renglones torcidos       


Vorago
Marcos Sánchez



          Esa mañana todo parecía normal. La misma sensación de sueño atrasado que me invade de Lunes a Viernes a esas horas: las siete. Consigo sacar de mí la energía necesaria para asearme y termino mirándome al espejo del baño con expresión bovina. Malditas ojeras… ¿Qué quieren anunciar? ¿Una señal de alarma? Luz roja pulsante para avisar al propietario de ese rostro demacrado que ha de cambiar sus hábitos, que su loca trayectoria como trabajador durante doce horas al día es desaconsejable para la imagen. No quiero pensar cómo me veré al cabo de diez años, cuando mi edad ronde esa franja donde descubres con estupor que ya no eres el mismo, que una transformación se ha operado en todo tu ser y te impide ser un optimista a ultranza. Eso es lo que caracteriza a uno en la década del comienzo, de los proyectos ilusionados, de las esperanzas en el futuro cuando aún el presente no ha hecho mella en tu entusiasmo.

          En fin, que salí del cuarto de baño con la única convicción de que debía tomar café, un gran tazón de café humeante y dejarme llenar por ese fluido que tonifica la sangre para que se activen los músculos y empiece a tomar conciencia de los claroscuros de la realidad. El pasillo me parece más largo que nunca y hago acopio de fuerzas para atravesarlo ¡Qué fastidio! Los cojines del sofá están esparcidos por el suelo. Curioso, porque no creía haberlos dejado así la noche anterior. Si hay algo que me molesta en esta vida de soltero empedernido es lo poco que cunde cuando recoges la casa. Ya me gustaría poder contratar una sirvienta pero los cuatro ochavos que gano no dan para más.

          Llegué al vestíbulo y vi que la luz se había quedado encendida, algo inusual pues siempre reviso las luces antes de derrumbarme en el tálamo de mis sueños. Bah, un pequeño dispendio. Apagué justo en el momento en que mis ojos habían captado el pequeño montón de cartas que yacían sobre el mueble de la entrada. Como no me fío de mi memoria suelo dejar allí encima aquello que debo llevarme sin falta al trabajo al día siguiente. Las misivas guardaban un contenido de lo más dispar, empezando por el impreso de suscripción al gimnasio del barrio y la domiciliación bancaria; sesenta euros serían arrancados de mi cuenta cada mes por someterme a la tiranía de máquinas y mancuernas. Tal era el complejo que me atenazaba debido a mis excesos calóricos. Y es que no seré un manitas en la cocina precisamente pero como gourmet debo hallarme entre los más difícilmente saciables. Qué placer remojar el pan en la salsa de arándanos, en la mostaza de Dijón o en el caldito del pato a la naranja. Y como no hay una mujer que aguante a mi lado el tiempo suficiente para controlar mi ansiedad gastronómica aprovecho cada ocasión para reconfortar mi atribulado espíritu aposentándome ante una buena mesa.

          Veo un sobre de color amarillo que no me agrada en absoluto. Mis asuntos con el fisco me llevan por la calle de la amargura. El sobre azul celeste que está al lado me motiva mucho más. Al fin he reunido los ochenta mil puntos del club de viajes para pasar un fin de semana gratis en Ibiza. Quizá en esta época del año esté mejor Tenerife. La playa del inglés me tiene hipnotizado, aunque he de tener más cuidado la próxima vez que se me arrime una elementa como la Fani. Pues no quería la arpía que me la trajera aquí, ¡a mi casita! para no sé qué monserga de cuidarme y todo ese lío que se hacen las de mediana edad cuando ven que les va quedando cada vez más lejos eso de ser madres.

          Por otro lado, yo jamás habría sospechado que ninguna mujer sensata fuera a interesarse por mí. Y la verdad es que Fani no pisaba con los pies en el suelo. Volaba y volaba entre los mundos rotantes de su imaginación y no distinguía frontera entre su universo y la realidad. A mí me conviene que me controlen un poco y mi vida con Fani habría terminado por convertirse en un desatino.

