el hilo negro       


La desconfianza en la posteridad
Elías Canetti
José María Pérez Gay (Presentación, selección y traducción)



Seis meses antes de su muerte, en agosto de 1994, Elías Canetti dejó listo para su publicación Desde Hampstead, el sexto volumen de notas y aforismos. En Hampstead, el barrio de Londres, Canetti escribió durante veinte años Masa y poder y, como una certidumbre literaria protectora, comenzó sus diarios y notas: Notas (1942-1948), Toda esta admiración dilapidada (1949-1960), La provincia del hombre (1942-1972), El corazón secreto del reloj (1973-1985) y El suplicio de las moscas (1986-1992). Las notas y aforismos se convirtieron, al paso del tiempo, en sus páginas más íntimas y generosas; su sabiduría es la de los grandes moralistas, una especie de fuerza unánime de vida en la cual saber, pensar y escribir no son sino las armas infalibles contra el odio y la muerte. Desde otra perspectiva, estas notas son también una conversación incesante con autores cercanos y lejanos: Aristófanes, Platón y Plutarco; Dante, Cervantes, Quevedo y Stendhal; Hamann, Lichtenberg y Hebbel; Tolstoi, Gogol, Kafka, Pavese y el Dr. Sonne, más tarde conocido como el escritor Abraham Ben Isaac, protagonista central de El juego de los ojos, el tercer volumen de su autobiografía.

Desde Hampstead reúne una prosa de apasionante libertad, antidiscursiva, múltiple, llena de audacia, coraje y confesiones íntimas. Canetti quiere ver y pensar de nuevo, estar siempre al principio, en el primer momento de todo: revela, investiga, imagina, sueña otras aventuras que le devuelven a la vida y la literatura su original riqueza enigmática. Después de publicar Masa y poder, en julio de 1960, Canetti se permite leer otra vez novelas, biografías y ensayos, resucita muchos personajes y situaciones que dormían en él un sueño injusto. De hecho, no encuentra mejor oportunidad de amar la vida, de combatir la muerte, de enfrentarse al poder y sus espectros, de encontrar el corazón perdido de las cosas, que cuando escribe estas iluminaciones. Con una claridad intelectual y una sencillez expresiva sin paralelos en la literatura alemana contemporánea, la de Elías Canetti se hunde en la vida privada de los sueños y las pasiones de nuestros días, las secretas aventuras del poder y del deseo. El lector no puede sino agradecerle encendidamente que, a diferencia de otros escritores, que en esos años se refugiaron en el oscuro poder de las ideologías, Canetti haya criticado el odio esencial hacia uno mismo, y en seguida denunciado la furia contra los demás.

Desde Hampstead nos revela lo que ya sabían los mejores lectores de toda su obra anterior: Canetti es uno de los escasos escritores del mundo (en lengua alemana, quizá sólo Hermann Broch se le equipare en este sentido) que ha luchado contra la muerte. Mientras Canetti escribía sobre las masas y el poder, el mundo se incendiaba en una guerra que sólo comprendían los paranoicos de cada bando. Hacia 1947, en su ensayo La utopía de los derechos humanos y las responsabilidades, Hermann Broch enunció el principio de no matarás como el derecho humano por excelencia, el único que debería respetarse sin distinción de clases o ideologías. Aún más, como escritor, y como escritor austriaco que entendía profundamente el sentido de la historia contemporánea, Broch estaba convencido de que, como Gyorgy Konrad lo escribió muchos años después, matar es siempre asesinar.

Al concluir la Segunda Guerra mundial, durante las celebraciones tumultuosas de la victoria sobre Alemania, Elías Canetti vio que la certidumbre del triunfo invadía a las multitudes. Los aliados debían demoler esa certidumbre —pensaba Canetti— como si fuese la tarea más importante de la postguerra, porque nada sería más aterrador que un mundo de sobrevivientes. Un propósito imposible. Y sin duda encontró que, de acuerdo con Broch, el triunfo ocultaba el asesinato de millones de hombres. Para un escritor como él, el sentido de la literatura era encarnar la vida del mundo en una reflexión profunda, sincera y meticulosamente personal. "Lo único que no puedo ni debo ser es un triunfador —escribe Canetti—. Pero todos somos triunfadores desde el momento en que sobrevivimos a cualquier persona. En este sentido, triunfar es sobrevivir. ¿Cómo solucionar el problema? ¿Debemos seguir viviendo y no ser triunfadores? Este es el verdadero círculo cuadrado de la moral".

En Canetti siempre hubo un apasionado debate contra la muerte, del mismo modo que la admiración, el humor y el pensamiento espontáneo no dejaron de existir en sus notas y aforismos. Uno debe recordar el capítulo de su infancia cuando inventaba historias sobre la guerra, más exactamente sobre la superación de la guerra. Historias extrañas para un niño. En esas batallas, los muertos siempre volvían a la vida. Pero no era nada fácil. Narraba luchas interminables, amargas, duras y cada vez nuevos inventos técnicos y astucias inauditas. Sus dos hermanos, Georges y Nassim, se quedaban boquiabiertos cuando los cadáveres resucitaban en el campo de batalla.

"Las historias giraban alrededor de ese final", recuerda Canetti, "y más allá de las prolongadas semanas llenas de aventuras y batallas, el triunfo y la gloria, la auténtica gratificación del narrador, era el momento en que todos los muertos, sin excepción, se levantaban y retomaban sus vidas". La historia de sus batallas no era sino una superación de la muerte.

Aunque, como probablemente ningún otro escritor alemán de este siglo y acaso con mayor fortuna que Schopenhauer en el anterior, Canetti encarna los riesgos exigentes y verdaderos de la crítica del asesinato y la muerte, generalmente ausentes en la literatura alemana. Bien se podría hablar de él en relación con sus temas más inmediatos, que en otros escritores resultan incluso triviales: el poder, la sobrevivencia, la memoria y la metamorfosis.

