renglones torcidos       


El motín iluminado
Aída Monteón



               Esa noche fue infernal. Fui atacada, mancillada, ajada, chupada y finalmente exprimida por una turba infesta de mosquitos que asumo vivían sobrevolando la densa vegetación que cultivo en el interior de mi jardín, pero que por una extraña razón, -que desconozco- entraron a mi recámara, uno a uno como si fueran aviones caza de los años cuarenta. Eran de tamaño descomunal para mis ojos, acostumbrados como están de ver mosquitos pequeños que parecen inofensivos, pero en cambio sí depredan indefensos durmientes como yo y ustedes todas las noches, quienes no acabaremos de entender cómo la naturaleza puede crear tales insectos, cuyo único motivo de su existencia, -lo he analizado a fondo-, es precisamente ése: acabar con el género humano.

               De alas singulares como propelas rugían desde los mil centímetros de distancia que los separaban de mi ventana y de mi persona; se lanzaron contra mi, con su única arma picuda e invencible. Su cuerpo transparente con esa tonalidad gris tan mediocre que detesto. Después de fiero embate dejaron mi piel como lava porosa. El pasaje que viví fue aterrador. He aquí el recuento de los hechos:

               La noche a la que aludo, vivía yo uno de esos estados meditativos en que a punto estaba de lograr el nirvana, -de acuerdo a la descripción tan detallada y minuciosa que hiciera de ese estado mi maestro el yogui Ravinam Arkarsacrabati- yo asumía eso, por el grandioso sentimiento de goce que me hacía sentir el pecho henchido de espíritu. En medio del resplandor interno, de pronto, una nube negra empezó a envolverme, percibí un aire ligero a mi derredor y logré escuchar muy lejano un sonido que parecía música de laúdes, que yo creí en ese momento, era interpretada por los mismos ángeles. Inhalaba y exhalaba acompasadamente y con toda claridad sentí cómo me elevaba, -“Esto sí es el Nirvana”-, pensé. Extasiada al fin, no caí en cuenta de lo que estaba pasando, hasta que fue demasiado tarde.

               Bajé de esa altura infinita en forma estrepitosa y grotesca. Yo creo que en ese estado tan sublime, uno empieza como a escurrir miel en tal arrobamiento, el caso es que ese nubarrón empezó a adherirse a cada uno de mis poros –porque no dejaron uno sin hollar-, extrayendo la sustancia divina recién elaborada en el éxtasis.

               La levitación, sin duda se debía a la cantidad extrema de insectos que me alzaban en vilo. Bruscamente y en forma silenciosa me dejaron caer sobre la cama, quedé inmóvil, a merced de la siguiente ronda lujuriosa que esperaba impaciente abrevar en cada abertura, por donde, ya sin mi voluntad e imposibilitada para ahuyentarlos a punta de toallazos, manaba sangre como si fuese llave abierta, y así se sucedió una ronda tras otra hasta la madrugada.

               Al amanecer me hallaron inerme, un extraño resplandor me circundaba. En el suelo, el brillo de un enjambre de insectos igualmente iluminados por una tonalidad rosásea, y en sus terribles caras una especie de sonrisa, los ojos, esas enormes protuberancias, a medio cerrar y las alas completamente abiertas. Yacían patas arriba, la barriga hinchada, consumada su muerte por el rayo luminoso de mi primera vez en el nirvana.



Aída Monteón
Guadalajara, México.
Ha participado en el antitaller de Poesía “César Vallejo” dirigido por Raúl Bañuelos. También en el taller multidiciplinario dirigido por Karla Sandomingo.
Actualmente asiste al Taller de cuento que imparte Fernando de León.
Ha publicado el libro Tatuar la luz.


junio
2004