caleidoscopio       


Edificio D
de una historia de Rubí Hurtado, Sergio Urbina, Mariana Santiago y Raúl E. Cisneros
Raúl E. Cisneros



I

La señora del apartamento 117, el único que tenía balcón, fue la que primero reconoció aquel olor fétido. Supuso que era el olor a huevo de la fábrica de al lado. De todas maneras ya sentía algo raro, porque hacía dos días desde que la música ya no sonaba en el piso de abajo. Un pájaro negro se posó sobre el balcón rojo y a ella le pareció escuchar voces. Eran dos adolescentes en el departamento de al lado que follaban por primera vez, mientras los espías rusos que habitaban en la puerta de enfrente eran de los tantos que rondaban por todo el continente rezándole a Dios Lenin.

Ese día salió ella de noche. Se puso sus zapatos de ante azul pasados de moda y se subió a un taxi; las voces no la dejaban en paz. El taxista se parecía misteriosamente a Jim Morrison, que había muerto tres días atrás. No dejaba de mirarla por el retrovisor y tamborileaba en el volante con los dedos.


II

-¡Llamen a la policía!

Desde arriba el mundo se ve diferente. A los seis años no se tienen muchas oportunidades de ver las cosas desde esa perspectiva, de sentirse tan grande. Los pocos autos que pasaban eran como hormigas. Se sentó en el borde de la azotea del edificio de siete pisos. Todos allá abajo la estaban buscando. ¡Qué divertido! Su zapato, aquel que le había regalado su padre antes de irse, lo único que le había dejado además de esa enfermedad que le heredó cruelmente, se cayó cuando se levantaba, golpeando en la cabeza a un transeúnte.

-¡Llamen a la policía!

Fue la primera vez que odió a alguien. De ahí en adelante, cada que alguien mencionaba el infierno ella pensaba en aquella voz, en aquel rostro.


III

Se bajó del taxi y pisó un charco, ensuciando sus zapatos. La luz neón del local la cegó un momento y entró a tientas, tocando varios cuerpos en su camino. Ya dentro, pidió un trago. Hoy me doy permiso, se dijo.

Giró la cabeza: lo vio por primera vez.

Llevaba un chaleco aterciopelado. Parecía que llevaba días sin lavarse el cabello, tan largo y enmarañado. Sin embargo, sus botas estaban impecablemente limpias. Quedó prendada de él al instante. Sólo confiaba en aquella gente de zapatos limpios. Él la miró. Se acercaron.

Las caricias en el Volskwagen ’61 fueron el preludio de aquella noche. Tras aquella puerta rasgada en un momento de furia o desesperación por alguien que habitó ahí antes que ella, hicieron el amor ruidosamente. Una risa frenética se escuchó justo en un silencio sincopado entre gemidos. Viene de abajo, dijo ella.


IV

Había mucha gente ahí. ¿Quién había abierto la puerta? Los policías, liderados por un detective con un horrible sombrero de gángster y con los zapatos sucios, tenían todos una expresión de asco en sus caras. Eran tres o cuatro, todos muy torpes. Ella y su acompañante de cabello sucio veían todo desde el pasillo. El instinto la obligó a despreciar al detective y no pudo llorar al saber que el músico del piso 12 (cuando había sólo 8 numerados) había muerto. El reporte de la policía era claro: los gusanos bajo la cama, el cuerpo sobre el colchón, el reproductor de discos aún corriendo, aunque sin sonido y con la aguja ya desgastada. Muerte en el Edificio D fue el titular del periódico al día siguiente.


V

Ella no creía en Dios, pero un día se puso a dudar sobre esta cuestión. En el té había depositado un terrón de LSD porque no tenía azúcar. Fue al cine, aunque nunca lo hacía, porque no le gustaba ir sola. Proyectaban 2001: Odisea del espacio. Se sentó en las filas de en medio y notó que el hombre que estaba sentado al lado de ella, de gabardina café y espalda ancha, tenía las imágenes de la pantalla en los ojos. De las mangas de la gabardina, justo en el lugar donde deberían de salir las manos, brotaban plumas grandes y coloridas. Se fijó en sus pies: iba descalzo. Se miraron mutuamente. Él era intensamente bello. Las palabras flotaron:

-Señora, lo que hay en la pantalla es más interesante.

Desde esa vez piensa de vez en cuando en Dios, aunque no está aún segura de su existencia.


VI

Voy a dormir. Dientes de flores. Así comienza el poema, ella lee, sosteniendo el libro mientras baila ligeramente sobre el piso de ajedrez. Si llama, dile que no insista. Termina la música y ella se recuesta sobre la cama. El músico comienza a rasguear la guitarra. Toca un canon, de Pachelbel, pero está incompleto: falta una guitarra, porque es una melodía a dos voces. Ella lo acompaña en voz baja, él no escucha. Ahora está muerto. Y ella también, un poco.



Raúl E. Cisneros
León, Guanajuato, México. 1984
Cinéfilo empedernido, actor dramático y músico. Actualmente estudia Comunicación en la Universidad Iberoamericana.


julio
2004