          Bien, sobre el mueble del hall había más papeles, pero juraría que tanto éstos como las cartas los había dejado en orden el día antes. Le quité importancia pues aún sentía la cabeza como si hubiese estado sirviendo de yunque a un herrero demente. “Procuraré restringir mis salidas nocturnas”, me prometía sin mucha fe en mí mismo, en el momento en que abrí la puerta de la cocina. Una vez más, el desorden se había hecho el amo de aquella fortaleza donde me encerraba para diseñar mis especialidades culinarias favoritas. La noche anterior degusté unos lomos de rape con grelos que quitaban el hipo, según reza el dicho, aunque en honor a la verdad a mi el hipo me vino después por comer demasiado aprisa, que he de reconocer que a veces me afano tanto con el condumio que degluto como si empeñara mi vida en ello.

          Pues nada, como no consigo corregirme y dejo para el día siguiente eso de acondicionar la cocina, cada mañana me enfrento al desolador panorama. Sin embargo, en aquella ocasión detecté algo inusual. Se trataba de una sensación que flotaba en el ambiente, como un rumor sordo que casi no se deja oír o una ráfaga de aire gélido que encerrase multitud de cristales microscópicos que se frotaran entre sí rechinando, una extraña carraca que estuvo muy cerca de ponerme el vello de punta. Miré en el interior del recipiente donde echo la ropa sucia y cerré casi instintivamente. El montón rebasaba el borde. Algún día licenciaré la lavadora y meteré el aluvión de trapos en la lavandería, una auténtica comodidad. Al lado del artefacto lavador estaba el cubo de la basura, con la tapa caída, algo que me revienta porque tantas veces como intento ponerlo derecho y la muy ladina se empeña en precipitarse al suelo. “Es igual –pensé–, son muchos intentos frustrados de hacerle restablecer el equilibrio y no voy a pretender ahora cambiar el sentido de giro de su universo”. He de destacar que, si bien lo dejé pasar, un rescoldo quedó adherido a mi memoria.

          Más allá estaba la cafetera, con su gastado recipiente de cristal a la espera de ser cargado con la estimulante droga. Anhelaba paladear el caliente bebedizo y dejarme invadir por el océano de sensaciones que provoca siempre en mi interior. Lo necesitaba; aquel brebaje revitalizaría mi capacidad de percepción, tan apagada a aquellas horas tempranas. Sujeto el asa del cacharro con gesto mecánico heredado del ritual matutino pero qué sorpresa la mía cuando de forma ajena a mi voluntad aquello se tuerce y acaba vertiéndose parte del contenido, un residuo caldoso del día anterior.

          –“Juraría que no he hecho nada para provocar esto”– me decía a mí mismo, pillado por sorpresa. Mira que hay veces en que eres consciente de tu torpeza, pero no era el caso. Tras discurrir unos segundos sobre ello pensé que podía haberse debido al velo que aún cubría parte de mis sentidos, por lo que decidí mantenerme alerta para evitar más incidentes. De camino al fregadero con el jarro en la mano mis ojos captan el cubo de la basura con su tapa torcida, la cual parecía tan contenta en aquella postura. Me dio la sensación de que sonreía complacida por haber conseguido la hegemonía sobre mí y haber vencido mi empeño de colocarla en su sitio como Dios manda. Consigo eliminar los restos de café añejo vertidos que parecían impregnarlo todo y me dispuse a preparar una nueva ración. Mi cabeza necesitaba despejar las brumas. Si Fani hubiese estado a mi lado me habría echado una mano, estoy seguro. Su desprendimiento de la vida terrena no llega a tanto como para no auxiliar a un ser querido en apuros. Se me ocurrió que no sería mala idea llamarla más tarde. Igual la invitaba a tomar algo y después la llevaría al Auditorio. La Filarmónica de Londres daba una serie de conciertos esa semana. Al menos manteníamos en común nuestro gusto por la música sin estridencias, que para ajetreos ya tenemos bastante con la vorágine de la vida.

