renglones torcidos     


El poeta chileno
Omar Pérez Santiago



            Vuela el rumor que me acusa majadera e insistentemente, entre otras impugnaciones, de falta de seriedad. Paradojicamente es una de las imputaciones que más risa me provoca. Risotadas a veces. Fiel al postulado que sostiene que el propósito sublime de los cuentos autobiográficos consiste en corregir y puntualizar la imagen que se supone los demás tienen del escritor y puesto que carezco de arbitrariedad polémica, relataré los hechos verdaderos, así ustedes reconocerán el origen del risible rumor.


Primera parte: la sagrada familia de un poeta

            El año ochenta y seis arribó desde Santiago, capital fea pero con fe, a mi departamento de exiliado en Malmö, mi amigo “El Poeta”, un joven escritor con un librito de cuentos auto publicado bajo el brazo. Los relatos depurados sollozaban un sinfín de lamentos sosos y taciturnos. Abigarrados de complicaciones y sutilezas técnicas, obrita de gramático brioso, carecían, sin embargo, de garra y vitalidad.
            -Chile es una penumbra, mas la literatura no es una sombra, un reflejo, un síntoma directo del espíritu de la época en que el escritor vive o sufre, pensé.
            -Se han publicado tantos libros soporíferos. Uno más, ¡qué importa! –pensarán ustedes.
¡Yo pensé exactamente lo mismo! Por eso no comenté el desgraciado libro con él. Además el debate sobre la literatura, el lenguaje, las metáforas y las otras figuras retóricas y pletóricas, no me interesan. Me cansó tempranamente el engorroso debate literario de la década del ochenta, críticos que escupían a mansalva citas de Barthes y Beaudrillard, todos franceses de París. Riñas de pub de barrio.
            No les distraigo más con disgregaciones inútiles y voy a la historia directamente.
            Conocí al poeta en el liceo, cuando éramos adolescentes espinilludos. El Poeta cargaba siempre un bolso de libros, se había prometido a sí mismo leer todos los libros de la biblioteca. Era el mejor alumno de nuestra clase, mateo meticuloso, retraído, esforzado y serio, en cuyo rostro pequeño ampliaban unos gruesos anteojos ópticos sus ojazos de niño bueno. Había nacido en una modesta familia santiaguina, allí había aprendido el sentido de la responsabilidad y del orden.

            Mas, su noviecita de cara bonita quedó embarazada, tan común en esos años, en el mismo momento en que fue descartuchada. Una noche oscura de invierno helado no aguantó los deseos, las caricias y los requerimientos del Poeta y se entregó. Se entregó por amor al Poeta y a Dios y a la Virgen María, pues era católica practicante. Hora deseo: en silencio susurró la morena enamorada unas palabras de gozo-dolor, que él escuchó con alegría. Obligado a casarse y a mantener su familia, el Poeta cambió resignadamente los estudios por un puesto de secretario en un servicio público. El extrovertido del Flequillo y yo continuamos, en cambio, jugando frívolamente billar en los Juegos Diana, en el centro de Santiago. Nos fuimos repetidas veces al cine a ver el film Belle de jour. No nos interesaba el surrealismo maldadoso del aragonés Luis Buñuel, sino, santiaguinos mirones, los senos desnudos de la actriz Catherine Deneave (“la Caterin Denev”), que aparecían dos veces en la pantalla. También asechábamos a las ninfas santiaguinas que habían aprendido a tomar pastillas anticonceptivas. El Flequillo, audaz y desfachatado, me explicaba su táctica y estrategia mística y barriobajera de la penetración: “para no correr riesgo alguno de embarazo, hay que enseñarles a las mujeres a hacer el amor por detrás, se vuelven francamente viciosas”.