Si una nueva moral suprimiera el orgullo de sobrevivir a los otros, la vida sería entonces una especie de santidad desesperada, porque nadie nos puede decir nada sobre el más allá, ni mucho menos sobre la inmortalidad. Del mismo modo que, por ejemplo, Hermann Broch logró conquistar para su novela La muerte de Virgilio una claridad inquietante de la derrota y la caída final, menos proveniente del saber libresco que de la iluminación poética, Canetti logra de esta certidumbre una voz magníficamente adecuada para narrar el mundo contemporáneo, el contraste de las pulsiones destructivas y los sueños eternos del poder, y narrarlo con la perspectiva crítica y un tanto estoica de quien sabe muy bien que nuestra sed de venganza es una cadena infinita de humillados que buscan humillar a los demás y librarse de las humillaciones anteriores con otras todavía más atroces. No exalta a los vencidos y humillados por el mundo y la naturaleza, pero sí a los vencidos y humillados por el poder paranoico de los sobrevivientes. No le interesa la vida como necesidad insaciable de reconocimiento, pero sí la vida como transformación permanente sin más botín que ella misma. De lo que trata el hombre en la prosa de Canetti, y también desde luego en sus notas y aforismos, es de escapar al poder de la muerte. No le resulta difícil imaginar que las víctimas se levanten un día de sus fosas comunes, acusen al Dios único en todas las lenguas y le retiren su papel de árbitro de la condición humana, pero Dios es un ser tan poderoso que no necesitó existir para dominar a los hombres.

Dios es un error que oculta su creación imperfecta. Su creación es imperfecta porque no nos impide asesinar y nuestras pulsiones asesinas son, quizás, inseparables de nuestra condición. Nuestra historia es la historia de los asesinos. Por esa razón Canetti odiaba a la historia, aunque nunca dejó de estudiarla. "Esta historia, que consiste sobre todo en crueldades diabólicas, ¿por qué la estudio yo? Nada tengo que ver con sus crueldades. Torturar y matar, matar y torturar, siempre leo lo mismo de mil maneras. Sin los números de los años, que se clavan como alfileres, las crueldades serían las mismas".

La prohibición de matar lleva implícito el deseo de infringir el tabú. Moisés trajo del Sinaí el mandamiento de no matar, pero cuando vio que el pueblo adoraba al becerro de oro, ordenó asesinar a los idólatras. Todos llevamos a un asesino escondido, afirma Canetti, unas veces lleva la máscara del soldado de la libertad, otras las del rey filósofo. A la muerte le fascinan las máscaras. La moral social siempre tiene argumentos válidos para obligar a los demás a matar o morir. "Los fundadores de imperios fueron los que asesinaron a más individuos", afirma Gyorgy Konrad, "después, los conservadores del Estado, a continuación, los guerreros de las luchas de liberación; los asesinos de derecho común ocupan el último lugar de la lista". Las víctimas son los auténticos protagonistas de las luchas sociales. Cuando sucumben y mueren, dejan de ser entes colectivos. Sólo las víctimas padecen el poder de los gobernantes paranoicos, los demás se embrutecen y se hunden en la locura. Por su odio a la muerte, muchos escritores de nuestro tiempo llegaron a ser, sin darse cuenta, sus defensores más contumaces. Es la última herencia del cristianismo, que los sigue dominando. Albert Camus creía que el problema filosófico culminante era el suicidio. Hermann Broch y Elías Canetti creen que es el asesinato.

Hay en Canetti una devoción por la sencillez brutal de los hechos: un don del estilo, de la inteligencia, de la moral. Su prosa posee una belleza lapidaria y una sobria claridad. Su riqueza no es erudición, sino magia y libertad moral. Acaso el texto más obsesivo de Canetti con la muerte sea su interpretación del Gilgamesh, la leyenda más antigua y bella de que se tenga registro. Este relato mesopotámico, de cuando menos dos mil años antes de nuestra era, es el primer lamento de un hombre ante la muerte de otro. "Si pudiésemos recobrar la rabia de Gilgamesh ante la muerte de su amigo Enkidú", anota Canetti, "si nos fuera dado combatirla con el mismo asombro que hace cuatro mil años".

Elías Canetti nos ha enseñado a aceptar nuestras más increíbles fantasías, a reconocer nuestro orgullo ilegítimo de sobrevivientes, a evitar que el poco porvenir quede entregado a los núcleos inertes de autofagia y gusto de sangre, de humillación y ladinismo que nos gobiernan.

 

 

1956

 

La mayor parte de los hombres —dijo él— no son sino esclavos de una antigua desdicha que desconocen.

 

* * *

 

Mi biblioteca —miles de volúmenes que me propongo leer— crece diez veces más rápido de lo que puedo leer. He intentado hacerla crecer para que sea como un universo en el cual encuentre todo. Pero este universo crece de manera caótica y vertiginosa. Se encuentra en una expansión constante, siento su crecimiento en mi propio cuerpo. Todo libro nuevo que coloco en sus estantes provoca una pequeña catástrofe universal. Sólo cuando los libros nuevos parecen ordenarse entre los otros, y por un momento desaparecen, vuelve la quietud.