          Miré un momento por la ventana y vi que el vecino se preparaba para algo similar a lo que yo hacía y corrí la cortina. Cómo me complacería que emigrara a otra latitud y que dejara la casa vacía. Ciertamente no me entusiasma contemplar las intimidades de otros ni que ellos puedan contemplar las mías. – ¡Vaya con la cortina! ¿Dónde se habrá enredado?– me pregunté al notar que no corría. Debí dar un tirón con un ímpetu poco conveniente pues con la brusquedad del gesto arremetí contra el jarrón con flores que hasta un segundo antes había permanecido erguido sobre la mesa en confiada pose. Mis reflejos respondieron con acierto y mediante una finta que llevé a cabo con insospechada agilidad conseguí evitar que la vasija se hiciese añicos. Lo que más me hubiera disgustado hubiese sido contemplar el destrozo de ese objeto de cristal de Bohemia, que encontré en una tienda escondida en las callejas de Praga. Bien es verdad que lo había adquirido a menor precio por contener algún defecto (una burbuja de aire alojada en la parte alta del cuello según me dijo la dueña del local, una matrona oronda que olía un poco a repostería y chocolate caliente). Por eso no lo tenía expuesto en un lugar de la casa que fuese más visible. Coloqué el jarrón en su sitio y volví hacia la cortina, para desatascarla de una vez. El tirón no obtuvo otro resultado que el de rasgar la tela, esa maldita tela que nunca me había gustado pero que había conseguido a tan buen precio en el mercadillo del barrio. La barra no se contentó con mantenerse en posición de equilibrio, sino que se salió de sus anclajes y se inclinó peligrosamente sobre mí de modo que las argollas se fueron desprendiendo una detrás de la otra para terminar esparciéndose por el grisáceo suelo de la cocina.

          Para completar mi estupor comprobé que las baldosas estaban untadas por una pátina resbaladiza de no sé qué vertidos recientes y eso me hizo resbalar cayendo hacia atrás. Mi mano intervino pronta para sujetarme al mueble del fregadero pero sólo evité a medias el testarazo, rozando el borde de la mesa mi sien izquierda, lo cual produjo en ella una brecha que comenzó a sangrar sobre la ceja. Noté el espesor de la sangre bajando hacia el ojo y la primera gota mojó la mesa. Rojo oscuro sobre blanco nítido. Me apoyé con las dos manos sobre el tablero y así pude contemplar al causante del pringue que había sobre las baldosas: la aceitera perdía su contenido a través de algún perverso orificio. Deduzco que algo del extracto oliváceo tuvo que llegar al suelo, permaneciendo apostado a la espera de que yo apareciera por allí.

          Una especie de eco rebotaba en el interior de mi cabeza. Una voz que era más bien un siseo, me llenaba de vocablos apenas inteligibles. Palabras sueltas que recorrían mi mente sembrando sombras de sospecha y oprimían mi ánimo para vaciarlo de esperanza.

          Me aproximé a la alacena donde guardo algunas compresas y apósitos y me dispuse a aplicar una cura a la herida. Vi el cubo de la basura con su tapa tumbada, descaradamente fuera de su lugar. Daba la impresión de mofarse con aquel circo que estaba contemplando desde que mi presencia en la cocina desencadenara toda aquella sucesión de infortunios. Miré con fijeza aquella tapa verdosa ¿o era gris? e hice el propósito de contenerme pero con poca convicción, de modo que propiné una patada al cachivache que más odiaba de todos los que poblaban la estancia. Además, había algo indefinible que me hacía sospechar que esos objetos, inanimados y pasivos por tradición, estaban experimentando algo similar a una rebelión silente, un tácito acuerdo para ir todos a una en pos de una disparatada conquista.

          Suspiré profundamente. Decidí ignorar lo que pasaba por mi imaginación y me acerqué a la cafetera para servirme un poco del negro elemento, justo en el momento en que un sonido procedente del interior de un armario llamó mi atención con un estruendo ahogado. Abrí la portezuela y me encontré con una pila de platos que acababan de caer abandonando como por arte de magia su anterior situación de equilibrio. Tuve que arrimar precipitadamente el antebrazo al borde de la alacena para que la pequeña avalancha no se desbordase y acabara con la vajilla echa añicos por el suelo. Sin haber podido aún recomponer el estropicio, escuché el rumor de otro derrumbe. Las sartenes se agolpaban contra el armario bajero que las guardaba. No lo podía creer. ¿Estaba en medio de un asedio? Me agaché y traté de recolocar esos cacharros, pero el que estaba encima de todos, una parrilla, se deslizó sobre el informe montón y terminó dando vueltas alocadamente sobre el gris de las baldosas. Intenté darle caza pero me incliné demasiado desde mi posición de cuclillas y perdí el equilibrio.