            Durante los primeros años de matrimonio, ya ingresados en los años 70, la señora del Poeta, bien educada en el aburrido colegio de monjas, se comportó como una gran santa. Buena católica, parió sus cuatro hijos sin una queja, los cuidó, educó y además regaba las plantas, remendaba la ropa y tenía la comida preparada cuando el Poeta llegaba desde su trabajo rutinario y mal remunerado. La felicidad de ese hogar humilde nacía de su armonía interna. El Poeta, tranquilo y pacífico, sin locuacidad verbal, mantenía tiernos hábitos sencillos. En los fríos y lluviosos inviernos santiaguinos leía en voz alta un cuento a sus niños hasta que dormían, colocaba el disco mustio Gracias a la vida, de Violeta Parra, envolvía sus pies en una chal de lana chilota y reconcentradamente laboraba en la digna y solitaria artesanía de multiplicar, corregir y rehacer borradores. Encerrado en su retiro monástico, con robusta conciencia del oficio, mejoraba infatigablemente detalles de frases en que cada palabra era necesaria. A pesar de la adversidad del destino, soñaba aún con su carrera de escritor. El esfuerzo, la constancia y la profundidad le darían, lo había aprendido de niño, gratas recompensas en la vida. Su buena y prudente mujer, con un rostro casi de niña, durante las pautas comerciales de la televisión, le servía un té de tilo caliente que le alegraba el corazón y le espantaba los resfríos. La paz familiar era la estación alternativa a la violencia externa de la sociedad pinochetista. Pues, claro, fue en esos años que Pinochet oscureció Chile. Creo que fue el año 1973.


Segunda parte. Una feria de lucha libre

            En los primeros años de la dictadura de Pinochet, años de silencio y de muerte, no existían centros literarios en Santiago. La dicha pertenecía allí a unos pocos, como sabrá todo el que esté enterado de los hechos reales. La pirámide intelectual de la época la formaban: arriba, un mandarín, redactor de los decretos del dictador; unos cuantos auxiliares de éste (un economista de Chicago, un periodista obediente y un crítico literario); unos alcaldes y luego venían, en la base, los soldados. Los escritores establecidos, con la excepción de algún bien desconocido y de otro colaborador con los milicos, se habían marchado orgullosamente al exilio.
            Siete años después, ya a comienzos de los años ochenta, el Poeta se cruzó accidentalmente de nuevo con el Flequillo, todavía risueño, parlanchín y extravagante. La dureza de la vida le convirtió tempranamente canoso el mechón sobre la frente, mas él ahora lo cultivaba pretenciosamente para aumentar su aspecto de treintón interesante. Soltero de profesión, un hombre de mundo, un vividor con muchas poses para sobrevivir a los ambientes duros, un lobero de peculiar instinto depredador para engullirse a las presas, seducía damas simpáticas con la misma gracia de antes. Curiosamente la soledad de aquellos años crueles, había transformado a un hombre extrovertido y ególatra en un escritor. El Flequillo había descubierto la gracia de contar sus innumerables historias de amor. A diferencia del Poeta, que se aburría escribiendo, el Flequillo escribía para entretenerse. Y como se acordaba de las pretensiones literarias del Poeta lo invitó a las tertulias de nuevos escritores jóvenes en un bar pequeño e insignificante en el barrio Bellavista, famoso por sus cebollas en escabeche, donde al comienzo no entraba nadie, mas con el tiempo y la rutina se convirtió en el centro de encuentro de la casta literaria joven de la ciudad.
            El bar –de aceitosas sillas amontonadas y un wulitzer con discos rayados- se rebautizó con el original nombre de Club del Escritor.
            Cenaban cazuela barata y bebían un vino aún más barato, mientras abrían polémicas enervadas y febriles sobre criollos clichés literarios. Aceitaban las máquinas para torturar con comentarios sarcásticos a los que algo lograban publicar, en lugar de dedicarse a escribir. De la misma manera que, en vez de corregir sus cuentos y poemas, se dedicaban a redactar inocentes y manidos panfletos contra la dictadura. Practicaban el mal hábito de los escritores de reunirse entre ellos y de ampliar las viejas y nuevas intrigas de la profesión. De vez en cuando se acordaban, como viejas seniles, de declamar de memoria poemas de Federico García Lorca y Pablo Neruda, con entusiastas voces líricas que volaban a través del tumulto pasado a cebolla, ajo y vino tinto. Jugaban a ser escritores. El Flequillo se aburría pronto con la trivialidad de los literatos espumosos, y él, juglar de bar, quizás bebido, se ponía a cantar estribillos de taberna, con mala voz pero con algo de gracia. La fiesta se animaba con una canción a coro, clara alusión al mundo de libertinaje en el que el Flequillo estaba criado:
Yo le canto a Proserpina,
Al que quema corazones
En su cálida piscina.