 

* * *

 

Hoy leí bien a Maquiavelo. Por primera vez me atrapó realmente. Leo sus libros con frialdad y sin amargura. Me llama la atención que Maquiavelo estudie el poder del mismo modo como yo estudio a las multitudes: consideramos el objeto de nuestro estudio sin prejuicios. Las ideas de Maquiavelo nacen de su trato personal con los poderosos y de sus lecturas. Lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, de mi proyecto. Como todo individuo de nuestro tiempo, conozco toda la variedad de las multitudes. En una lectura sin fin, intento obtener una idea de las multitudes lejanas y cercanas. Debo leer mucho más que Maquiavelo: su pasado es la antigüedad, Roma sobre todo. Mi pasado abarca todo lo que implica un conocimiento. Pero creo que lo leemos de la misma manera: dispersos y concentrados al mismo tiempo. Las manifestaciones semejantes las descubrimos por todas partes. Por lo que se refiere a las multitudes, no tengo los prejuicios de antes: no son buenas ni malas, sencillamente están ahí, eso es todo. Me resulta insoportable la ceguera conque hemos vivido frente a ellas. Si no estuviese interesado en el estudio del poder, tendría una relación más limpia con Maquiavelo. Aquí se cruzan nuestros caminos de una manera más íntima y complicada. Para mí, el poder es todavía el mal absoluto. Y sólo desde esa perspectiva puedo estudiarlo. Si leo a Maquiavelo, mi enemistad con el poder se adormece. Pero se trata de un sueño ligero, del cual siempre despierto a gusto.

 

* * *

 

Yo no he descubierto a mis poderosos en la ancha avenida de los ejércitos. Cuanto más se menciona a un hombre poderoso, tanto más difícil me resulta acercarme a él. Desconfío de la posteridad que se funda en acciones pretéritas, pero sobre todo desconfío del éxito. Las obras de los grandes personajes —sus textos— las puedo examinar como las obras de cualquier persona. ¿Pero cómo examinar acciones pasadas? Sólo existe la prueba de las opiniones en torno a los hechos. No les rehuyo. Pero no les creo, ni los admiro.

 

* * *

 

A los vivos que conocemos bien siempre tenemos algo que reprocharles; a los muertos siempre les agradecemos que no nos prohiban el recuerdo.

 

* * *


Julio César me inquieta: lo increíble de sus acciones. Presuponen siempre que no tenemos nada contra el hecho de asesinar.

 

* * *

Ahora, ¿vivo menos ese pasado porque sólo lo contemplo a distancia? ¿Vivo todo esto de un modo diferente? Nunca me he cuidado de los otros hombres ni los he evitado. Me dejo llevar muy lejos por los otros, pero siempre bajo una condición: que no deba matarlos. Puede parecer una actitud religiosa, yo la encuentro humana. Pero es un autoengaño si esperamos encontrar esa actitud en los otros. Uno debe tener la fuerza de verlos tal como son. Mi cobardía comienza cuando aparto la vista. Por eso me acabo los ojos leyendo, por eso me acabo los oídos escuchando.

 

* * *

 

¿La persona que no asesina puede conseguir algo? Hay sólo un poder más poderoso que matar: resucitar a los muertos. Me consumo por ese poder. Por él daría todo, hasta mi propia vida. Pero no lo tengo, por eso no tengo nada.

 

Julio César, que indultó a muchos, sabía también de ese poder. Así se explica su furia cuando le informan del suicidio de Catón.

 

* * *

 

Por la tarde, leyendo el Julio César de Plutarco, sentí un verdadero placer por el asesinato. Cuando los conjurados se le van encima, cuando uno tras otro hunden los puñales en su cuerpo, cuando él intenta escapar a sus cuchillos como un "animal salvaje", sentí una suerte de excitación jubilosa. No le tuve la menor lástima. La ignorancia de este animal monstruoso e inteligente no me ablandó. Por su ceguera irremediable, Julio César pagó un poco de su culpa a todos aquellos que atrapó deslumbrándolos.

 

* * *

 

Los sistemas conceptuales me interesan tan poco que a los cincuenta y cuatro años no he leído seriamente ni a Aristóteles ni a Hegel. No sólo me son indiferentes: desconfío de ellos. No puedo aceptar que, antes de haberlo conocido, el mundo les haya parecido descifrable. Cuanto más riguroso y consecuente su pensamiento, tanto más grande la deformación del mundo que construyeron. En realidad, quiero ver y pensar de nuevo. No hay en esta actitud tanta soberbia como pudiera creerse, sino una pasión indestructible por el hombre, una fe creciente en su riqueza.

 

¿Qué pienso del libro que he terminado? Se lee bien, quizá cada vez mejor. No estoy insatisfecho. Me espanta y me conmueve el tiempo que invertí en él. Si fuese un libro entre cinco o seis más, ¡qué orgulloso me sentiría! Para la mitad de una vida es muy poco.

 

Pienso en la extraordinaria Cartuja de Parma. Dentro de cien años, ¿seré capaz de hacer feliz a un solo individuo?

 

Creo que a nadie admiro tanto como a Stendhal, es el único a quien envidio. Si yo no fuese yo, sería idéntico a él. Por primera vez he imaginado otro nacimiento y, si lo veo bien, todo por amor a Stendhal.

 

¿Qué quiere decir esto realmente? Quiere decir que deseo salir de la piel de mi obra, que he llevado mis ideas demasiado tiempo conmigo y que ahora se han convertido en mis huesos. Soy un chamán o una roca en el paisaje australiano. Sin embargo, estoy vivo y mi deseo más ardiente es transformarme.

 

Cesare Pavese es mi estricto contemporáneo. Pero él comenzó a trabajar antes y, hace diez años, se suicidó. Su diario es una suerte de hermano gemelo del mío. Pavese se dedicó a la literatura. Yo, en cambio, le di poco tiempo. Pero llegué antes que él a los mitos y a la etnología. El 3 de diciembre de 1949, ocho meses antes de su muerte, Pavese anota en su diario:

Tengo que encontrar:

 

W. H. I. Bleek y L. C. Lloyd

Specimens of Bushman Folklore

Londres, 1911.

 

Contiene las historias de las madres y de la luna —el mundo mágico de los cazadores, cosas y animales verdaderos— de época auriñaciense.

