el hilo negro       


El pequeño mago de Messkirch
José María Pérez Gay



El día que conocí a Martin Heidegger

                   Hacia principios de septiembre de 1965, Ramón Cortés Alaminos me propuso pasar unos días en París para olvidarnos de una pesadilla: el semestre de verano en la Universidad Libre de Berlín. Por ese entonces los dos teníamos la beca de posgrado de la Comisión de Universidades Alemanas, estudiábamos en Berlín Occidental y habíamos presentado unas semanas antes nuestro examen de alemán superior, sin el cual no podíamos seguir estudiando en la Universidad. Ramón Cortés Alaminos, boliviano, estudiante de filosofía, tenía veintinueve años y me llevaba una ventaja considerable. Había estado trece años en el Colegio Alemán de La Paz, hablaba el alemán de corrido y sin acento, estudió en Caracas la licenciatura en filosofía, frecuentó los seminarios de los profesores Juan David García Bacca y Ernesto Matín Valenilla y preparaba su tesis de doctorado sobre La idea de la técnica en la filosofía de Martin Heidegger.

                   Yo, en cambio, tenía veintidós años y no hablaba una palabra de alemán, había estudiado la licenciatura en Comunicación en la Universidad Iberoamericana y obtenido una beca para estudiar sociología y germanística. A partir de septiembre de 1964, la Dirección del Instituto Goethe decretó confinarme siete meses en un pueblo del sur de Baviera, Brannenburg-Degerndorf, a unos cinco kilómetros de la frontera austriaca, para aprender el alemán. Por esos días nunca me hubiera imaginado que iba a permanecer dieciséis años en Alemania. No obstante, aprender el alemán era mucho más difícil de lo que todos sospechaban. Los siete meses en el Instituto Goethe fueron una introducción a los principios del idioma, no me sirvieron de gran cosa. Al final del curso leía los periódicos sin problemas, quizá una novela no muy complicada, pero no podía explicar un texto a fondo, ni mucho menos escribir en alemán. Me harían falta todavía seis semestres en la Universidad, los días de vigilias y gramáticas, del diccionario Slabý-Grossmann, que no acierta nunca con el matiz preciso, de la acrobacia de las declinaciones, de los verbos y sus prefijos separables, de las voces compuestas y las vocales abiertas.

                   A finales de junio presentamos el examen de alemán superior en la Universidad. Unos minutos antes de entrar al salón de clase donde tendría lugar el examen repasábamos los temas y nos sorprendimos de nuestra propia serenidad. Al mediodía pasamos al salón donde el profesor Erich Offermanns, sentado en una silla patriarcal, nos esperaba sonriendo. Por un absurdo y estricto sentido germano, nos dictó primero diálogos de la obra Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, de Peter Weiss; a Ramón Cortés lo puso a temblar con la reconstrucción de un relato del escritor Gottfried Keller, a mí me dejó leer en voz alta y explicar un texto de Heidegger, un fragmento de la carta Sobre el humanismo, publicada en 1947 y, como si fuese poco, nos asestó después la prueba de gramática. Si he de ser sincero, no sé todavía cómo sobrevivimos a ese Tribunal de la Santa Inquisición Germana. Si a Cortes Alaminos el examen le ocasionó un fuerte dolor de cabeza, yo sentí que ese día estaba señalado como el de un naufragio inevitable.

                   El profesor Offermarms me escuchó leer y, unos minutos después, me preguntó si entendía el texto.

—No es un examen de filosofía, sino del idioma alemán —me dijo.

                   Me pareció una injusticia del destino que me tocase explicar a mí un texto de Heidegger en el examen de alemán, mientras Cortés Alaminos, el especialista, leía un texto de Gottfried Keller. En un impulso de orgullo juvenil, le respondí que sí entendía y, acto seguido, me pidió que explicara el texto. Aquel mediodía interpreté sólo unos párrafos, pero Offermanns no se dio por satisfecho y volvió a la carga. Me pedía que le describiera ciertas diferencias entre verbos y sustantivos.

                   Hacia 1963, a los veinte años de edad, yo había fracasado con los primeros capítulos de Ser y tiempo en la traducción de José Gaos publicada por el Fondo de Cultura Económica. Por esos años, Martin Heidegger era todavía una presencia hegemónica en la Facultad de Filosofía de la unam. Ramón Zorrilla, un ex dominico estudioso de la filosofía, me llevó a las clases de Ricardo Guerra, al seminario sobre filosofía de la religión de Luis Villoro, pero sobre todo escuché la exposición de la primera parte de Ser y tiempo de Fernando Sodi Pallares, un profesor de filosofía tomista en la Universidad Iberoamericana. Mi información se reducía entonces a esas clases y a textos de historia de la filosofía como, por ejemplo, el de Johannes Hirschberger y Nicola Abangano o la excelente exposición de la obra de Heidegger de José Ferrater Mora en su Diccionario de filosofía.

                   Offermanns afiló sus armas, hizo una pausa y se lanzó al ataque preguntando cuál era la diferencia entre Denken, "pensar", Andenken, una palabra que no tiene equivalente en español, cuya traducción seda "recordar con devoción", y Andacht, la "devoción misma". Me preguntó también la diferencia entre Nachdenken, "pensar en", Durchdenken, "pensar a través" y Ausdenken, "imaginar". Yo estaba muy lejos de saber entonces que para el Heidegger de esos años pensar no era analizar sino "rememorar" el Ser de manera que pudiese revelarse luminosamente. Desde entonces me pareció que leer a Heidegger era como estar condenado dentro de un círculo infernal: el del propio idioma alemán. Desde entonces Martin Heidegger me pareció también, a pesar de la tarea insólita de José Gaos en español, un autor intraducible.