            El Poeta se atracó fácilmente a esa caleta relajada de lobos marinos, todos potenciales Premios Nóbeles. Se hizo un fiel visitador del Club. Aumentó el consumo de vino y también las quejas, cada vez más amargas, de su ya no tan buena mujer, la cual empezó a sentirse desconcertada, desdichada, desgraciada. No le gustaba la soledad de la noche. El Poeta, bebedor sin práctica y de tendencia melancólica, se emborrachaba fácil. El Flequillo, con su humor maldito, llevaba a casa al Poeta cuando éste estaba demasiado borracho y menguaba graciosamente la ira de la mujer del Poeta contándole historias picantes.
            Pero un buen día, la señora, desbordada por la rapidez de los cambios en la rutina hogareña, turbada por la soledad y el silencio, en fin, cansada, la pobre, de las tomateras de su marido con los otros vagos santiaguinos que se llaman escritores, le puso el gorro.
            (Poner el gorro es un chilenismo que denota infidelidad. Los chilenos dicen también, aunque ya es una brutal grosería, culiar con otro)
            Si ustedes son curiosos ya se habrán preguntado con quién lo gorreó/culió la señora. Y si ustedes son tan perspicaces e inteligentes como parecen, sacarán una conclusión correcta: con el otro escritor. ¡El colega de las letras! ¡El mejor amigo del Poeta! ¡El Flequillo!
            ¿Qué sucede?
¡Elemental, querido lector! El sensible poeta reconoció la traición, la burla, la profunda estocada. Se sintió pisoteado, violado, perpetrado. Y, a pesar de su tranquilidad y reposo, le afloró furiosamente el macho que todo latinoamericano lleva consigo. Los demonios se le metieron en el cuerpo. (“Se le salió el indio”, dicen los chilenos)
            -No se le toma así no más el pelo a un escritor –bramó después de haber moreteado un ojo a la pobre e inocente señora; inocente, pienso yo, pues cualquiera se calienta con otro, sobre todo si el marido es escritor, tomador y charlatán; lo que la gente buena llama bohemio.
            Dispuesto a todo y echando espuma por la boca marchó briosamente a pasos agigantados al Club del Escritor. Era temprano, pero ya estaba sentado allí el famoso y conocido “Copuchento de Santiago”, la persona mejor informada de la ciudad. El copuchento es la imagen del destino, implacable y feroz deja caer las verdades tiernas y elementales que cambiarán la historia. Es un agente del bien, pero que, sin embargo, debe todo terminar casi involuntariamente mal para que nadie olvide su rol terrible. Sus muecas duras y serias y sus ojos bailarines y brillantes cuando relata son inolvidables y nos dejan la tensa sensación de la cercanía con la catástrofe. Orejón, cuando niño los amiguitos lo apodaban Dumbo. Ahora ya adulto –como se puso de modo el pelo largo-, se cubría los orejones con una cabellera, que le hacía verse cabezón, pero ya no orejón.
            (Que el Copuchento sea orejón o cabezón lo escribo aquí para dibujar mejor su figura, sin ánimo de reírme de sus desproporciones,... ¡qué todos tenemos defectillos!