 

Desde 1944, hace dieciséis años, este libro se encuentra en mi poder. A veces he pensado que se trata del libro más importante que conozco. Aunque si se tratara de encontrar el libro que reúna las cosas más desconocidas, sería sin duda el libro más importante. Sigo aprendiendo en él, todavía no lo acabo. Este libro, que Pavese buscaba poco antes de su muerte, es nuestro territorio común y me gustaría dárselo.

 

El 14 de marzo de 1947, Pavese escribe: "Hemingway es el Stendhal de nuestro tiempo".

La frase me aterró y me indignó. Acaso haya algo de cierto en ella, pero estoy bastante irritado para juzgarla. Me indigna que alguien sea capaz de formularla, como si el misterio de Stendhal, la fuente de su grandeza, se diluyera en un manifiesto americanismo. Pavese quedó a merced de los Estados Unidos de América, yo no. Pavese se define como un escritor moderno, yo no. Yo soy un español, un antiguo español contemporáneo.

 

Es extraño: me siento muy semejante a Pavese. No conozco nada más que sus diarios. Me siento tan semejante a él que una afirmación inesperada como ésta puede molestarme profundamente.

 

Tengo la impresión de que Pavese sucumbió por una mujer estadunidense:

 

26 de abril. Miércoles.

Es verdad que en ella no está sólo ella, sino también toda mi vida pasada, inadvertida preparación —América, la contención ascética, la intolerancia de las pequeñeces, mi oficio. Ella es la poesía, en el más literal de los sentidos. ¿Es posible que no se haya dado cuenta?

 

Si veo bien las cosas, hasta ahora me escondí de los Estados Unidos de América. La única influencia americana real ha sido Edgar Allan Poe, a quien leí desde temprano, acaso cuando tenía veinte años. En esto no soy diferente a muchos escritores del siglo xix —Hemingway se me resbaló como agua.

 

Los diarios de Pavese corren, de 1942 a 1950, paralelos a los míos. Ningún paralelismo ha despertado tanto mi asombro. Ahora debo reunir mis apuntes antiguos y escasos y darles un cierto orden. Antes de 1942, yo tampoco estaba: mudo, sólo menos decidido.

 

Debes leer también a tus contemporáneos. Uno no puede alimentarse sólo de raíces.

 

A todos les hablaste mucho y largo tiempo de lo mismo. Por ese entonces nadie podía ver nada, porque nada existía. Por ese entonces todos te creyeron. Ahora todos tienen en la mano un libro. ¿Deben ahora creer en algo?

 

¿Cómo olvidarse de una obra así? ¿Cómo borrar sus huellas? Es como si fuera un acto terrible. No se lo quita uno de la cabeza. Tú puedes ocultar largo tiempo todo lo que tiene que ver con esa obra, pero es como si estuvieras cubierto de insectos por todas partes. Dentro, afuera, es una y la misma plaga.

 

Quizá deberías inventar una nueva historia de tu vida. Tú mismo, pero todo diferente de lo que fue. Otros lugares, otro origen. Inventa la más increíble historia de tu vida, busca todo lo que no existió. De este modo puedes eludir los cien caminos que te han llevado y te llevan a esa obra. ¿Acaso has nacido también en otro tiempo? ¿Acaso es suficiente con otro lugar?

 

Necesito chamanes nuevos. Antepasados nuevos. Destinos nuevos. Recuerdos nuevos.

 

Me encuentro satisfecho con mi nuevo hermano, con Pavese. Aunque esta satisfacción no debería presentarse muy a menudo. Uno aprende sólo de esas personas que son diferentes a nosotros mismos. En cambio, nos calmamos con nuestros semejantes.

 

Necesitas un ejército de termitas que carcoman por dentro todos tus compromisos y tus obligaciones.

 

Los diarios de Pavese: todas las cosas que me ocupan cristalizan en esas páginas de otro modo. ¡Qué dicha! ¡Qué liberación!

 

La preparación de su muerte: nunca abusó de ella, nunca la magnificó. Su muerte parece como un acto natural, pero ninguna muerte es natural. Pavese mantiene su muerte como un acto privado, nunca es ejemplar. Nadie quiere matarse, porque Pavese se mató.

 

Y sin embargo ayer por la noche, cuando quise morir en mi más profunda humillación, volví a las páginas de sus diarios y él murió por mí. Es difícil creerlo: por su muerte yo nací hoy de nuevo. Podría seguir la pista de este acontecimiento misterioso. Pero no quiero hacerlo. No quiero tocarlo. Quiero ocultarlo.

Pascua, 1960. Un día cálido como de verano. Un día de sur. Un domingo lleno de individuos indolentes en el calor. Leo aquí y allá, en éste y en aquel idioma: anteayer Demócrito, ayer Juvenal, hoy Montaigne, hace unos días poemas de Tasso. No tengo ni rabia ni ansiedad. Hablo con personas que encuentro por accidente. Desde que el libro se publicó, reina el silencio total. Primero estaba sorprendido, acaso un poco intranquilo, ahora me habita el silencio y soy feliz. No voy a ninguna parte, no sé dónde comenzar. Aguardo el rayo y la voz poderosa. No me he liberado de todo lo que escribí hasta ahora. Ningún recuerdo me seduce, ninguna meta me llama. A veces lamento que mi alma no se haya vestido con el idioma inglés. Aquí he vivido veintidós años. Escuché a muchas personas que me hablaban en el idioma del país, pero nunca los escuché como si fueran escritores, sólo las entendí. Mi propia desesperación, mi asombro y mi delirio nunca se sirvieron de palabras inglesas. Lo que sentí, lo que pensé y dije, lo escribí en palabras alemanas. Cuando me preguntaron por qué era así, siempre tuve razones convincentes. El orgullo fue la más importante, el orgullo en el que creía.