                   A principios de septiembre viajamos a Friburgo de Brisgovia, porque Cortés debía visitar a un amigo y asesor de su tesis. Nuestro plan era continuar hasta París, pero decidimos permanecer unos días en esa ciudad. Nos hospedamos en la Kolpinghaus, un hostal para estudiantes de la calle Meckart. Por diversos inconvenientes de los últimos dos anos, Ramón Cortés había aplazado la cita con su asesor de tesis Víctor Li Carrillo, un profesor peruano de ascendencia china y traductor de Heidegger al español que vivía en Friburgo. No recuerdo ya si el profesor Li trabajaba en la Universidad de Friburgo, si pasaba sólo una temporada o si participaba en uno de los seminarios privados de Heidegger. Víctor Li Carrillo nos invitó a comer en el Rastkeller, un restaurante situado a la sombra de la catedral de Friburgo. A mediados de los años sesenta, para mí todo era nuevo en Alemania, el nombre de la zona en la que estábamos, Schwarzwald (la Selva Negra) me intrigaba.

                   Al día siguiente, Ramón Cortés Alaminos se puso a trabajar con Víctor Li Carrillo en su tesis de doctorado, y yo me dediqué dos días a conocer los alrededores. Nueve años después, cuando leía texto de Heidegger Por qué permanecemos en provincia, recordé el paso por la Selva Negra, escuché otra vez el dialecto incomprensible de sus campesinos, el canto de los leñadores al regresar a sus casas, las iglesias católicas barrocas que se suceden una a otra entre los pueblos de Immendingen y Sigmaringen —aquel atardecer en el pueblo de Messkirch, donde nació Martin Heidegger, el hijo del sacristán de la iglesia de San Martín. Heidegger, que tantas veces proclamó su pertenencia a los campesinos de la Selva Negra, hizo de su cofradía con esa gente la implícita reivindicación de un monopolio de autenticidad campesina. Más tarde me di cuenta que era imposible entender a Heidegger sin entender el significado de su vínculo con esa provincia alemana, así como creo también que es imposible entender su filosofía si no se domina el idioma alemán.

                   Poco después llegué a la ciudad de Staufen, situada a unos veinte kilómetros de Friburgo, donde se cuenta que el doctor Fausto hizo su pacto con el diablo. En unos cuantos kilómetros cambié del paisaje de los leñadores al de los alquimistas. Por el contrato impío Fausto deseaba alcanzar la eternidad, pero en Staufen me revelaron el revés de la trama. Me dijeron que el doctor había sido un alquimista, un afamado científico de la época. Pero el pacto no lo había celebrado con el diablo sino con un barón, el dueño de las tierras de Staufen, que estaba convencido de que el doctor podría hacer su fortuna descubriendo el secreto de cómo fabricar oro con metales básicos. EI doctor Fausto murió, durante uno de sus experimentos, a causa de una gran explosión; los vecinos creyeron que el mismo Satanás se lo había llevado.

—¿Quieres conocer a Heidegger? —me preguntó Ramón Cortés.

                   Víctor Li Carrillo era, hasta donde recuerdo, inquilino del filósofo. Heidegger le rentaba un departamento a unas dos cuadras de su casa. Al atardecer del 8 de julio, cuando el sol iba desapareciendo entre los árboles dorados del otoño, llegamos a la calle Rötebuckweg 47, la casa de los Heidegger, cuya fachada tenía paredes blancas y macetas con flores en las ventanas. Nos recibió la señora Elfride, su esposa, y nos señaló el camino por una escalera de madera medio vencida. En el primer piso se encontraba un enorme armario familiar, y una puerta al estudio atestado de libros y manuscritos sobre el escritorio. Desde la ventana se veían las ruinas de la fortaleza de Zähringen. Unos minutos después apareció Martin Heidegger, saludó a Li Carrillo y él nos presentó al profesor.

—Dos estudiantes latinoamericanos —le dijo.

                   Heidegger tenía entonces setenta y siete años de edad. Un hombre bajo de estatura, de complexión robusta y movimientos ágiles, de semblante enérgico e impasible, de ojos oscuros singularmente vivos, nariz aguileña y boca fina; su sonrisa era todavía juvenil, tímida y un tanto burlona. Vestía un grueso suéter bávaro verde oscuro, pantalones mitad de cuero sostenidos por tirantes, botines de gamuza y una boina vasca —el uniforme clásico de la región. Hablaba un alemán perfecto, wie gedruckt, es decir, listo para la imprenta. Un anciano serio y amable, que interrumpió su trabajo sólo para atender a dos estudiantes latinoamericanos. Esa tarde lo que más me llamó la atención fue que Heidegger se citaba a sí mismo en tercera persona.

—Se dice en Ser y tiempo—nos decía como si no hablara de él, sino de otro autor.

                   Ramón Cortés Alaminos se lanzó a preguntar sobre los temas de su tesis de doctorado; el boliviano estaba conmovido ante la presencia de Heidegger y sediento de respuestas luminosas. En ese momento me propuse observar y no abrí la boca durante la conversación. No le hubiera podido preguntar nada a Heidegger, porque sabía muy poco sobre su filosofía, y porque mi alemán era, como lo dije antes, el de un principiante.

                   Ramón Cortés acribilló sin piedad a Heidegger con varias preguntas en torno a la cuestión de la técnica; le preguntó sobre el origen griego de la palabra "técnica", Heidegger congeló con una mirada al boliviano y le contestó que para los griegos el término téjne, origen de la palabra técnica, no tenía ningún sentido práctico. El profesor hizo un repaso vertiginoso por la filosofía griega, nos explicó que Platón usaba téjne como sinónimo de episteme, que significa "saber"; y que Aristóteles lo empleó como uno de los sujetos posibles del verbo aléthevein, que significaba "poner al descubierto", es decir, instalar algo en el espacio de la alétheia, como el Partenón está sobre la Acrópolis —recuerdo muy bien que puso ese ejemplo. Esa tarde entendí, o creí entender, que la ciencia moderna, para Heidegger, tiene su fundamento no en la praxis de la teoría sino en el desarrollo esencial de la técnica planetaria.