          Recuerdo que quedé medio tumbado mirando perplejo hacia el lugar de donde había salido la pequeña parrilla rebelde. Poseído por una rabia que había empezado a crecer en mí desde que me herí en la sien, agarré el cacharro y lo lancé sobre el resto de sus compinches de metal con tal ímpetu que dos sartenes más salieron despedidas de su cubículo y fueron a embestir contra mi rodilla derecha. La punzada de dolor fue instantánea, como si un millar de agujas se hubiesen entretenido en hurgar frenéticamente en esa zona de mi cuerpo. El estallido de furia que me invadió en aquel momento igualaba al sentimiento de impotencia que se había adueñado de mí definitivamente. Lejos de tirar la toalla, empero, me afané en dar alcance a la cafetera para tratar de recomponer mi estado de ánimo tan maltratado por… Ya no me cabía duda acerca de que esa especie de confabulación de materia inerte se debía a la conjugación de fuerzas extrañas antes que a la incapacidad de mi cerebro para enviar órdenes más precisas al resto de mi organismo. Llené una taza con el café pero con tan mala fortuna que me atraganté con aquel líquido negruzco como la noche que embargaba mi mente. La tos me produjo espasmos y la incapacidad para respirar se hizo patente cuando, por más que luchaba por sacar de mi garganta al causante de mi asfixia, solo conseguía aumentar la congestión de mi rostro, el cual parecía hallarse a un paso de reventar a fin de posibilitar una salida al maligno estimulante evacuándolo por todos los poros. En un último espasmo y cuando ya empezaba a nublárseme la vista, un estertor arrancó de mí el diabólico atasco, resonando como un alarido desgarrado entre las cuatro paredes de la cocina. Empecé a respirar con dificultad, apoyado con las dos manos sobre la mesa blanca, donde se había esparcido mi baba negruzca dejando sembrada la superficie con un rastro de fluido formado por cúmulos viscosos que parecían estar animados de vida propia, exhibiendo sus seudópodos temblorosos.

          No puedo decir cuánto tiempo permanecí en esa postura, inmovilizado y embotado. Recuerdo haber oído los susurros que serpenteaban en mi interior; voces que parecían provenir de los cacharros que me rodeaban:

          –Te lo mereces por no limpiarme cada vez que me usas, hablaba la cafetera.
          –A mi me has relegado a la cocina, donde nadie puede admirarme –se quejaba el jarrón.
          –He intentado llamar siempre tu atención echándome al suelo, pero te empeñabas en arrinconarme contra la pared en lugar de ponerme sobre el cubo –censuraba la tapa de la basura.
          –No pones cuidado cuando fríes sobre nosotras tus porquerías grasientas y estamos llenas de carbonilla– protestaban las sartenes.

          Así, una machacona retahíla reverberaba en mi mente, comenzando a invadirme una desazón mayúscula, de una intensidad imposible de determinar, como si un cáncer recorriese velozmente mis entrañas alcanzándome el cerebro para roerlo y apartarme cada vez más de la cordura. Recuerdo que di varios pasos tambaleantes por la cocina, ahogándome en un torbellino de hostilidad y rabia desatada que me empujó a propinar todas suerte de golpes a mi alrededor. Arremetí contra todo objeto que osara mantenerse en pie. La vajilla, el microondas, cacerolas, parrillas, la cafetera, el frutero de cerámica… y a continuación vinieron los armarios y sus tesoros: productos para la limpieza y desinfección, abrillantadores, detergentes, desengrasantes... Desparramé su contenido por todas partes al tiempo que comencé a gritar desgarradoramente. Al final, mi garganta palpitaba en una emisión áfona e ininteligible que acompañaba al estruendo de mis golpes.

          Del resto ya no recuerdo sino vagas imágenes de personas uniformadas que entraban en mi casa y me llevaban con ellos entre convulsiones de mi cuerpo que se retorcía y agitaba al igual que mi mente desbocada, incapaz de emitir un mensaje coherente.

          Estoy sorprendido, ahora que les escribo esto desde mi habitación de… aislamiento, creo que la llaman; sorprendido porque, sin desfallecer en la ciénaga de mi locura he podido contarles todo lo que me sucedió aquel día infausto, el día en que una fuerza desconocida me empujó a los abismos de la oscuridad.



Marcos Sánchez
Ciudad-Real, España. 1961.
Licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense, especialidad de Química Orgánica y ha trabajado como ejecutivo durante 15 años en la industria petroquímica.
El primer clon es su primera novela publicada.
Es colaborador de la revista Lateral, tiene publicados varias artículos en el área de la química.

mayo
2004