 

Hoy me seduce la idea de comenzar una vida en un nuevo idioma. Amo el lugar donde vivo más que cualquier otro. Me resulta tan familiar como si hubiese nacido aquí. A fuerza de ser un eterno extranjero, soy el más auténtico de sus habitantes. El divorcio entre esta patria y mi soliloquio es perfecto.

 

Stendhal ha llegado a ser tan importante, que cada cinco o seis meses regreso a sus páginas. No me refiero a una obra en especial, sino a frases que conservan su respiración. A veces leo veinte o treinta páginas y creo que viviré eternamente. Tengo frente a mí todas sus obras y, con un terror increíble, me digo que Stendhal murió a los cincuenta y nueve años.

 

Stendhal tenía la cabeza llena con cosas de la "cultura": pinturas, libros, música. Muchas han llegado a ser tan importantes para mí como lo eran para él. Más todavía: me resultan indiferentes o repugnantes y dulces, pero lo importante es sólo la manera en que Stendhal se llenaba de esos temas. De cualquier cosa obtiene algo que se parece a él. Quizá sólo así puedo consolarme de estar habitado por bárbaros y religiones, pues sólo así sería posible que ellos llegaran a ser una parte de mí mismo. Canova o Fritz Wotruba —el azar del nacimiento juega un papel secundario. La pasión con la que nos adueñamos de las cosas, y la pasión con la que nos distanciamos de ellas, es todo lo que importa.

 

La desventaja de las religiones: siempre hablan de las mismas cosas. Acaso ésta sea una de las razones por las que espíritus tan vivos como Stendhal nunca quisieron escuchar nada de religión.

 

 

1962

 

¡Cuántas personas has visto en esta semana! Los cinco historiadores de Berlín. La actriz italiana de Australia. El joven judío de Nueva York, que adoraba a Isaak Babel. El editor con la voz más potente de Inglaterra. La madre del fallecido Otter. El peluquero secreto de Abruzen. El caballero de Veza, que lloraba. El pianista chino y su esposa, hija del gran violinista. Kafka, que pudo detenerse en Frankfurt para encontrar a una prima. Fueron muchas personas, muchísimas. Y sin embargo, cuando estás solo contigo mismo, sientes que te ahogas.

 

Los nombres son las palabras más enigmáticas. Una intuición que desde hace mucho tiempo me persigue, y que todos los años me provoca un enorme desasosiego, me dice que descifrar la esencia de los nombres equivaldría a descubrir la clave de los acontecimientos históricos.

 

Así como la traducción de los antiguos escritos de culturas desaparecidas significó traerlas de nuevo a la vida, la explicación de los nombres equivaldría a encontrar la auténtica ley de lo que los hombres hicieron y padecieron.

 

El doloroso agotamiento de los números, que comenzó con el mismo Pitágoras, no sería nada si lo comparamos con la explicación de los nombres. El agotamiento de los números sería pobre y limitado en sus efectos.

 

Está claro que todos los mitos dependen de sus nombres. El nombre está todavía fresco en el mito. El nombre se agota por su constante multiplicación en las religiones. Las religiones universales no son sino el más grande agotamiento de los nombres; pero aun en su depuración más radical, los nombres siguen dependiendo de ellas. El pensamiento matemático, que se transformó poco a poco en el poder científico de los hombres, consiste en la renuncia de los nombres; se les elimina del pensamiento, se piensa sin ellos.

 

El nombre, que logra en los mitos un aumento de su fuerza, sirve más tarde de catalizador de uniones.

 

El nombre como raíz, el nombre como recipiente.

 

Los nombres que tienen poco peso específico; globos que ascienden rápidamente en las alturas. Los nombres pesados que retienen en el suelo a su falso dueño.

 

Los nombres pares que forman sus masas dobles.

 

Los nombres de las criaturas son tan increíbles como importantes. La idea de que, al principio de la creación, las cosas fueron nombradas es el primer deslinde, un camino que lleva a la verdadera naturaleza de los nombres. El nombre de una persona que murió temprano, que sólo llevó el nombre por un momento, es en esencia diferente al nombre de un viejo que se llamó así por muchos años. Nombres hambrientos y satisfechos. La fama repentina de nombres hambrientos. La fama de nombres satisfechos decae muy pronto.

 

Aprender otra vez a hablar. A los cincuenta y siete años aprender no un idioma nuevo, sino aprender de nuevo a hablar. Tirar por la borda los prejuicios, aunque al final no nos quede nada. Leer otra vez los grandes libros, no importa si los leímos o nunca los leímos. Escuchar a la gente sin dar consejos, sobre todo a la que nada tiene que enseñarnos. No reconocer jamás a la angustia como un medio para la realización. Combatir a la muerte sin proclamar el combate. En una palabra: valor y justicia.

 

Sin darse cuenta, la persona que estudia el poder se contagia. A no ser que pueda olvidarse a sí mismo, nadie puede olvidar el poder.

 

Anteayer, por la noche: Sonia. Su historia como una historia de Grimmelshausen. El padre, un terrateniente húngaro de Eslovaquia. La madre, una mujer judía, tuvo tres hijas (de las cuales sólo conozco a Enid y a Sonia). El padre estaba siempre en su biblioteca. Las conversaciones con Sonia —la hija más fuerte— durante la última parte de la guerra. Su certidumbre de la catástrofe. El padre envió a dos hijas a la ciudad de Budapest. Sonia estudió economía agrícola en la Universidad de Altenburg. La última visita a la casa de sus padres. Poco después le prohibieron regresar. La última tarjeta postal de sus padres: "Viajaremos en camión rumbo a Komorn". Sonia supo entonces que estaba en peligro. Se lo dijo un estudiante judío y con pasaporte falso. Ella reclamó entonces a las autoridades su documentación y la obtuvo. En los documentos se mencionaba a sus abuelos judíos. El estudiante judío, atento y cordial, la acompañó. Primero llegaron a Komorn, donde buscó a sus padres. El fotógrafo del lugar era —le dijeron— el único que sabía su destino. Sonia buscó al fotógrafo en su negocio y lo encontró vestido con el uniforme militar. Le preguntó por su padre:

—¿El barón Weiss? —respondió el fotógrafo—. Sí, me acuerdo muy bien de él, partió hace cuatro días.