—Cuando Galileo afirma que es imposible comprender lo que está escrito en el libro del mundo sin conocer primero la lengua matemática —continuó Heidegger—, vale preguntarse si esa afirmación es una proposición matemática o una decisión filosófica. Por el contrario, para Platón la fiosofía se funda en la reciprocidad entre ousía, que significa el ser, y de alétheia, que significa estar al descubierto.

                   Nos despedimos de Martin Heidegger y de Víctor Li Carrillo, salimos rumbo a la estación y abordamos esa misma noche el Transeuropa Express rumbo a París. Ramón Cortés Alaminos habló durante el viaje como un alucinado. Me preguntó si me daba cuenta de que Heidegger nunca había satanizado la técnica y la ciencia moderna, de que siempre se interesó por revelar su esencia, mientras los profesores de filosofía hablaban de la técnica sólo desde la perspectiva de la praxis y todo lo confundieron.

—¿Quién se da cuenta en estos momentos de que la presencia de Heidegger en el mundo es tan importante como lo fue la presencia de Platón o de Aristóteles, la de Descartes o de Leibniz, la de Kant o de Hegel? —dijo Cortés.

—¿No estás exagerando? —respondí.

—No tienes idea con quién estuviste esta tarde. Heidegger es el gran metafísico del siglo xx y el último de los grandes clásicos alemanes. Cuando dice que nosotros, los modernos, durante siglos hemos actuado demasiado y pensado muy poco, no está sino proponiendo el programa de toda filosofía futura. Cuando afirma que "la ciencia no piensa, explica", hace la crítica del "proyecto matemático de la naturaleza", vale decir: la esencia misma de la modernidad —dijo Cortés.

—Dime, ¿fue o no fue un nazi irredento?

—¿De veras te importa mucho su filiación política?

                   Pertenezco a una generación que se formó en Belín Occidental bajo el dominio de la Escuela de Frankfurt. Mi llegada a Alemania coincidió con los años amargos en que los jóvenes universitarios, los que saltaban a la vida pública en sus tempranos veinticinco, descubrieron azorados el genocidio de los nazis, sintieron una profunda vergüenza de ser alemanes y le echaron en cara a sus padres no haberse rebelado contra la tiranía del Tercer Reich. Esa generación de estudiantes se dedicó a rescatar el pasado inmediato de Alemania, se obsesionó hasta el delirio con la teoría de Karl Marx, hizo la crítica de lo que llamó "el capitalismo tardío", se opuso de una manera feroz a la guerra de los Estados Unidos en Vietnam, le dio a la utopía una dignidad filosófica que no había tenido antes, salvo quizá en la filosofía de Ernst Bloch, y se lanzó a una revuelta estudiantil que cambió el curso político de la República Federal de Alemania.

                   Mis profesores en la Universidad Libre de Berlín fueron sobrevivientes o adversarios del nacionalismo. Hans-Joachim Lieber se formó con Karl Manheim y Norbert Elías —la sociología alemana del conocimiento en el exilio. Richard Löwenthal, un judío de Leipzig, se había educado con Karl Korsch y el marxismo de los años treinta. Jacob Taubes, hijo del gran rabino de Viena, Zwi Taubes, fue profesor adjunto de Gershom Scholem en la Universidad de Jerusalén y, unos años después, director del Instituto de Hermenéutica y Religión de la Universidad Libre. Peter Szondi, uno de los mejores críticos de la literatura clásica alemana, dedicó la mayor parte de su actividad docente a la estética de la época de Goethe y al idealismo alemán. Peter era el hijo de Leopold Szondi, el eminente psiquiatra judío de Budapest. A los cuarenta y dos años, el profesor Peter Szondi se suicidó en Berlín. Su adolescencia la había empezado en el campo de concentración de Bergen Belsen. Su cuerpo había sobrevivido al Holocausto, pero no su espíritu.

                   Por su biografía y su trabajo intelectual, estos profesores fueron refractarios a la tradición católica de Friburgo y a la filosofía de Martin Heidegsger. Todos se sentían herederos del espíritu democrático de la República de Weimar y, a mediados de los años sesenta, eran social demócratas de corazón, seguidores de Willy Brandt y su proyecto político, combatían la ideología conservadora de Konrad Adenauer y la democracia cristiana.

                   En el Instituto de Ciencias Políticas Otto Suhr de la Universidad Libre de Berlín, Alexander Schwann, nuestro profesor de teoría política, publicó en 1965 su libro La filosofía política en el pensamiento de Martin Heidegger. El libro de Schwann en provocó entonces un escándalo entre los académicos, porque ahí se publicó por primera vez completo La autoafirmación de la universidad alemana, el discurso que Heidegger pronunció el 27 de mayo de 1933, cuatro meses después del ascenso de los nazis al poder, asumió el rectorado de la Universidad de Friburgo.

