renglones torcidos     


La valiente Eunice
Karen G. Rodríguez Montiel


         Nos enfilamos cada cual en su corcel mecánico hacia la aventura de un paseo nocturno; las calles a medio alumbrar nos estrechaban en sus oscuros desafíos, ofreciéndonos todo un paraíso de sombras para intensificar la paranoica conciencia colectiva. Éramos siete, ¿u ocho? Eso no importa, íbamos juntos como toda familia debe estar, guiados por la batuta de una de mis primas, Claudia.

         El barrio era poco transitado, sobretodo en la infancia de la madrugada, mas la prudencia nos detenía intempestivamente al cruzar cada calle: Acelerábamos al estar seguros solo unos cuantos segundos y de nuevo otro crucero que enfrentar y que nos obligaba detener nuestra marcha ¿para que desgastar nuestros fierros? Entonces, al cobijo de las penumbras, nos entregamos al deleite de un paseo calmado, ágil, embriagante.

         La ultima bocacalle, una vuelta a la derecha en la siguiente esquina y llegaríamos a nuestro trágico destino, mas no lo sabíamos. Justo después de que uno a uno atravesamos el callejón que cortaba nuestro camino, nos encontramos con un grupo de chiquillos jugando a ser una pandilla, a ser cholos. Se lo tomaban muy en serio.

         Distrajimos nuestros pensamientos del tranquilizante ronroneo del motor y del curso de nuestro destino esperado. Postramos las miradas en aquel aglomeramiento infantil. Entonces Claudia se detuvo y tras ella, uno a uno fuimos chocando nuestras motocicletas, causando alboroto, risas, nervios y sustos. En el silencio estoico de la madrugada, pasar inadvertidos, era una suerte casi nula.

         De entre aquel enjambre de niños jugando a ser grandes, se oyeron discusiones insensatas. El enjambre se dividió en dos bandos: el de aquellos que apoyaban la razón y la justicia y el otro, el de las minorías, el de ella; su exlíder.

         La reconocí, en alguna ocasión coincidimos en la tienda y nos saludamos cordialmente, como todo vecino de barrio decente lo hace; aquella vez ella vestía una falda a cuadros roja con azul, blusa blanca, chaleco, calcetas blancas y choclos negros; su uniforme seguramente, a menos que tuviera gustos raros. Ahora sin embargo, portaba pantalones de mezclilla, playera y una gabardina de gángster que seguramente hurto del armario de su padre. Aunque traía diferentes ropas, su cara era la misma: angelicalmente el rostro de una niña de buena familia, educada, dócil, amable. Por lo menos así la recordaba yo tras saludarme cordialmente en aquélla tienda, hasta que me vi obligada a despertar del pasado y enfrentarme a la cruda realidad. Metió su mano a la gabardina y su mano se hizo dueña de un arma, una pistola. La muchedumbre no presentó desconcierto, únicamente yo, que creí haber encontrado un buen prospecto para hacer amistad, para salir a jugar, mis sueños se habían esfumado.

         Mi familia y yo quedamos pasmados. ¿Sería una pistola de agua? ¿ Sería real? En la oscuridad era difícil distinguir a la distancia en la que nos encontrábamos, pero de cualquier forma nos agachamos para quedar fuera de la mira de la pistola. En vano fue nuestro intento, pues nuestro alboroto de hacía unos minutos antes, nos había privado ya de la suerte de pasar desapercibidos, y aunque en principio pareciéramos una simple parvada de pájaros que atestiguan si acaso unos instantes de una escena. Ellos sabían que estábamos ahí, y que nosotros sabíamos que ellos estaban ahí.

         Ignorando todo cuanto le rodeaba, excepto quizás un decena de niños frente a ella, amenazándola, amenazando su mando y su derecho de liderar a la pandilla, con una mirada tan demente apunto diestramente justo a la frente de uno de los niños. Su seguridad me agobiaba, me horrorizaba la crudeza de su semblante, la determinación de sus actos, la vulnerabilidad de la cordura, de la decencia, la bondad, la infancia que se le había escapado.