            Siempre, con su porte pequeño, casi un enano, anuncia, caprichoso y panfletario, doctrinal y pedagógico, el Apocalipsis que se despeñará sobre la arquitectura de nuestras frágiles verdades. El Copuchento es la memoria, el conservador y recreador de los mitos, las leyendas y la verdad por debajo de su embellecimiento. Simpático, risueño y cariñoso vivía para escuchar, aumentar y propagar las historias de los escritores. El Copuchento está enterado de todo. Husmea en los bares de la ciudad, lee los manuscritos de los escritores mientras les bebe el trago y les fuma los cigarrillos.
-Ese desgraciado del Flequillo no es un escritor, es un plagiador, ¡un vulgar plagiador! –gritó el Poeta al irrumpir en el bar.
            -¿No me digas? –preguntó el Copuchento a la caza de la mejor noticia del año-. ¿A quién plagió? –inquirió abriendo sus ojos redondos y vivarachos.
            -A mí –dijo el cornudo quebrantado, malherido y sosteniendo los lagrimones detrás de sus gruesos anteojos ópticos que querían ya caer sobre la mesa manchada de vino.
            -¡Aaah! –dice el Copuchento-, falsamente comprensivo y aunque no cree, pues el Copuchento es de naturaleza incrédula y además sabe bien que la acusación de copia es la más común entre escritores sin nombre, bebió el vino que le restaba en el vaso, se descolgó de la silla que le quedaba grande y salió corriendo a buscar al plagiador / traidor: El Flequillo. Morbosa y bruscamente se arrojó cual Cuasimodo encima de la campana de Nuestra Señora con todo el cuerpo, suspendido sobre el abismo, dientes rechinantes, anunciando a todos los habitantes de la ciudad un nuevo escándalo. Hervía a borbotones con ese extraño y festivo ánimo que le producen los conflictos provocados y que le asignaban a él un peculiar e importante rol comunicante.
            Y puesto que ustedes, queridos lectores, expertos conocedores de la vida, ya intuyen el desenlace de esta historia deshonesta no los fastidio más con detalles insignificantes. Como suele ocurrir entre jóvenes escritores ambiciosos la disputa por una mala mujer (porque estaremos también de acuerdo, que ella, la malita, exageró su rol de mujer desatendida), se convirtió en la mayor rencilla literaria de la época.
            El santiaguino es de naturaleza susceptible. Una espesa y negra nube de calumnias bajaron súbitamente sobre Santiago y aumentó el habitual y venenoso smog de la ciudad. Un huracán de descalificaciones, promiscuidades, golpes bajos y mentiras clamorosas atravesaron veloz y furiosamente aturdiendo y abrumando el pensamiento sano. Ni las aguas del río Mapocho, el río más sucio del mundo, acarreaba tanta mierda como ese formidable torrente de calumnias.
            El público “literario” de Santiago despertó de su larga siesta y se arrimó a las barandas del ruedo para animar la riña de los envalentonados gallitos. En una franca actitud deportiva y frívola hacían apuestas entre ellos. Los infames transformaron todo en un circo, una feria de lucha libre.
            -¡Esta sí que es pelea, mi alma! ¡No se había visto igual desde la gran disputa entre Pablo Neruda y Palo de Rokha! –exageraban como una caja de resonancia.