                   A principios de 1967, Alexander Schwann impartió un seminario sobre Filosofía y política en Heidegger. Las sesiones —no éramos más de quince alumnos— fueron enardecidas y polémicas; unos defendían el sentido de la filosofía; los otros arremetían contra el Heidegger nacionalsocialista y otro grupo más radical y extraño encontraba en Ser y tiempo una vía de acceso a Karl Marx —la traducción de los conceptos de la analítica del Dasein a la teoría freudiana de las pulsiones y la filosofía de la historia, según Herbert Marcuse. Cuando, en 1987, apareció el libro de Víctor Fadas Heidegger y el nazismo, Alexander Schwann añadió un epílogo a la reedición de su libro Pidiendo un Heidegger desde dentro, donde abogaba por una interpretación de Heidegger a partir de sus propios presupuestos. Nunca dejaré de agradecerle a Schwann que me haya puesto a estudiar Ser y tiempo para saber de qué hablábamos.


El pequeño mago de Messkirch

                   Martin Heidegger nació el 26 de septiembre de 1889 en Messkirch, un pueblo de la provincia de Baden, el Corazón de la Selva Negra. Hijo del sacristán tornero Friedrich Heidegger y de Johanna Kempf, sus años de aprendizaje se resumieron en el noviciado de los jesuitas en Tesis, Feldkirch. Durante esa época quiso estudiar teología, fue desesperadamente católico y se dedicó a estudiar metafísica. Quiso esclarecer la presencia de Dios como la clave y la garantía de nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos. Hacia 1915 entraron en su vida Husserl y Dilthey. Heidegger viene de una tradición filosófica alemana católica que sólo podía sostener su discurso defendiéndose contra el asalto de la modernidad —una modernidad para la que Dios había ya perdido toda fuerza y valor.

                   Carl Braig, su primer maestro, fue un teólogo de la antimodernidad cuyo compendio Del Ser, un esquema de la ontología fue libro de texto para Heidegger. En su juventud: Heidegger se hizo miembro del Gralsbund, un grupo del Movimiento de las Juventudes Católicas estrictamente antimoderno, cuyo líder, Richard von Kralik, era un apasionado defensor de la restauración del reino católico romano de la nación alemana. El dominio político debería estar en la casa de los Habsburgo católicos, sostenía Braig, no en la Prusia protestante y moderna.

                   Extraña paradoja: Heidegger se defendió con las armas de la modernidad misma: la tesis de Husserl sobre la validez supratemporal y suprasubjetiva de la lógica, una idea que se encontraba en la filosofía metafísica medieval. Las dudas nominalistas de una razón que confiesa no sólo el carácter incomprensible de Dios, sino también el de la aceidad, dieses da, ese ahí, el individuo irrepetible. Individuum est ineffabile.

                   Sin embargo, la idea de la historicidad (Geschichtlichkeit) le reveló muy pronto la fragilidad de la metafisica. El pensamiento metafísico no suponía el carácter inmutable del individuo, pero sí el carácter inmutable del Ser. Heidegger aprendió de Wilhelm Dilthey que las verdades también tienen su historia. Al final de La teoría de las categorías y de la significación en Duns Escoto, su trabajo de habilitación profesional, Heidegger se despidió del pensamiento de la Edad Media. Hizo suya la convicción de Dilthey: "El sentido y el significado nacen sólo con el individuo".

                   El 27 de julio de 1915, Heidegger sostiene su primera cátedra pública en la Universidad de Friburgo: El concepto de tiempo en la ciencia histórica. Una frase del Maestro Eckhart, el místico alemán, le sirvió de hilo conductor: "El tiempo es aquello que se transforma y renueva, la eternidad es siempre la misma". En su sermón número 32, Eckhart decía: "Un viejo maestro dice que el alma se compone por la mitad entre una y dos cosas. La ‘una’ es la eternidad, que siempre se mantiene sola y simple. La ‘dos’ es el tiempo, que se transforma y renueva".

                   A los treinta y cinco años, Martin Heidegger fue nombrado profesor titular en la Universidad de Marburgo. Por esos días no había publicado nada más que su trabajo de habilitación profesoral, pero ya era conocido en los círculos más selectos de las facultades de filosofía. En Marburgo, Heidegger se concentró en la lectura de los clásicos, sobre todo de Platón y Aristóteles. "Los textos de Aristóteles eran leídos con tal pasión que nunca nos dimos cuenta", recuerda Hans Georg Gadamer, "de que Heidegger no estaba de acuerdo con su idea del Ser, sino que, por el contrario, su trabajo apuntaba a un proyecto radicalmente opuesto al de Aristóteles".

                   Después de la Primera Guerra Mundial, en las universidades alemanas dominaba un malestar entre profesores y estudiantes que se oponían a la idea de que las instituciones académicas fuesen sólo escuelas de profesionistas y empleados. "En las facultades de filosofía existía entonces sólo un nombre", escribía Karl Löwith, "un nombre que viajaba por toda Alemania como el del secreto de la filosofía: el pequeño mago de Messkirch, Martin Heidegger".


Ser y tiempo

                   En septiembre de 1927 apareció Ser y tiempo, un libro que conmovió al mundo filosófico, punto de partida de su pensamiento. Iniciada la lectura, nos molestan los tecnicismos filosóficos, los retruécanos germanos intraducibles; al cabo de cien páginas comprendemos que esa deliberada oscuridad nos lleva a una perspectiva filosófica apasionante. Heidegger continuó en Ser y tiempo el trabajo de Nietzsche: pensar la muerte de Dios y criticar a "los últimos hombres" que se contentan con dioses artificiales, sólo para no admitir el terror que significa la desaparición de Dios. En Ser y tiempo, la capacidad de poder aterrarse se llama Mut zur Angst, atreverse a la angustia. Ser y tiempo: el título es en sí un manifiesto.