         Tras un disparo un cuerpo callo peso muerto al duro y áspero concreto. La pandilla hizo un intento por esparcirse, algunos fueron rápidos, otros permanecieron solo observando y con la incredulidad insuficiente para pensar que los próximos podrían ser ellos. En la confusión quizá, de no saber quién era quien, la niña ahora convertida en amenaza, en depredadora de infancias, se volvió hacia nuestro ridículo escondite de sombras. Y apuntó hacia nosotros. Éramos pocos, cuando mucho ocho, éramos mas grandes eso si, pero ella tenia un arma, y un arma es mas rápida que varios adultos miopes y sordos por la noche, el cansancio y la cobardía.

                  - ¡Dispérsense! – Gritó Claudia enérgicamente.

         La niña comenzó a disparar a todas partes. Cualquier cuerpo en movimiento representaba una amenaza, no se sabía si las sombras iban o venían, de igual forma debía disparar.

                  - ¡Niños, al suelo, todos al suelo! ¡No se muevan!

         Obedecieron a mi voz y entonces asumí el liderazgo de algunos niños que desertaron de la causa, se incorporaban a la cordura, a la decencia, a su infancia. Mi familia ahora se reducía a mi hermana, mi tío y mi madre, que también siguieron mis indicaciones fielmente.

         Poco a poco fui guiándolos a escondites en la cuadra aledaña, a unos niños los subí a los árboles frondosos, para que las hojas nobles los escondieran, otros entre arbustos, bajo autos, tras bardas de algunas casas. Y en el intento por resguardar a mi Tío, una bala lo alcanzo, justo en medio de las cejas, sus ojos se volvieron blancos, y con un grito honorífico quebró sus rodillas dejándose caer, corrí hacia el. Y conmigo mi madre. Descubrí que no eran balas mortales, era un liquido que quemaba los ojos, no los dejaba ciegos mas que por un momento, pero la predisposición a ser perseguidos por un arma, les hacia creer que habían muerto, y entonces se quedaban ahí tendidos, como muertos, pero vivos.

                  - Quédate con él, mamá. – Indique.

         Pretendía rodear la manzana para encontrar de frente a la niña, detenerla, no sabia como pero sabia que tenia que hacerlo. Avancé rápida pero sigilosamente, pendiente de no ser sorprendida por el liquido, tras árboles, recovecos, y automóviles me resguardaba. No lograba llegar a donde la masacre ocurría, entonces tuve tiempo de analizar lo que a esa pobre niña le sucedía; ¿en que momento de su corta vida sucumbió al crimen? ¿Quién era su inspiración? ¿Qué trauma misterioso se abrigaba en su mente? Debía estar confundida de su realidad, de su identidad, ¿sería bipolar? ¿esquizofrénica?¿psicópata? Debía conocer su origen, su nombre, para poder enfrentarla con conocimientos de causa, con ventaja detectivesca.

         El tiempo se me vino encima, un niño corrió frente a mi refugio, tras él, toro que tropezó con una malformación de la banqueta. Cayo justo frente a mí. Lo arrastre de los brazos hacia mi escondite y le tape la boca para que no gritara, si ella nos veía no podría enfrentarla como debía, necesitaba tiempo e información.

                  - Te voy a quitar la mano de la boca, y no debes gritar, quiero ayudarte y necesito de tu ayuda para hacerlo. ¿entiendes? – Le susurre al oído. El respondió asintiendo con la cabeza y procedí a liberarle la voz.
                  - ¿Cómo te llamas?
                  - Raúl
                  - Raúl, no debes tenerle miedo, lo que dispara no te mata, solo te ciega si te cae en los ojos, así que si te la encuentras cierra tus ojos para que no te ciegues, ¿entendido? – el asistió.
                  - Ahora dime, tú, ¿la conoces?
                  - No mucho.
                  - Pero al menos sabrás su nombre, ¿cierto?
                  - Samantha, se llama Saman..

         Interrumpida la conversación por un niño que corría y gritaba desesperadamente, solo me resto decir:

                  - Gracias Raúl, ahora vete, ¡Corre! – y así se fue corriendo el pobre niño, más tranquilo de saber que no corría peligro real.

