el hilo negro     


Delicatessen: Autofagia de la modernidad
Adriano Corrales Arias



A manera de introducción

          Toda sociedad tiene una idea del tiempo y el espacio que varía de una época a otra. En cierto sentido, esas ideas son productos coyunturales, partes de su propia cultura. Los textos que se producen en esas sociedades van a estar marcados por la idea de tiempo y espacio que las mismas tengan, por ello el espacio, especialmente en los textos literario/artísticos, se convierte en metáfora del tiempo. Pero no puede haber producción artística sin un correlativo desarrollo social: Hay diversas poéticas de diferentes tiempos y géneros en diversos textos. En el caso del cine, como en el teatro pero en menor grado, la puesta en escena de ese espacio/tiempo (“cronotopo” es la categoría con que sintetiza Mijail Bajtín, para el caso de la novela) consiste en distanciar la idea espacio-temporal en una figuración de esa idea a través de la búsqueda del mismo género, sus moldes/modelos, formas, imágenes.

          Ahora bien, si partimos de la idea de Baudelaire, uno de los poetas malditos, suscrita por ese genio ruso de la música, Scriabin, en el sentido de que la “experiencia estética es la experiencia total de los sentidos”, en el cine, y siguiendo a Heidegger, con lo expuesto en el párrafo anterior, “todos somos protagonistas”. Si el arte contemporáneo se “vive”, o se propone “vivirse”, como acontecimiento en el cual yo me inserto (experiencia temporal), el cine es su mayor exponente. El cine es un arte de síntesis, no solo de las demás expresiones artísticas del espacio y del tiempo, sino y, fundamentalmente, de la revolución científico técnica: la comunicación no se da con “ideas” (no es necesario saber “leer”) sino con “imágenes” autosuficientes como expresión superlativa del arte creador. En otras palabras, no hay referentes sino significados. Lo importante no es quien crea sino quien recepciona: el público. El artista crea las condiciones para que otros participen en el acontecimiento. Arte es todo objeto, signo o símbolo capaz de hacernos soñar, de proporcionarnos una experiencia onírica. Eso es el cine.

          Claro que hay un tiempo interno y otro externo (1: intimista: el fluir de la conciencia; 2: cronológico e histórico) y en el arte, especialmente en el cine (y sus derivados audiovisuales), hay una fascinación por el tiempo donde el sujeto puede dejar de ser sujeto y enajenarse en el objeto, quedar absorto en su “lectura”: desaparece la conciencia del tiempo en el instante, o el instante es todo el tiempo. Entonces lo trágico se me hace eterno (tiempo existencial) si vivo el tiempo como acontecimiento en el que soy protagonista. Es el tiempo inmanente al acontecimiento: el tiempo existencial lo vive la colectividad desde adentro, que es precisamente lo que trata de expresar el arte actual: hay un tiempo inmanente de la obra. Pero el arte es fundamentalmente diálogo como símbolo, es una dinámica comunicativa, es objetivación del tiempo. En palabras del teórico ruso ya citado, Mijail Bajtín, “el otro es ‘algo’ más que destinatario”, es decir el lenguaje sirve para algo más que transmitir información, a través de él se pueden transformar las relaciones de los interlocutores (sentimientos, mentalidades, gestos, etc.). El lenguaje no solo explicita, implicita: en el lenguaje, como en una encrucijada, se expresan las contradicciones sociales. Por eso para Bajtín la conciencia es diálogo: siempre estamos a dos voces, mínimo. Recordemos a Rimbaud: “Yo soy el otro”, es decir otro, el otro, muy bien expresado en inglés: “another”. Dicho de otra manera, el lenguaje artístico no es unívoco, es dialógico: no hay coartada posible, estamos obligados a ser con el otro, y en la confrontación con el otro me descubro yo también: el yo del otro está antes que el mío: el otro tiene su primogenitura.

          Volviendo al cine, ese diálogo se expresa ya desde la edición. Ciertamente el cine es puro tiempo, mejor dicho tiempo hecho espacio y viceversa. El “feedback”, por ejemplo, es un intento de diálogo entre dos tiempos. El cine, como ya lo dijimos, es sueño en el sentido de que es una proyección de sombras, es una vivencia onírica, simbólica, y el sueño, ya nos lo dijo Freud, sería la expresión artística por excelencia: el arte como objetivación de los sueños. Pero lo importante es que en el cine hasta lo policíaco se convierte en tragedia porque recrea el acontecimiento como narración a través de la cámara. Lo trágico contemporáneo consiste en que “no sucede nada”, mejor dicho no hay nada que hacer por que todo está consumado. Recordemos a Sartre: “la libertad consiste en que nada tenga sentido, sino el que yo le doy”. El cine democratiza la tragedia y la convierte en correlato de nuestra libertad, su espacio es el acontecimiento donde nos descubrimos libres, seres creadores, en una dimensión onírica: la tragedia se traslada al subconsciente. Lo trágico ya no es algo excepcional, es parte de la vida cotidiana: lo trágico es cuando no hay acontecimientos trágicos.