                   De acuerdo con la tradición, el ser es atemporal. En Metafísica, desde Platón, la investigación del ser, de la esencia en o detrás de la apariencia, es precisamente una búsqueda de lo constante, de lo que permanece y dura como eterno en el flujo del tiempo y del cambio. El título de la obra de Heidegger proclama otra cosa: Ser y tiempo. El ser es en sí mismo temporal (zeitlich). El libro comienza con una especie de prólogo en el cielo. Platón entra a la escena. Se cita un fragmento del Sofista: "Pues evidentemente estáus hace ya mucho familiarizados con lo que queréis decir propiamente cuando usáis la expresión ‘ente’, mientras que nosotros creíamos antes comprenderla, pero ahora nos encontramos perplejos".

                   El prólogo reclama un doble olvido del Ser. Hemos olvidado lo que es el Ser, pero también hemos olvidado ese olvido. "Y así se trata, pues, de hacer la pregunta que interroga por el sentido del Ser", escribe Heidegger. "¿Seguimos, entonces, hoy siquiera perplejos por no comprender la expresión ‘Ser’? De ninguna manera. Y así se trata, pues, de empezar ante todo por volver a despertar la comprensión por el sentido de esa pregunta".

                   Heidegger sugiere desde el principio la tarea principal: "La interpretación del tiempo como el horizonte posible de toda comprensión del ser". Es decir, el sentido del ser es el tiempo. La tarea principal ha sido revelada. Sin embargo, Heidegger necesitará no sólo de Ser y tiempo, sino de toda su vida para explicar ese proyecto. La oscuridad del libro es una gran parte de su aura. La pregunta sigue abierta: ¿a quién se debe la oscuridad? ¿Al Ser mismo o a su análisis?

                   Ser y tiempo tratará de "pensar y decir el ente y el ser". No pueden existir dos conceptos tan diferentes como lo óntico y lo ontológico. Pero ninguno de los dos tiene sentido sin el otro. "Hay que pensar en las nociones de ‘día’ y ‘noche’ —escribe George Steiner— "que se definen y se dan realidad. No hay ‘ente’ sin ‘Ser’". Sin los "entes" el "Ser", que es su entidad, sería una formulación tan vacía como una forma platónica pura o como el motor inmóvil de Aristóteles. "La ontología fundamental intentará remplazar —subraya George Steiner— todas las ontologías particulares, como las de la historia, de las ciencias físicas y biológicas, de la sociología". Heidegger afirma que no es posible una doctrina particular o un método de entendimiento si no hay, ante todo, una aprehensión general del ente. Las metodologías de las distintas ciencias no son sino un artificio o una evasión de la pregunta básica.

                   El libro Ser y tiempo distingue al Ser del ente en el horizonte del tiempo, como leemos en la introducción. Sin embargo, el libro está marcado por una restricción inicial: su tema es, sobre todo y ante todo, "la analítica del Dasein". Se habla del tiempo como la temporalidad del Dasein, no del tiempo como temporalidad del Ser. El problema tiene que ver con la palabra Dasein, un término clásico tomado de la lengua alemana. Kant, por ejemplo, lo usa como una palabra propiamente germánica que responde al latín existentia o al español existencia. La "existencia de Dios" se dice Dasein Gottes. Dasein, en el sentido común y corriente, se opone a "posibilidad" y a "necesidad". En La crítica de la razón pura, Dasein es una de "las categorías de la modalidad". Heidegger emplea la palabra en un sentido muy distinto. Ser y tiempo es el libro del Dasein, del ser-ahí en el mundo. El "ahí" es el mundo concreto, literal, cotidiano. El ser ahí significa estar sumergido, plantado, arraigado en la tierra, en la materialidad cotidiana del mundo. Una filosofía que pretenda escapar de la vida diaria es una filosofía sin sentido, no puede decirnos nada del Ser ni del Dasein, El Dasein es un ente, pero no es uno como los demás, pues como dice Heidegger, "en su ser le va su ser".

                   ¿Qué constituye la temporalidad propia del Dasein? Cuando pensamos en el tiempo se piensa en sucesión temporal, vale decir: algo ocurrió antes de otra cosa y una tercera va a ocurrir después de la segunda. Heidegger destruye la idea del tiempo como sucesión. Sólo pertenece al tiempo quien, en el presente, se sabe a partir de un pasado y se abre a su porvenir, de tal modo que las tres dimensiones del presente, del pasado y del porvenir son exactamente contemporáneas y definen lo que Kierkegaard llamaba el instante. Pero el instante no es el momento que pasa, el instante es el hecho de que todo cuanto aparece pertenece a un mismo mundo.

                   Toda la metafísica occidental ha sido platónica —escribe George Steiner— porque ha procurado extraer la esencia del hombre fuera de la vida diaria, inventó siempre un observador omnímodo, un agente ficticio cognoscente desprendido de nuestra experiencia común. Muy pocos filósofos han explicado como Heidegger la naturaleza de la condición humana, cuyo punto medular es la Alltäglichkeit que significa la vida diaria o, como la traduce José Gaos, la cotidianidad. Nos han echado al mundo, escribe Heidegger, nuestro ser en el mumdo es un estado de yecto, una Geworfenheit. Heidegger escribe capítulo tras capítulo uno de los textos de filosofia más apasionantes de nuestro siglo: el hombre es un ente que comprende el Ser, pero es un ser para la muerte. La mayor ilusión del hombre es creer que el tiempo pasa. El tiempo es la orilla; nosotros pasamos, él parece caminar.