         A través de las ventanas un automóvil, espié. En cuanto vi que apenas pasaría frente al auto Samantha, atravesé la calle, y entonces me pare frente a ella sorprendiéndola. Había sido ella antes la que conmocionaba, la que sorprendía, la que asediaba, aterrorizaba. Y ahora era ella que era presa de mi determinación. Me apunto con el arma, no me importo y seguí caminando hacia ella, a paso lento pero firme, no suplique que no me disparara, no me mostré temerosa, aunque para mis adentros le pedía a Dios que mis conjeturas sobre la famosa arma fueran ciertas, que no fuera mas que un liquido que solo si cae en los ojos ciega, pero en el resto del cuerpo es inofensivo.

         A mi determinante enfrentamiento comienza a sentirse insegura, su mano firme ahora era una maraca que sin son cascabelea al copas de su nervioso palpitar. No dice nada, no digo nada. Solo levanto mi brazo para alcanzar su mano, que aun sostiene el arma. Dispara un chisguete de liquido pero cae en mi antebrazo. Dispara ahora apuntando a mi rostro, alcanzo a voltearme cuando lanza de nuevo otro disparo y un gota alcanza a entrar a mi ojo. Quiero desmayarme ahí mismo, morir, pero solo es un ácido, me convenzo de que solo es un liquido y que cayo tan poco que no me debe pasar nada. El poder de la mente es fuerte, debe funcionar. Sigo mi auto-encomienda. Alcanzo por fin su mano.

                  - ¡Basta Samantha! ¡ya todo termino!

         Bajo su gabardina me percato que lleva su pijama, un pantalón azul cielo, una camisola azul, la sostengo por los brazos y ella no pone resistencia. La llevo a la lámpara mas próxima. Tiene las pupilas dilatadas, perdidas en el vacío. Esta poseída. Su respiración es serena, profunda, como la de mi hermana cuando duer...

         Un balde de agua fría me cae, con todo y la gravedad que llama al agua hacia la tierra con velocidad. No había trauma misterioso, ni esquizofrenia, ni bipolaridad, ¡estaba dormida! ¡Era sonámbula! Y ella seguía soñando.


         Su cuerpo se aflojo, cada vez era mas difícil detenerla, justo a tiempo llego un señor con barbas negras, ojos confiables y bata.

                  - Gracias, permíteme ayudarte... – Mientras la tomaba en sus brazos. – Muchas gracias por cuidarla ... ¿ como te llamas?
                  - Eunice, señor....
                  - Fidel. Soy Fidel, vivo en Quebrada numero cuatro, aquí a la vuelta. Que bueno que termino esto pronto.
                  - Que termino qué...
                  - Hacia mucho que no soñaba que es psicópata, Usualmente sueña que canta, o que baila, o que cocina y es mas fácil para nosotros. Los doctores dicen que no debemos despertarla porque puede trastornarse o quedarse eternamente soñando. Así que mejor le seguimos siempre el rollo. Ya estamos acostumbrados.

         La hermosa timidez de la noche se interrumpió de repente por un barullo de gente. Volteé hacia atrás y era mi familia que me andaba buscando. Venían todos juntos, campantes, arrastrando con ellos las motocicletas.

                  - Vámonos ya, Eunice. No hay mas que hacer aquí, mañana hay que levantarse temprano. – mi Tío me tomo de los hombros.
                  - Muchas gracias por todo Ingeniero, de verdad se los agradezco.
                  - Agradecer ¿qué?, y tu ojo?- mi confusión crecía.
                  - Mi ojo esta bien, era agua lo que tenia la pistola. ¿Ya esta dormida de nuevo Don Fidel?
                  - Si Ingeniero, lamento haberlos molestado.
                  - No se preocupe, para eso estamos los vecinos “vecinos vigilando” como dice el letrero del parque.

         Qué buen chiste se aventaron, todos rieron, menos yo.

         Monté mi moto, la arranque y regresé junto con mi familia a casa. La noche aún tenia muchos encantos y nos acogió de regreso por la misma calle.

         Días mas tarde coincidí de nuevo con Samantha en la tienda. Esta vez la acompañaba su papá, quien quizás olvido mi rostro. La salude esperando que me regresara el saludo como antaño. Ella solo sonrió levemente, como si apenas pudiera reconocer algo. Su papá la apresuro y tuvo que irse.

         Justo al salir, volteo hacia donde estaba yo. Me miró fijamente, y guiño el ojo.


Karen G. Rodríguez Montiel
Guadalajara, México. 1979.
Lic. en Informatica Administrativa (ITESO)
.

nov
2003