Tercera parte: La divina elite cultural de la capital

            Apenas necesito contarles que el Poeta ingresó con mucha desventaja en esta guerra indecente, vergonzosa y cruel. Su librito recién publicado, era triste, llorón y terroso. La verdadera literatura es sangre, sudor y lágrimas. Parodiaba a Churchill. Se había entregado por entero para dar mayor fuerza vital al texto. Era el grito de un desesperado. La crítica no lo había ni mencionado. Estaba muy mal parado. El poeta llevaba todas las de perder.
            El Flequillo, contento y satisfecho, no mostró debilidades. Las penas y las quejas del Poeta se estrellaron con el acero de las armas del Flequillo. Este era un coracero. Aprendió tempranamente que la literatura es también una diplomacia, un arte de los intereses y las relaciones, de los disimulos y las astucias. La retaguardia cubierta, no se le podía acusar de nada grave, era ecléctico, abierto a los cambios del ambiente, callaba cuando había que callar, no inauguraba nunca debates en los que podía perder y, finalmente, se hizo miembro ocasional del Partido Comunista chileno, que en aquella época todavía tenía cierto brillo entre intelectuales izquierdistas. Entregó oportunistamente su independencia al partido Comunista para hacer carrera literaria con la ilusión de ser un “nuevo Neruda”. De política garabateaba ideas de un marxismo primitivo. Se afirmaba en una vulgar, infantil y teoría del reflejo para decir que él sólo era la voz “de lo más dulce del pueblo chileno”. El mundo era blanco, el socialismo soviético; o negro, el resto del mundo. Mas las ideas políticas no eran lo importante para el Flequillo, sabía de antemano la línea oficial del partido.
            Pero en general, no arriesgaba opiniones políticas. ¿Para qué? ¡Si de todas maneras era un escritor “comprometido!
            -¡Hola, qué taaal hombre, qué gusto de tenerte aquí! –tuteaba gritando cuando un escritor conocido llegaba a Santiago para hacer creer a los santiaguinos que él era un conocido en la internacional literaria. Siguiendo una tradición europea, ahora, ante el caos existente, pasada de moda, se retrataba en grupos con escritores famosos. Usaba frívolamente el entierro de algún poeta amargo consecuentemente suicidado, o algún congreso literario para ponerse rápidamente en la foto con escritores conocidos. Con los menos conocidos también, después diría que eran sus discípulos. Como Lope de Vega, citaba ostentosamente autores que no había leído.
            Enviaba sus cuentos a todos los concursos de literatura en el mundo hasta que por fin, en esos meses, ganó un concurso organizado por el Club de Abstemios de Santiago en cuya directiva pastaba un viejo amigo suyo, un escritor y un bebedor fracasado.
            Le iba de maravillas. Los agentes culturales del partido publicaron uno de sus poemas en una revista de exiliados y otro nada menos que en una tal revista cubana Casa de las Américas. Incluso musas llegaron a cortejarlo. Bellas muchachitas con alguna pequeña gracia que buscaban figurar sin tener que realizar ningún esfuerzo.
            Entonces se transformó en lo que los periodistas llaman un suceso literario. Una mujer rubia astuta y bella, un inteligente manegers cultural, un promotor de contactos finos con la menesterosa vida cultural de la capital le echó el ojo y dijo estar enamorada de él. Hija esnob de la burguesía, influyente y de peso en los círculos de poder, permanecía en el anonimato de los negocios artísticos. Sus padres eran amigos de los dueños del principal periódico del país, de la editorial de éxito y de una prestigiosa galería de arte de la ciudad. Pulida y culta, de rizos ordenados, exactos y apropiados no levantaba la voz, hablaba casi inexpresivamente en puntillas. Ella era la princesa ilustrada del monopólico conglomerado cultural de la ciudad. Conocía todos los nombres necesarios: un pintor de moda, un publicista y un periodista útil. La vida cultural de la ciudad era un negocio familiar. Sus amigos la llamaban “La Rucia”. Sus rasgos de ángel parecían no calzar bien con su reputación de mujer implacable, que para matar el aburrimiento, solía mostrar apetencias por el arte, transformándose en un mecenas femenino con fama de busca talentos. Confundía y paralizaba a sus amigos cuando se jactaba de su frecuentación de los poetas santiaguinos. Estableció una valla, haciéndose respetable y distante con opiniones decididas. Publicaba una lujosa revista literaria de título propagandístico Voz de los ochenta. Allí publicaba a los nuevos escritores de la capital (en su geografía existía sólo la capital y el lugar donde ella tenía su casa de campo). Hablaba, con hábil retórica, de un nuevo renacimiento poético en el país, un nuevo y consciente esteticismo que deja atrás el pasado y que se deja influir por la realidad posmoderna. La Rucia barnizó al Flequillo con la educación que él había desestimado en el liceo (prefería jugar billar conmigo), lo llevó a conferencias y conciertos y le leyó libros y revistas. Al principio, él se ahogaba y rehuía. Echaba de menos las borracheras y los cantos a coro del Club del Escritor. Pero al final, coqueto y regalón, estaba cómodo en ese miasma de halago fácil.
            Paralelamente perdieron sus textos la ironía y la frescura de libertino del comienzo y se hicieron, para mal de la literatura chilena, más herméticos y serios, ilegibles y siúticos, retóricos y formalistas. Verbo sin ser, estética media falsa, mentirosa. Folklore parroquial.
