deshoras       


Bill Evans y el Jazz

Walter Daniel Aranda


       En 1981, de las manos de Bill Evans surgió “You must believe in spring”, psicótico título buscando descargar sus complejos. Mucho antes la genialidad de Bill había quedado cierta en “Kind of Blue”. A mi entender, la obra cumbre del jazz. Honraron esa música extraída del cielo Miles Davis, él, John Coltrane y otros. En ambas obras, separadas por un par de décadas, la “tocada” de Bill, frágil como la escarcha habla de un raro escepticismo. Me veo en otoño caminando a solas en alguna plaza, oyendo las hojas quebrarse bajo mis pies. Ese sonido trasmite el piano de Bill. La “tocada”, el golpe en las teclas, el modo en que una emoción penetra el alma.

       En la plaza, gotean unas cuantas soledades que ya no están y un perro. Pienso en las circunstancias que los habrán dejado allí.

       Me invade una tristeza impersonal.


       Entonces llueve. Esa clase de lluvia que sólo puede ser oída en Buenos Aires. Filosa, lenta, fría. ¿Alguien se ha detenido a pensar sobre el modo en que los elementos del cielo preparan la lluvia? Gótica o postmoderna, lo mismo da. El murmullo pasea por los techos y se irá infiltrando por las paredes de la casa, nadie podrá explicar la intromisión. ¿Cómo se puede comprender que el dios, convertido en lluvia, haya doblegado las piedras para presentarse ante el joven y violarlo?

       Siempre estuvo allí. Construyendo la máscara detrás de un silencio felino. Inalterable y persistente como el viento que da forma a las cosas.

       A las cinco de la tarde, lo único que me sonríe es el café. Daría mi alma por saber acomodar el aire y soltar mi espíritu por las quince o veinte clavijas de un clarinete o de un oboe para que un vendaval se lleve las dudas y otras emociones. Un vendaval que te acaricie el rostro y te lastime, lentamente, la sonrisa.

       Primero, desató la duda y la acomodó en el corazón. El insoslayable muro construido entre vos y yo, tiene la forma de una desesperación larga e inconmovible.

       Entre tu existencia y la mía, la muerte perpetua con otro nombre. El amor tiene tantos colores, pero mi odio y tu muerte uno solo.


       Dentro de la soledad, viaja otra. Siempre me imagino a Bill sentado al piano, los ojos cerrados, pensando: en los colectivos, las calles, el subterráneo, el viento que sacude el toldo de un café. Dentro de la soledad viaja la melancolía, el modo de una violencia que se te mete en la sangre. Y esa tristeza impersonal es el resabio de los movimientos de una inteligencia para el mal. Un suave y caliente instrumento dispuesto a marcarte el corazón. Mientras el piano va explicándome la forma en que un sentimiento se cuela en las venas, yo trato de descubrir en qué momento encendí el odio. Este odio de querer arrancarte las entrañas y devorarlas en silencio, alto placer bajo la luz nocturna.

       Con tu ausencia, cuando tu mirada no pueda hablarme del tiempo que ya no tengo, en ese instante que fue, mi odio irá muriendo. Esta violencia de querer quemarte la lengua y coserla a la historia. Este odio que nos parte en dos, tiene mi nombre y respira tu muerte.



Walter Daniel Aranda
Buenos Aires, Argentina.
Lic. en Filosofía.

oct
2004