          Esta breve introducción, tal vez teóricamente pesada y un tanto academicista, me permitirá, sin embargo, abordar desde esa perspectiva, el impresionante filme de los cineastas franceses “Jeunet y Caro”: Delicatessen (1991).


El héroe de nuestro tiempo: el antihéroe

          En Delicatessen, se nos muestra una sociedad que, para muchos críticos, es una sociedad apocalíptica o posnuclear, mejor dicho una sociedad sobreviviente al holocausto de una guerra nuclear. Yo, atendiendo a la opacidad del arte y a la polisemia del discurso, deseo intentar otro abordaje a tan impactante filme, pero lo detallaré más adelante. Por ahora me interesa dar a conocer a los héroes de la fábula. En un condominio de un suburbio indeterminado, con una arquitectura extrañamente gótica, en un ambiente nebuloso, frío, la primera secuencia nos muestra al Carnicero (Jean Claude Dreyfus) “descubriendo” a una de sus víctimas, a pesar de haberse escondido en un tambo de la basura. La comida escasea y la única forma de sobrevivir es “capturando” incautos en la ciudad a través del anuncio de un empleo como ayudante del Carnicero, dueño, por lo demás, del condominio. El nuevo inquilino y empleado del carnicero es Louison (Dominique Pinot) quien se apresta a sus labores.

          Más allá, o más acá, del humor negro, en la frontera de lo grotesco, el conflicto se presenta entre una realidad dura con sus ineluctables leyes y la inocencia de Louison, acentuada por la ignorancia de lo que ocurre por las noches en la escalera del edificio. Julie (Marie Laure Dougnac), la hija del Carnicero, intérprete del contrabajo y sabedora de toda la trama, inmediatamente identificada con aquél por su “porte”, su historia de comediante en un circo donde perdió a su amigo - un chimpancé compañero del espectáculo, devorado por los demás - y por su afinidad con la música (Louison interpreta el “serrucho”), trata de prevenirlo, pero las circunstancias no se lo permiten. Sin embargo, por diferentes peripecias, entre ellas la llamada de auxilio que Julia decide hacer a los “Trogloditas” (el propio Caro, codirector actúa como uno de ellos), seres que habitan en el subsuelo, en las entrañas de la ciudad, y quienes son vegetarianos (irónicamente la moneda de curso son granos y vegetales en el mundo de la superficie, y el Carnicero ha acumulado una gran fortuna vendiendo su “carne” o intercambiándola. Precisamente Julia les promete ese botín si le ayudan a salvar a Louison), el matarife no va a poder dar con la víctima y más bien va a terminar aniquilado. Lo importante acá es subrayar la calidad del héroe, que más bien, como lo planteaba Luckács, es un antihéroe: aquél que va en busca de valores en una sociedad degradada.

          Bajtín, el teórico ya citado, habla del antihéroe como uno de los símbolos del nacimiento de la novela moderna. Pero difiere de Luckács fundamentalmente en su carga ética: el individuo “sano” en la vida es quien puede superar, no negar, la ruptura. Aceptándose a sí mismo a través de una especie de “Hermenéutica del Yo” como lo plantea Michel Foucault - la cual no se debe entender como “resignación”, pues no habría, o no se daría, el advenimiento de un “nuevo yo” - propondría un diálogo sano desde la experiencia de la otredad para transformarse en el “otro yo”. Esto es complicado, solamente recordemos que, para el caso de la novela, el autor no “cuenta” pues se desprende de su personaje o el personaje se desprende de él. Lo mismo podríamos decir de la creación de personajes en el cine, encarnados, claro está por un actor. Ese (anti)héroe puede echar abajo las barreras entre lo interno y lo externo, por eso el género artístico “saludable” (léase crítico/progresista, por llamarlo de alguna manera más comprensible) tendría que presentarnos a ese individuo “sano”, el antihéroe.

          Ahora bien, para Bajtín el género artístico “saludable” es el que garantiza una no coincidencia entre el héroe y el entorno, lo que garantiza, a su vez, el diálogo entre el tiempo y la conciencia. Por eso, en la distinción que hace entre novela y épica, nos dice que son diferentes cualidades percibidas del tiempo: el tiempo de la novela es verdaderamente nuevo, en cambio en la épica el tiempo es absoluto, no hay tiempo. Lo que le preocupa no es la soledad del héroe sino su libertad, la libertad del héroe en la novela que es más que sus papeles en historias determinadas. El héroe épico es inseparable de su trama, el de la novela no. Por eso los héroes novelísticos son como bufones medievales, porque sus papeles son temporales: sus máscaras no son ellos mismos, son héroes del proceso de la vida, no del pasado absoluto. El héroe de la novela siempre tiene un excedente de humanidad, una potencia, un futuro. Cuando pensamos en sus papeles hay algo que se nos escapa: esa no coincidencia entre el yo y las categorías sociales. Esa capacidad para cambiar de investidura: la libertad.