Mucho tiempo después, Sonia llegaría a saber lo que sucedió. El fotógrafo era el responsable de la selección de las personas durante las deportaciones. Antes de partir, separaron a los "intelectuales" de los trabajadores manuales. Sus padres pertenecían al grupo de los "intelectuales". En realidad, a ellos se les quería regresar a casa, pero no contaban con un camión ni, mucho menos, un vagón de ferrocarril. Dentro del grupo de los "intelectuales" separaron después a los judíos. Su madre era judía. El padre le dijo a su esposa:

—No tengas miedo, viajaremos juntos.

—Si quiere usted viajar con su esposa, ¡adelante! —dijo el fotógrafo.

El fotógrafo recordaba al barón Weiss porque no era judío y, a pesar de todo, estaba dispuesto a viajar con los judíos. Unos días más tarde, separaron a los hombres de las mujeres —el padre llegó a Flossenburg, donde trabajó día y noche. En diciembre de 1944, los guardias lo mataron a golpes. La madre, demasiado débil para trabajar, llegó al campo de Ravensbruck. El 12 de enero de 1945, la señora murió en una barraca.

Sonia y el estudiante abandonaron al fotógrafo y viajaron rumbo a Budapest. Al llegar al pueblo más cercano, ella escuchó gritos y lamentos en la calle. Sin saber por qué, se sintió muy mal, sufrió vómitos y mareos. Le dijeron que los gritos eran de los judíos que estaban deportando. Quiso buscar entre ellos a sus padres. El estudiante la apartó del grupo:

—No tiene sentido. Tus padres partieron hace cuatro días —le dijo.

Ella lo sabía. Pero no podía soportar la idea de que sus padres pasaran frente a ella rumbo a la deportación. El estudiante la acompañó hasta Budapest, la dejó en casa de su hermana.

Unos meses más tarde, alguien le dijo que necesitaban una camarera en el castillo de la archiduquesa Stephanie, la viuda de Rudolf, el príncipe heredero. La archiduquesa, una dama de ochenta años de edad, se había casado con un miembro de la familia Lonyai. Desde hacía unos años, la anciana habitaba en el castillo de Orosvar. Su "Alteza real" quería emigrar a Suiza: necesitaba una camarera que hablara idiomas y que, además, pudiera establecerse en el extranjero. Sonia se presentó ante Stephanie. La anciana no entendió por qué deseaba el trabajo. Sonia le confió su historia y la archiduquesa la protegió.

—No soy antisemita —le dijo.

Una semana después Sonia comenzó a trabajar, se convirtió en la recamarera de la anciana. Pero los ejércitos alemanes habían ocupado la mayor parte del castillo de Orosvar. Sonia debía pasar por la guardia todos los días.

—¡Esa mujer no es una recamarera! —gritó el oficial de guardia.

Sonia, simulando no entender el idioma alemán, pasó las revisiones diarias. Con entrega y paciencia, la archiduquesa le enseñó a comportarse como una camarera, pero sólo a los cinco días, cuando Sonia se despojó de la peluca que traía, se volvió imprescindible en su trabajo. Las dos mujeres prepararon el viaje a Suiza con todo detalle. Una mañana, la anciana sufrió un ataque cardiaco y el proyecto de emigrar se hizo polvo. Un médico militar alemán atendió a su alteza durante la convalecencia. El médico le preguntó a Sonia:

—Usted no es una recamarera. ¿Quién es usted? ¡Quiero ayudarle!

Sonia le contó su historia. El médico afirmó que los oficiales alemanes del castillo hablaban de ella y decían que era una judía prófuga.

—Sólo puedo ayudarte si aparentas ser mi amante —le dijo.

Sonia aceptó. El se portó como un caballero. Unas semanas más tarde, le confesó su amor. El médico, de cincuenta años de edad, estaba casado y tenía hijos, pero no se entendía con su esposa. Cuando las tropas rusas se acercaron, los alemanes abandonaron el castillo. El médico le dijo a Sonia que si aceptaba casarse con él más tarde, permanecería a su lado. Los dos hablaron mucho, amorosamente, sobre este punto y llegaron a una conclusión: él no debía permanecer en Hungría. Sonia, en medio de una gran confusión, se quedó sola en el castillo.

Cuando los ejércitos rusos llegaron, un sacerdote católico, un benedictino que vivía en el castillo, llamó a todas las mujeres para encerrarlas entre las cuatro paredes de su capilla y, de ese modo, protegerlas de los soldados rusos. Pero Sonia debía quedarse al lado de su Alteza. Los rusos escucharon que en el castillo vivía una archiduquesa y quisieron verla. Aguardaban su llegada en cualquier momento, y al sacerdote se le ocurrió que Sonia podía esconderse entre los edredones. Sonia se metió en la cama y apretó su cuerpo contra la pared. Los oficiales rusos desfilaron ante su alteza, uno tras otro saludaron respetuosos a la anciana, la miraban con pasmo y curiosidad. Mientras los rusos saqueaban el castillo de Orosvar, no tocaron nada en la recámara de la archiduquesa. El sacerdote los recibió y les hizo los honores. Los rusos no vieron en él a un enemigo. No perseguían ni a los aristócratas ni a los sacerdotes húngaros, buscaban sólo soldados alemanes y, si se embriagaban, mujeres.