Un maestro de Alemania

                   No es sólo el destino trágico de atraer la propia ruina mientras se cree labrar la propia grandeza lo que hace de la historia de Alemania, sin duda, una de las historias más fascinantes del siglo xx. Después de la derrota de la Primera Guerra Mundial, la Asamblea Nacional alemana se reunió en Weimar, la ciudad de Goethe y Schiller, para mostrar que se quería la Alemania del espíritu y no la de los guerreros. La Constitución, promulgada en agosto de 1919, estableció una democracia parlamentaria. El asunto principal era el del tratado de paz. Alemania no fue admitida en las discusiones y los catorce puntos del plan Wilson no fueron respetados. El ejército alemán, la Reichswehr, se reducía a cien mil hombres, reclutados por doce años. Esta disposición, destinada a impedir la instrucción militar de las clases desposeídas, favoreció en realidad la formación de un núcleo de cuadros profesionales que permitió más adelante la remilitarización.

                   Alemania debía entregar su material de guerra, una gran parte de sus barcos de comercio, otras inmensas cantidades de material, como locomotoras y vagones, y pagar las reparaciones establecidas en 1921 por una comisión en cantidades astronómicas. El tratado no satisfacía a nadie. Los alemanes no fueron admitidos en la Sociedad de las Naciones. John Mynard Keynes había advertido en vano que las reparaciones no podrían ser pagadas. ¿Cómo transferir, sin contrapartida, esas sumas inmensas? Los alemanes barrenarían su moneda para escapar a obligaciones imposibles de cumplir. En marzo, su moneda cayó verticalmente. Al imponer a la joven República de Weimar, la única esperanza de crear una Alemania democrática, un desorden económico y financiero de tal calibre, los aliados condenaron a ese pueblo a una barbarie nacionalista sin precedentes. Las dos oposiciones, nacionalistas de derecha y espartakista y comunista de extrema izquierda, tenían la oportunidad de acusar al gobierno socialdemócrata del Diktat de Versalles.

                   La historia de la República de Weimar es la historia de doce años (1921-1933) de una descomposición económica y social sin precedentes en Alemania. Doce años en los cuales las personas mismas se devaluaron y todo un pueblo de millones se convirtió en nada. El aislamiento de Alemania llevó a una violencia en las condiciones de vida, a una permanente inseguridad, a los asesinatos políticos y a la creación de "los cuerpos libres", grupos de antiguos soldados financiados por grandes propietarios. Los gobiernos, que se sucedían unos a otros, perdieron el monopolio legítimo de la violencia. En una nación donde nada vale, decía Hannah Arendt, se termina por despreciarlo todo.

                   La miseria sometió a los intelectuales alemanes a la fuerza de la comunidad, como sólo la vida de un salvaje se somete a las necesidades de la tribu. Sin darse cuenta, exaltaron ‘"La comunidad popular alemana" y, al mismo tiempo, ejercieron el desprecio sobre ellos mismos. En esos años el desprecio arrasó con todo, con el futuro y sus proyectos, con los amores y los secretos. ‘"Todo se lo llevó el desprecio", escribió Karl Jaspers, "los nazis fueron los ejecutores de nuestros deseos. Los políticos hicieron surgir, en esos años, toda la bajeza, la cobardía y la envidia que suelen anidar en el corazón humano".

                   Durante el semestre de invierno 1929-1930, Heidegger escribe: "El desempleo masivo y la pauperización de la gente son las consecuencias directas de la crisis económica mundial En todas partes se estremecen las sociedades: crisis, catástrofes, escasez, penurias. La miseria actual, el caos político, la incapacidad de la ciencia, la destrucción del arte, la orfandad de la filosofía, la impotencia de la religión. En todas partes el mundo se estremece". "Como millones de alemanes, hombres y mujeres", afirma George Steiner, "Heidegger se dejó atrapar por la promesa nacionálsocialista". La consideró, sin duda, la única esperanza de un país hundido en el desastre económico y social.


¿Te habría querido si fuera antisemita?

                   Si hace treinta años alguien, en el seminario de Alexander Schwann, nos hubiera dicho que Martin Heidegger se enamoró como un adolescente de Hannah Arendt, y que esa pasión correspondida abarcaría más de sesenta años, lo habríamos declarado, sin duda, un mitómano incurable o un demente perdido. Nadie más lejos del mago de Messkirch, al parecer, que esa intelectual judía, una mujer inteligente y cultísima, exiliada en Estados Unidos y profesora de la Universidad de Chicago, autora de ensayos clásicos sobre teoría política y crítica implacable del totalitarismo nazi.

                   En su libro Hannah Arendt y Martin Heidegger, Elzbieta Ettinger ha reconstruido esa relación gracias a la correspondencia entre ambos y los manuscritos póstumos de Hannah Arendt. A principios de 1924, Martin Heidegger se enamoró de Hannah Arendt, una alumna de dieciocho años, de grandes ojos negros, pelo corto a la George Sand y vestida a la última moda. Hannah había nacido en Konigsberg, Prusia Oriental, el año de 1906. Los Arendt eran una familia acaudalada de comerciantes judíos. A los dieciséis años Hannah leyó la Crítica de la razón pura de Kant, aprendió griego y latín a la perfección y decidió estudiar filosofia en Marburgo con el teólogo Rudolf Bultmann y el filósofo Martin Heidegger. Benno von Wiese recuerda a Hannah Arendt, después de un largo paseo por Marburgo: "La fuerza sugerente de sus ojos permanecía en la memoria, el análisis de los textos clásicos se convirtió en su pasión permanente, su atractivo era una fatigada tristeza...".

                   Hannah vivía en una buhardilla cerca de la universidad. Y en ese sitio, desde febrero de 1924, Martin Heidegger la visitó durante cuatro semestres. Hannah Arendt aceptó las reglas de Heidegger: vivieron su amor en el más estricto secreto. Nadie podía saber de la relación, ni la esposa de Heidegger, ni los mejores amigos en la pequeña ciudad. Durante casi dos años se enviaron mensajes cifrados, las citas se arreglaban con minutos de precisión, un sistema de claves, lámparas prendidas, ventanas y puertas abiertas, les avisaba sobre peligros y oportunidades. Hannah procuró siempre facilitarle a Heidegger el peso de esa "doble vida". "No quiero que por mi amor se te haga más difícil la vida", escribía, "más difícil de lo que ya es". Hannah Arendt nunca se atrevió a exigir que Heidegger se decidiera por ella.