            -Alegóricos –explicaba ella a sus amigos que para no ser acusados de ignorantes no preguntaban nada. Su nombre repetido insistentemente en revistillas y otros medios de comunicación, al fin, se reconoció en él lo que en literatura se llama una personalidad.
            A estas alturas nadie quería escuchar los lamentos del Poeta. Los miembros del Club lo evitaban para no contagiarse la amargura, la envidia y la mala suerte del Poeta. El Flequillo, en cambio, se convirtió en el enfant gaté, el niño mimado de los salones de neón habitados por palitroques culturales, militares en retiro, zombis que nunca dijeron nada o de los arrepentidos cuando ya la matanza estaba hecha. A la Rucia le fue fácil construirle la imagen de escritor difícil y conseguirle un editor establecido. La Rucia, preocupada por el aspecto visual de su carrera, le construyó un nuevo look: le cortó el flequillo que ya no le caía más sobre la frente sino se elevaba al cielo.
            -Te otorga un aura mística –le dijo.
            El captó rápidamente la idea y, gracias a su habilidad mimética, ponía la cara de santo, de ícono ardiente, un nuevo Mesías milagrero y anunciador de la buena nueva. Era teologal.
            La rucia –conocedora del arte de la publicidad social, influyó sobre el único crítico literario de Santiago para que escribiera que había descubierto un talento. El crítico, un envejecido cura homosexual educado en la morbosidad católica española del Opus Dei, asoló Santiago con sus pastosos artículos literarios. Los críticos serios y formados habían sido obligados al exilio.
            Además un periodista influyente, el cual, gracias a sus rasgos mefistofélicos, sobrevivió las permanentes razzias que los medios de comunicación padecieron durante esos años de dictadura, le escribía elogiosas entrevistas en el diario.
            En público la Rucia se hacía notar lo absolutamente necesario, dejándole a él todo el auditorio, pero en la intimidad era ella la sádica; él, el masoquista que aceptaba gozoso todas las perversiones a las que ella lo sometía. Dicen que la Rucia hasta de mujer lo vestía, de camarera humillada y disfrutaba hasta el orgasmo cuando el Flequillo se transformaba en Sor Teresa, la monja combatiente de la desnutrición infantil en el mundo, entonces los subyugaba en cuatro patas, lo ataba con cuerdas de cuero, lo pellizcaba, cepillaba y azotaba. “Sor Teresa” gritaba: “perdóname, mi reina rubia, perdona mis pecados”. Mujer de alma cruel, transformaba en placer el sufrimiento físico del Flequillo.
            Si él antes casi no esbozaba opiniones políticas ahora simplemente no existía el tema. En cambio, en literatura era un terrorista de guillotina: todo lo escrito hasta ahora por su generación era una sola mierda, ¡menos lo que él estaba escribiendo!
            Le iba bien. Entonces aplicó el conocido y tantas veces probado Manual de la Indiferencia contra el Poeta: lo ignoró completamente. Lo soterró en el subterráneo del olvido. ¡Ni siquiera lo nombraba!
El cenit de esta guerrilla oscura fue el día en que al Flequillo le solicitaron su contribución para la antología Nuevos escritores chilenos.
            -Sólo si el Poeta NO se incluye en la antología –exigió al editor. El editor no tuvo carácter de oponerse a la petición del Flequillo. El Poeta no fue incluido en la antología Nuevos escritores chilenos.
            Las virtudes estridentes, seductoras y oportunistas del Flequillo habían superado el trabajo anónimo, silencioso y modesto del Poeta. Nada pudo la vida austera y mortificada del Poeta con la coquetería y la gracia del Flequillo. Caín chapoteaba en la sangre de Abel. Si este cuento fuera una parábola terminaría así: La futilidad derrotó a la constancia.
            Todos Santiago se movía bajo los pies del Poeta y el terremoto derrumbó su estructura síquica.
            Y la ex mujer del Poeta, la ex niñita de las monjas, la ex santa que cuidaba los niños, regaba las plantas, remendaba la ropa y preparaba el té de tilo caliente, descubrió, en ese corto pero intensísimo tiempo, ser una cruel víctima del destino, utilizada malvadamente por el poder masculino, el machismo. En un acto pobremente histérico se acostó, después que el Flequillo la dejó por la Rucia, con varios de los muchos candidatos a escritor. Se incorporó pronto al movimiento feminista, impulsado y sostenido en Santiago por una chilena que había estado exiliada en Canadá. Vestía una túnica azul, casi transparente, insinuaba coquetamente sus senos leves y cambió su rostro de beata por uno firme, sensual y atrevido. La frágil ama de casa se convirtió en una Valquiria chilena que hacía discursos candentes sobre cualquier tema, como una Jane Fonda de los años 60, y entonaba cancioncitas surrealistas del cubano Silvio Rodríguez para parecer aún más progresista. Le cobraba una mensualidad altísima al Poeta con la amenaza de no dejar ver a sus hijos y le puntualizaba, cada vez que tenía la ocasión, que él le había destrozado su vida manteniéndola en la oscuridad de la cocina, mientras él cultivaba el alma con la escritura.
            El Copuchento, por su parte, con los pies colgando de una silla del Club del Escritor, suspiraba como un coro popular: “La vida, ay, la vida, las vueltas de la vida”.