Cuando los soldados abandonaron la recámara de la enferma, Sonia creyó que había salvado la vida. Sin embargo, al caer la noche un soldado ruso, borracho, gritó desde el patio del castillo:

—¡La recamarera está escondida en la cama de la archiduquesa!

El soldado subió a la alcoba. Sonia se hundió en la cama y se apretó más contra la pared, escuchó que el soldado se acercaba y, de pronto, sintió que le quitaban los edredones de la cama. Una ametralladora le apuntó en la cara. Bajo los efectos de la conmoción, Sonia olvidó todo lo que había sucedido, olvidó también el nombre del médico militar alemán y, en los diecisiete años que han transcurrido desde entonces —se ha roto la cabeza intentando recordar ese nombre, pero no lo ha logrado.

Sonia se incorporó y siguió al soldado ruso que le apuntaba con la ametralladora. Tenía sólo una alternativa: entregarse o morir. Sonia comenzó a luchar con el soldado. De pronto se oyó el toque de llamada desde el patio del castillo. El soldado la dejó y salió corriendo por el corredor. Los rusos podían saquear y maltratar a las mujeres, pero cuando oían el toque de llamada obedecían al instante, porque de lo contrario los fusilaban. Así, Sonia salvó su vida. "Un milagro" —dijo el sacerdote. Y era cierto.

Sonia permaneció todavía unas semanas en el castillo. La salud de la archiduquesa Stephanie se deterioraba rápidamente. El sacerdote le compró entonces un caballo. Sonia se puso en camino y cabalgó cuatro días hasta Budapest. Durante esos cuatro días, el precio del caballo se multiplicó. Al llegar a la ciudad vendió el caballo. Tuvo mucha suerte, porque dos horas después no lo hubiera vendido. La venta les permitió vivir seis meses a sus dos hermanas y a ella.

Hasta aquí escuché su historia. Me hubiera gustado saber más, pero ya era muy tarde. Yo tenía que retirarme y Sonia irse a dormir. Aunque los colores desaparecieron de la historia, aquí resumí lo más importante. Si encuentro a Sonia en París, espero escuchar más.

Las historias verdaderas que nos cuentan son falsas. Por el contrario, las historias falsas tienen por lo menos la oportunidad de llegar a ser verdaderas.

 

 

1964

 

A un hombre se le muere su esposa. Ahora no tiene a nadie. Conoce a una mujer joven que vive lejos, a casi un continente de distancia. Todas las noches le llama por teléfono. Hablan, conversan largamente. No quiere hablar con nadie más, no le interesa hablar con los que están a su lado. Cada vez que en la distancia habla con la joven, renace la esperanza en la muerta. No puede hacer nada de día y sólo espera la noche. Cuando un error dificulta el enlace telefónico, o cuando llama y ella no ha llegado a casa, él se hunde en la desesperación más profunda. Sólo ella puede calmarlo, pero desde la distancia. Cuando la ve, no sabe quién es. Le dice todo y habla horas con ella. Tiene las cenizas, las fotografías y las cartas de la muerta, y sabe que la mujer joven no es su esposa. La voz en el teléfono es más joven, de otro país. Nunca las confunde. La conoce tanto como ella se conoce a sí misma. Sus estados de ánimo le son tan familiares como los propios. La escucha, le contesta, la espía, le cuenta. Cuando ella duda o no tiene nada que decir, se enoja y la amenaza. No es fácil decir cómo la amenaza. Porque cuando le dice que no le hablará en los próximos días, ambos imaginan la amenaza.

No quiero caer en el descrédito de los adjetivos. Los adjetivos son el lado oriental de Proust, el placer por las piedras preciosas. No me interesan, pues admiro todas las piedras. Las piedras más hermosas representan "la nobleza" de Proust, sus personajes. Mi "nobleza" la constituyen los desconocidos del origen, los hombres de la jungla, Aranda, las tierras del fuego, Ainu. Mi "nobleza" la constituyen todos aquellos que viven en y por los mitos, sin los cuales estarían perdidos (ahora casi todos están perdidos). La sociedad en la que Proust encontró su camino, su snobismo, era la manera de vivir y conocer el mundo. A mí no me interesa. Ese mundo sólo me interesa por él o Saint-Simon.

Ayer, el relato de la joven alemana que buscaba los restos de su padre. Su madre, su hermano y un amigo se trasladaron del norte de Alemania hacia Roussillon, rumbo a Collioure, en la frontera española. En febrero de 1945, su padre combatió en esas tierras, cayó en manos del enemigo y, al final del año, murió. El padre no tuvo noticias de su familia, ni su familia de él. A finales de 1946, la madre recibió una tarjeta con una sola palabra: "fallecido". Unos cuatro años después, desde París les enviaron su cartera con unas tarjetas —donde algunas veces escribió algo— y un pedazo de metal. El padre había mandado grabar el nombre y la fecha de nacimiento de su hija en ese pedazo de metal. Ella tenía entonces nueve años. A principios de 1957, los cuatro se trasladaron a Collioure y encontraron a uno de los guardianes de la prisión. Más adelante, al norte de Perpignan, encontraron el cementerio donde están sepultados quinientos prisioneros de guerra alemanes. Ahí estaban su tumba y su nombre. El padre no había salido jamás de Alemania. Lo que más lejos llegó fue a Baviera. Un día caminó con su esposa hasta la montaña Zugspitze. Su cautiverio fue el único viaje que hizo al extranjero, al sur.

La joven alemana tiene ahora un niño de once meses. Ha escondido en su casa el pedazo de metal donde el padre grabó su nombre. Apenas se atreve a ver la pieza, la esconde tan bien que, de pronto, olvida el lugar donde la puso y esa incertidumbre la hunde en una angustia mortal. Luego busca la pieza por toda su casa, la encuentra y la vuelve a esconder.

