezclilla, blusa negra de tirantes. No encuentra nada anormal en ella excepto su cabello, un negro que da unos extraños brillos azules, apenas distinguibles, que combinan perfectamente con el maquillaje de los ojos. ¿Un cigarrillo? insiste ella, No, lo siento, contesta él. Indeciso a hablarle, regresa la mirada a las personas en las mesas, al vacío, no tiene interés en conocer a una mujer en ese momento. Ella sonríe, como enternecida por ese gesto de timidez.

          Estás sudando, le dice la joven de azul, ¿Tienes calor?, ¿Estás enfermo?. No, contesta él en seco, Es solo que he corrido mucho. Pobre, le dice ella mientras con la mano le seca una gota que recorría la mejilla, ¿Te espera alguien?, ¿Por qué corrías?. No, agrega Billy mirándola, No me esperaba nadie, pero..., bueno, no, no me esperaban. ¿Entonces? interroga ella. Él tiene ganas de contestar que huye, Nada, solamente tenía prisa, termina él. Salud, le dice entonces la chica, Salud, responde.

          Conversan unos minutos, Billy siente en la mirada de ella, en su plática y su cuerpo, algo que pesa, algo que de alguna forma cosquillea en el ambiente. Después de terminar su segunda cerveza ella le sugiere ir a bailar. La música del piano invita a un baile abrazados, dejándose palpitar con el ritmo, así lo hacen. A él le gusta la ligereza en el cuerpo de la joven de azul, como si fuera un espíritu y lo estuviera llevando abrazado a otro mundo. Billy la presiona con fuerza, quiere oler ese perfume, ella deja acercar su cuerpo. Entonces, él percibe como se endurece su miembro, trata de disimular, pero en un movimiento ella acerca su cadera hasta que se juntan. Él puede palpar, además del bulto en su entrepierna, otro bulto en los pantalones de la chica. Trata de retirarla, pero ese cuerpo ligero cobra rigidez. La canción acaba, ella le da un beso en la mejilla, él sale de la pista de baile. Se dirige al banco donde estaba unos momentos antes, toma su saco marrón, y sale del bar.

          Apenas siente el aire exterior, ve con claridad la entrada iluminada de un templo, cruzando la calle. Un deseo irresistible lo lleva a entrar. Es extraño que esté abierto a estas horas, piensa, pero puede más esa extraña culpa que el pensamiento de alerta. Se persigna y sienta en la primera banca. Ve el crucifijo sobre el altar, le fascinan durante unos minutos el baile de sombras y luces que provocan las cientos de veladoras. Oye a alguien a su derecha, un sacerdote sale del confesionario. El hombre es un anciano, vestido con una sotana rosa pálido, de cabello largo y gris. El padre voltea a verlo y se acerca, se sienta con parsimonia a su lado. ¿Tienes problemas? le dice con su voz profunda, No, contesta él, sin ganas de volver a hablar con alguien en esa noche. Estoy para ayudarte, dice el sacerdote mientras le pone la mano en la rodilla.

          El viejo entonces empieza a hablar de libros, y dice algo sobre un tal José Farmer, sobre la resurrección en un río. Habla de un tal Cambell y una revista de ciencia-ficción. El que más me gusta es K. Dick, le dice el sacerdote, aunque nunca puedo dormir después de un libro suyo. Habla de autores de los cincuenta con novelas apocalípticas, y de aventuras planetarias y de las fundaciones de un ruso. Billy empieza a aburrirse, pero esa mano del viejo en su pierna es como una atadura. No puede más que ver el crucifijo, el altar. En un momento el joven cabecea de sueño. Con un rostro adormilado sale del templo, no sin antes persignarse de nuevo. El sacerdote habla de un tal Vonnegut sin percatarse de que Billy ya no esta junto a él.

          La calle está oscura, llena de faros amarillos y personas que andan sin cesar de un lado para otro, sombras que bailan y gritan. El viento frió le llena la boca. Pide un taxi. En el auto, Billy pega la cabeza al vidrio de la puerta, mira la calle oscura que pasa con velocidad, no necesita mirar hacia las banquetas para saber que están llenas de personas color gris. Ante su silencio obstinado, el taxista se decide a contarle una historia de miedo, sobre un hombre al que atraparon los fantasmas en una casa embrujada.



Cástulo Aceves Orozco
Guadalajara, México.
Ingeniero en Sistemas Computacionales por parte del ITESO. Ha participado en diversos talleres de literatura. Participó en el Encuentro de Talleres de literatura "Altaller", coordinado por el Dr. A. J. Aragon.
Ha publicado en diversos medios escritos y electrónicos: el suplemento "Armario" de El Occidental; el Plaquet colectivo Mar Nuestro de Cada Día; las revista La Raíz de la Voz, Pregón de los Gambusinos, La Voz de la Esfinge, El subterraneo, AriadnaAC; la antología "Figuración de instantes".
Mención honorífica en el 1er Concurso de Cuento Corto del ITESO, en noviembre del 2000. Ganador del concurso estatal "Adalberto Navarro Sánchez" 2004, en la categoría de narrativa.

Dic
2004