Cuarta parte: Un poeta lloriquea en Malmö

            Mi buen amigo El Poeta estaba solo, arruinado y malherido. Llegó a Malmö con un librito de desencantos. ¡Qué cuentos más amargos! ¡Ni del nombre me acuerdo! Sus cuentos eran una mezcla de El lobo estepario de Hesse, Metamorfosis de Kafka y La Náusea de Sartre, aliñados con letras de melancólicos boleros chilenos. ¡Imagínense la alegre mezcla! Una descripción puntillosa de penosas y lentas banalidades, a pesar que entre líneas suspiraban finos silencios. Creía que el lenguaje era sólo experiencia interior.
            (-Qué infantilidad pensar... ¡En fin!)
            Sus cuentos no tenían ni aventureros valientes y osados, piratas con loros parlanchines, reyes buenos pero un poquito imbéciles, multimillonarios malvados, asesinos profesionales, políticos tontos y corruptos, ni mujeres vamp de deseos artificiales. Nada de eso que a mí me divierte en un buen libro. Sus cuentos no eran para gente como yo.
            Además el Poeta sufría una seria crisis económica. Su libro no había vendido ni un ejemplar. Los cuentos del Poeta no estaban de moda. Los nuevos escritores latinoamericanos copiaban un atrasado “realismo mágico”. Los epígonos danzaban en la mesa, el gato García Márquez fue a recibir el Premio Nóbel. Estaban de moda esos libritos retóricos de barroco americano, auténtico kitsch del circuito de producción y consumo mundial: novelitas sobre una abuelita puta, dueña del prostíbulo, feminista revolucionaria que cita de memoria a la Rosa Luxemburg o a la Simone de Beauvoir; o una huerfanita desnutrida, empleadita puertas adentro, enamorada del jefe de la guerrilla izquierdista, aman apasionadamente en una selva exuberante minutos antes de atacar una cárcel y de liberar a todos los presos políticos del país. Los nuevos escritores le trabajaban al exotismo vendedor.
            Los cuentos del Poeta no estaban de moda.
            La primero noche apenas concilió el sueño y cuando al final cerró los ojos, lo torturaban horribles pesadillas. A la mañana siguiente madrugué como acostumbro, pero el Poeta ya estaba en pie y con ojos vidriosos sumergido en el pozo de la angustia.
            -Olvídate de esa mujer –le dije-, convencido que hurgar en el subsuelo moral de los amores muertos conducen sólo al pantano de la sordidez.
            -Descansa –le dije yo-, esta noche vamos a ver La Cage aux folles al teatro Municipal de Malmö con unas amigas suecas lindísimas, que además se han hecho el control del SIDA-le dije para animarlo y aliviarle la derrota-. Se enfadó aún más. Estaba muy dolido, el pobre.
            Masculló lastimosamente por las frías calles de Malmö confusos pensamientos de desdicha, envuelto en su máscara de disgusto. La atmósfera imperante ayudó a manifestar la depresión y la derrota: la lluvia caía implacable en Malmö, las nubes sombrías barrían el cielo.
            Muy pronto volvió a Chile, a buscar la revancha, pues él no perdona. Tímido y retraído, sin facilidad para estallar, acumulaba odios que lo deformaban oscuramente. Perdía lucidez. Se taimaba. Se hacía el incomprendido. Al llegar a Santiago se fue al Club del escritor en el barrio Bellavista y, sin lograr darse cuenta que todo el Club se reía de él y sin poder reprimir ciertas contracciones de dolor, le contó al             Copuchento de Santiago que YO soy poco serio, que YO no tomaba nada en serio.
            Para que vean como son las cosas, queridos lectores. Es así como se crean los rumores.
            Yo sólo espero que ustedes no le cuenten a nadie lo que yo les he relatado. Menos aún a él. Yo sé que los escritores son sensibles al que dirán. Yo lo estimo mucho. No hay para qué destrozarlo más. Felizmente me han dicho que últimamente escribe más suelto y que ha empezado a tomarle el gusto a estar soltero. Dicen que se ha dejado crecer el pelo, se ha olvidado de sus trajes grises y hasta cachetadas en el traste les da a las mujeres. Me cuesta creerlo. Pero ojalá sea cierto. Ojalá. (O-ja-lá, en el sentido etimológico wa-sa-Allah, que quiere decir: ¡y quiera Dios!) Pero, de todas maneras, no lo comenten con él. Es mejor olvidar. Y ustedes estarán de acuerdo conmigo que esto es lo más sensato. Porque seamos serios de una vez: ¡Todo esto se los cuento con el convencimiento de que ustedes morirán con el secreto!



Omar Pérez Santiago
Chile
Ha publicado La pandilla de Malmö (1989), traducción de poetas suecos y del danés Michael Strunge al español. Ha publicado en sueco la novela Malmö är litet. Tiene un libro de cuentos Memorias eróticas de un chileno en Suecia, La novela comic Negrito, no me hagas mal y recientemente publica la novela Trompas de Falopio junto a Gabriel Caldés. Es guionista de La Novia de Borges y Plikten.
operezsantiago@yahoo.com


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