 

 

1965

 

La inspiración platónica en Cervantes es interesante sólo cuando, sin proponérselo, se transforma en una fuerza negativa. Si las ideas se transforman en un delirio, entonces se despojan de la costra, del tufo rancio y de su falsedad —que una larga tradición literaria les imprimió. La grandeza de Don Quijote no es sino su naturalidad: la idea y el ideal como un delirio que se siente y se palpa con todas sus consecuencias. Si bajo esas circunstancias parece una obra ridícula o no, poco importa: eso no es lo decisivo. A mí me parece profundamente serio.

La moral en Cervantes no es sino su desesperado intento de entenderse con las circunstancias mortificantes de su vida —adaptarse a las convenciones oficiales de los poderosos de su tiempo. Cervantes procura siempre el triunfo de la virtud, su conducta es la conducta de un cristiano. Por fortuna, la sustancia, la angustia de su vida verdadera es tan grande que ninguna actitud conformista pudo ahogarla.

Siento una gran ternura por Cervantes: él sabe más que la opinión común y corriente de su época cuya hipocresía quizá no entiende, pero nos la deja entender sin dificultad. Le admiro su extensión en el espacio: el destino que en tantas ocasiones le mostró su rostro adverso, le dio espacios en lugar de disminuírselos. Me gusta que se le haya reconocido tarde y que, a pesar de este retraso o por él mismo, él no haya perdido la esperanza. A pesar de todas las falsificaciones de la vida que Cervantes se permite en sus historias "ejemplares", ama la vida tal como es.

Aquí radica, creo yo, el único criterio de la creación épica: conocer el aspecto más aterrador de la vida y, a pesar de todos los pesares, amarla apasionadamente; amarla sin desesperarse, porque ese amor es inviolable en la desesperación. No está encadenado a una fe, pues nace de la pluralidad de la vida, de sus cambios insospechados, sorpresivos, milagrosos e imprevisibles. Para quien acosa a la vida y no puede dejarla, la vida se le convierte más tarde en cientos de criaturas nuevas, extrañas y asombrosas. Y para quien sigue acosando incansable a esas cien criaturas, la vida se las convierte en otras mil nuevas e irrepetibles.

La gente importante y superior en las novelas de Cervantes no es menos importante que la gente de Shakespeare. Sin embargo, es delicioso disfrutar en Cervantes a los jóvenes de las "altas esferas" cuando se escapan, por lo menos un par de años, a los "bajos fondos". El joven noble que por amor se transforma en un gitano (sólo que su amada no es, por desgracia, gitana); o el joven que elige la libertad y, después de tres años, regresa sin que sus padres sospechen siquiera dónde estuvo realmente. Si ellos lo llegaran a saber, ¡qué mentiras no les contaría para irse otra vez! El amor de Cervantes por la vida de la gente "baja": conoce a esa gente tan bien sólo porque desea ser reconocido. A la gente "alta" la describe tan insoportablemente alta, sólo porque debe adular a quienes pueden ser sus mecenas. Pero hay algo más que adulación: a Cervantes le gustaría ser uno más de esa gente. ¿Debe uno considerar como una fortuna que le haya ido tan mal en la vida?

En realidad, nadie puede saberlo. La influencia de la calamidad en la imaginación es diferente en cada persona. Sin conocer bien a una persona, nadie puede saber si existieron muchas o pocas calamidades en su vida, si aumentaron o disminuyeron su imaginación.

La riqueza de Stendhal en sus libros de viajes. Sus afirmaciones apodícticas y sus juicios. Su pasión por características nacionales ficticias y por la gente famosa. Su gran pasión por las víctimas y las mujeres. Su ingenuidad: nunca se avergüenza de sus sentimientos. Su placer por los disfraces, por lo menos el del nombre. A uno le gusta porque lo dice todo. Nunca logra conciliar las cosas con su vanidad. Está lleno de recuerdos, pero no sucumbe frente a ellos. Sus recuerdos tienen la extraña capacidad de no cerrarse. Admira tantas cosas que siempre encuentra algo nuevo. Muchas veces se encuentra dichoso. Sin importar su naturaleza, no se siente culpable de la felicidad. No se gasta en las conversaciones, pues odia los conceptos. Su pensamiento está alerta, pero se mantiene dentro de sus sentimientos. No vive sin dioses, éstos provienen de las esferas más distintas, pero no se le ocurre reunirlos o emparentarlos. Las ciudades sólo le interesan si hay personas en ellas. Una buena historia no puede evadirse. Escribe mucho, pero nunca es superior a lo que escribe. La falta de religión le confiere su levedad.

Stendhal nunca fue mi Biblia, pero fue mi redentor entre los escritores. Nunca leí sus obras completas, ni se me transformó en una obsesión. Pero no leí nada de él sin sentirme claro y ligero. Nunca fue mi ley, pero fue mi libertad. Cuando estaba a punto de ahogarme, encontré en él mi libertad. Le debo más que a todos los que me influyeron. Sin Cervantes, sin Gogol, sin Dostoievsky, sin Büchner yo no sería nada: un espíritu sin fuego ni contornos. Pero he podido vivir porque existe Stendhal. El es mi justificación y mi amor a la vida.



José María Pérez Gay
Ciudad de México. 1944.
Licenciado en Ciencias y Técnicas de la Información por la Universidad Iberoamericana y doctor en Sociología por la Universidad Libre de Berlín. Fue director del cultural canal 22 de televisión. Además de escritor, traductor.
Forma parte de su obra la novelas La difícil costumbre de estar lejosTu nombre es el silencio; y el ensayo El imperio perdido o las claves del siglo.
Fue embajador de México en Portugal (2001-2003), Actualmente es asesor en materia de asuntos internacionales del Gobierno del Distrito Federal, México.


junio
2004