                   Martin Heidegger era diecisiete años mayor que Hannah, padre de dos hijos y casado con Elfride Petri, una mujer que cuidaba la carrera de su marido, se burlaba de las estudiantes que lo admiraban y rechazaba a Hannah por ser judía. El secreto fue el juego de Heidegger. Su relación con Hannah era una suerte, no le exigía ninguna responsabilidad. En sus cartas, Heidegger escribe una y otra vez que nadie como ella lo entendía, sobre todo en los temas filosóficos. "Y en efecto", escribe Rudiger Zafranski, "Hannah Arendt entendió a Heidegger mejor que él mismo... Heidegger amó a Hannah Arendt durante toda su vida, ella fue la musa de Ser y tiempo. ‘Sin ti’, le escribió, ‘no hubiera escrito el libro"’.

                   Al paso de los años, Hannah se convirtió en una presencia complementaria, como lo hacen los amantes; hizo que la filosofía de Heidegger deviniera mundo, una dimensión de la que carecía. Hannah Arendt transformó el ser para la muerte en una filosofía del nacimiento constante; la categoría de la Jemeinigkeit (el ser, en cada caso, mío), una expresión del solipsismo existencialista, en una filosofía de la pluralidad; la crítica de Heidegger al mundo de la inautencidad se volvió el "amor mundi" y la Lichtlmg, la revelación luminosa, en "vida pública".

                   Después de la separación de los amantes, Heidegger inició su compromiso con los nacionalsocialistas y Hannah partió al exilio. En una conversación en abril de 1933, Karl Jaspers le preguntó a Heidegger:

—¿Cómo puede usted pensar que un hombre tan inculto como Hitler puede ser el primer ministro de Alemania?

                   Heidegger respondió:

—La cultura no tiene ninguna importancia, observe usted sus manos maravillosas.

                   Heidegger interpretó "la revolución nacionalsocialista" de 1933 como una rebelión colectiva en la caverna platónica, la salida al mundo de la luz que sólo podía darnos antes la solitaria tarea de la filosofía. El 3 de noviembre de 1933, en su Llamada a los estudiantes alemanes, Heidegger escribió: ‘Ni los principios ni las ideas son las reglas del ser de los estudiantes. Sólo el Führer, Adolf Hitler, es la única realidad, la única ley actual y futura de Alemania".

                   Por sorprendente que parezca, después de la guerra Hannah Arendt defendió y disculpó siempre a su antiguo profesor. A principios de los cincuenta, cuando veinte años después vuelven a verse en Friburgo, Hannah encuentra a un hombre de sesenta años, "destruido por calumnias perversas y acusado de delitos de los que ni siquiera tenía noticia. Un hombre difamado y vilipendiado", le escribió a Karl Jaspers, "sólo porque algún demonio lo había poseído". A partir de esa época, Hannah Arendt se convirtió en la "embajadora" de Heidegger en los Estados Unidos, se preocupó siempre por sus traducciones al inglés, volvió una y otra vez a sus textos, como si quisiera recuperar el amor imposible de los años veinte.


Lo que la Selva Negra non da, filosofía non presta

                   Después de la Segunda Guerra Mundial, la vida de Heidegger no fue sino una disculpa permanente, porque los aliados lo declararon culpable y el proceso de "desnazificación" le prohibió ejercer la cátedra. Se dedicó entonces a reescribir su vida, inventó un personaje: el oponente silencioso al régimen nazi, el combatiente del comunismo, el redentor de la civilización occidental. Su tarea era imposible: se presentaba como víctima de los vencidos, y después de los vencedores.

                   El autoengaño y la presunción de Heidegger, tan típicos de los mandarines alemanes universitarios de la época, consistieron en imaginar que, gracias a su prestigio de intelectual y filósofo, podía influir en las decisiones del gobierno nacionalsocialista; que su teoría del Dasein llegaría a transformar el programa político de los nazis al tiempo que preservaba la relativa autonomía de las universidades. Sin embargo, el carácter provinciano alemán cobra sus víctimas: lo que la Selva Negra non da, filosofía non presta; la soberbia intelectual no nos cura de la ingenuidad o de la mala fe política, el poder termina devorando a los intelectuales, el siglo xx es una prueba palmaria de esa pasión desdichada.

                   Karl Kraus, uno de los grandes escritores satíricos de la lengua alemana, dijo que sobre Hitler ya no se le ocurría nada; a Martín Heidegger se le ocurrió todo. En septiembre de 1946, ante el Comité de Depuración Política de la Universidad de Friburgo, Heidegger declaró que había creído en Hitler. Lo que denunció abiertamente a Heidegger fue la cantidad de artículos y discursos de 1933-1934, las intrigas y las reyertas con los colegas judíos. En ellos excede las imposiciones oficiales, ya no digamos los refrendos provisionales. "La evidencia es", dice George Steiner, "incontrovertible: existía una relación real entre el lenguaje y la visión de Ser y tiempo, en particular de sus últimas páginas, y los del nazismo. Quienes nieguen esto o son ciegos o son embusteros".

                   Nadie más severo en su juicio con el pasado nacionalsocialista de Heidegger que Jürgen Habermas, cuando escribe en El discurso filosófico de la modernidad: "No es la adhesión a Adolf Hitler y al Estado nacionalsocialista lo que constituye un desafío para el juicio del intérprete posterior, que no puede saber si en una situación parecida no hubiera caído en lo mismo. Lo verdaderamente irritante es la falta de voluntad e incapacidad del filósofo después del régimen nazi, para confesar, siquiera con una sola frase, un error tan preñado de consecuencias políticas. En vez de eso, Heidegger parece acariciar la máxima de que los culpables no fueron los verdugos, sino las propias víctimas". En 1983, Hermann Heidegger, su hijo, publicó por primera vez el único manuscrito en el que su padre habla sobre el tema:

                   Siempre es una audacia que unos hombres imputen a otros la culpa y se la echen en cara. Pero puestos a buscar culpables y a medirlas por su delito: ¿no existe también una culpa por omisión? Aquellos que en aquel momento estaban ya tan proféticamente dotados que vieron venir todo como en realidad fue después —yo no era tan sabio—, ¿por qué tardaron diez años en enfrentarse a la catástrofe? ¿Por qué aquellos que creían saber todo no se pusieron en movimiento, precisamente en 1933, para reencauzar todo de nuevo y dirigirlo hacia el bien?

                   En los primeros años de la posguerra, Heidegger proclamó la absoluta primacía del lenguaje: el Ser ya no era el tiempo sino el lenguaje.

                   El lenguaje es la casa del ser. EI hombre mora en esta casa. Los pensadores y los poetas son los custodios de esta morada. Sólo donde está el lenguaje, está el mundo, es decir: el recinto cambiante de la decisión y la obra, de la responsabilidad y la acción, pero también de la arbitrariedad y el ruido, de la caída y la confusión. Sólo donde impera el mundo se encuentra la historia.

                   No es el hombre el que determina al Ser, sino el Ser el que, a través del lenguaje, se revela a sí mismo al hombre y en el hombre. El hombre se vuelve entonces guardián de esta verdad, el centinela en este claro del bosque o, para decirlo con una de las fórmulas más célebres de Heidegger, Der Hirt des Seins, el pastor del Ser.

                   Ser y tiempo cerraba con una pregunta: ¿el tiempo se revela también horizonte del Ser,? Desde ese momento comienza la segunda época de Heidegger, no como un abandono de Ser y tiempo, pero sí como una conversión o vuelta (Kehre). Desde esta perspectiva, Ser y tiempo aparece como una marca en el camino hacia el Ser. No obstante, si el Ser aparece ahora en algún horizonte, este horizonte parece cada vez más el lenguaje. El Ser no es el conjunto de los entes ni un ente especial: el Ser es el habitar de los entes.

                   En términos modernos, los filósofos griegos se contentan con el camino, se echan a andar, pues son los hombres de los primeros pasos, sin preguntarse qué hacen a ciencia cierta. A propósito de alétheia (verdad), Heidegger escribe que, a pesar de que significa poner al descubierto, la alétheia es das verborgenste in griechischen Dasein, lo más oculto de toda la filosofía griega, lo que no se ha dicho, su historia secreta. En efecto, dice Heidegger, la alétheia ha sido nombrada con frecuencia, pero nunca pensada. El enunciado "historia secreta", que Heidegger emplea tan a menudo, es de Nietzsche. En 1885, Nietzsche escribe: "Nosotros, filósofos de más allá del bien y del mal, somos en realidad intépretes y augures muy astutos, a quienes nos ha tocado el lugar privilegiado de espectadores de las cosas europeas, ante un texto misterioso y aún no descifrado, cuyo sentido se nos revela cada vez más".

                   Al principio de su cátedra en torno a Los problemas fundamentales de la fenomenología, en el verano de 1927, Martin Heidegger cita uno de los párrafos más arrogantes de Hegel: "De acuerdo a su naturaleza, la filosofía es algo esotérico, no se hizo para la plebe. La filosofía se opone radicalmente al entendimiento, más aún: al sentido común, si se entiende como las lirnitaciones locales y temporales de un grupo de individuos. En este sentido, la filosofía es un mundo al revés".

                   Rüdiger Zafranski, autor de Un maestro de Alemania, la mejor biografía de Heidegger y su época, escribió que sus textos deben leerse como los tatuajes en el cuerpo del arponero Quiqueg, en la novela de Herman Melville Moby Dick. Quiqueg, un hombre salvaje y piadoso de los Mares del Sur, llevaba tatuada en su propia piel la doctrina secreta de su tribu, un tratado místico y poderoso sobre el cielo y la tierra, y él mismo se había convertido en los signos que no podía descifrar. Toda la tripulación del barco, Quiqueg también, sabe que ese tratado de sabiduría puede desaparecer sin ser descifrado. Cuando Quiqueg sintió que iba a morir, le pidió al carpintero del barco que le construyera un ataúd, y sobre la madera copió los signos que llevaba tatuados en el cuerpo. En cierto sentido, éste es el mejor retrato del filósofo. Heidegger se tatuó en el cuerpo un texto misterioso, y aún no descifrado, que es el origen y la historia de la filosofía.

                   A fines de este siglo, sabemos que la cultura occidental aún vive en treinta libros que no han envejecido y, quizá, uno de ellos se llame Ser y tiempo.



José María Pérez Gay
Ciudad de México. 1944.
Licenciado en Ciencias y Técnicas de la Información por la Universidad Iberoamericana y doctor en Sociología por la Universidad Libre de Berlín. Fue director del cultural canal 22 de televisión. Además de escritor, traductor.
Forma parte de su obra la novelas La difícil costumbre de estar lejosTu nombre es el silencio; y el ensayo El imperio perdido o las claves del siglo.
Fue embajador de México en Portugal (2001-2003), Actualmente es asesor en materia de asuntos internacionales del Gobierno del Distrito Federal, México.

abril
2004