          Pues bien, creo que Louison encarna ese antihéroe del que nos habla Bajtín para el caso de la novela moderna. Es un personaje que cambia el rumbo de la historia precisamente porque no es un héroe, sino un simple mortal que desea ganarse la vida honradamente. (Es de suyo interesante que ese personaje haya sido un comediante, ese “bufón medieval” del que nos habla Bajtín). Y precisamente por ello encaja muy bien en una tragedia colectiva como la que se nos muestra, convirtiéndose en el héroe sin proponérselo. Podemos añadir a Julie como la compañera perfecta del héroe, el antihéroe. Es su escudera y su guía en tanto conoce el entorno y sus posibilidades, pero aún más, es su alter-ego, un alter-ego que sabe, como en la novelística de Dostoyevsky, que para liberarse, y liberar a los demás, es necesario el parricidio. Entiende que para la culpa no hay perdón pues el hecho de existir es ya una culpa y un castigo. Sabe que al padre se le odia con una forma de amor, por eso el parricidio debe ser un asesinato ritual para lavar la culpa, una recreación onírica de una culpa primigenia. Recordemos en este apartado a Freud: “El arte es la expresión onírica de una sensación sadomasoquista”.

          Llegados a este punto volvemos al concepto de tragedia contemporánea: es cuando se trasciende lo ético y llegamos a lo ontológico: trágico es que los dos polos del conflicto tienen razón, pero, como en Nietzche, más allá del Bien y del Mal, de lo Bello y lo Feo, de Verdad y Error, de Justicia e Injusticia. La muerte es trágica no porque sea triste u otra cosa parecida, sino porque es la perdida total de la libertad. En esas condiciones nacer es ya una pérdida de libertad. La tragedia acá se resuelve a favor de la libertad, una libertad con cierta esperanza como vemos al final de la película: Louison y Julie interpretan su música en el tejado mientras dos niños los imitan y la atmósfera lentamente se torna más clara y veraniega. El amor ronda y nos promete, de alguna manera, la utopía de un mundo más armonioso.


La posmodernidad se muerde la cola

          Decía en el anterior apartado que intentaré una nueva interpretación de la propuesta estética del filme en cuestión. Me parece que si atendemos a la contradicción casi insoluble a la que nos somete el Mercado en contra de la naturaleza y de los sistemas productivos, contradicción que amenaza seriamente con la eclosión de nuestro planeta, bien podríamos ver en esta película una metáfora de la autodestrucción de una sociedad de consumo radicalizada por el Mercado Total. Veamos una cita del aleccionador libro “La Naturaleza Caída” del investigador costarricense Francisco Rodríguez: “El crecimiento de la economía mundial globalizada puede ser tan alto como se quiera, sin embargo no podrá cambiar la situación de exclusión de grandes partes de la población. Además, cuanto más se lo fomente, más destruirá el medio ambiente natural del ser humano. Pero no llevará a la superación de la exclusión. En la actualidad,’ la exclusión de la población y la destrucción del medioambiente natural van de la mano...’ Si la exclusión de la población resulta inevitable dentro de cualquier política de crecimiento, es necesario enfrentar la propia economía de crecimiento si se quiere aún solucionar este problema” (Rodríguez: 2001:117.). En otras palabras, al ritmo que vamos (y las imágenes del África contemporánea son más que aleccionadoras) pronto estaremos matándonos los unos a los otros por el agua y la comida, y quién sabe si no devorándonos literalmente, como grotescamente lo presupone el filme.

          La frontera temporal en lo que se conceptúa desde los círculos intelectuales de las metrópolis financieras como Posmodernidad, no es clara, como no es claro cuál es el pelo caído que inicia la calvicie. Para nuestros países, en una periferia cada vez más excluida y satanizada por los detentadores del poder mundial, la discusión no ofrece ninguna garantía, siendo que todavía no hemos superado la Modernidad emancipadora que propuso La Ilustración (aunque el llamado Primer Mundo tampoco). Lo cierto de la época es que cada vez son más grandes las poblaciones excluidas del cacareado crecimiento económico que pregonan los ideólogos neoliberales. La exclusión, fenómeno claro de la Modernidad con toda su siniestra gama de conflictos locales, regionales y mundiales, sigue profundizándose hasta la eliminación directa de aquellos sectores que no cuadren al sistema de consumo, por eso mismo se convierten en deshechables. La (Pos) Modernidad se muerde la cola, es decir, se devora a sí misma. Delicatessen es la metáfora oscura de esa exclusión llevada hasta las últimas consecuencias.


Sobre la calidad estética del filme

          Pero la propuesta estética va más allá de su metaforización ideológica y su refracción (reflejo distorsionado, deformado) de la realidad, así como de su defracción (desviación de la luz) en la conciencia, de las relaciones sociales. Es una propuesta que se apoya en una rigurosa Puesta en Escena (responsabilidad de Jean Pierre Jeunet), que no solo se atiene a un excelente guión, sino a una Dirección Artística acertada como lo es la de Marc Caro, y a una excelente ambientación con una fotografía sobria y una edición ágil y espectacular. La banda sonora asentada sobre la música de Carlos D’Alessio no se queda atrás. Por cierto, la música, que es sutil y juega en contrapunto con los acontecimientos y la trama, así como con el color, mezcla equilibrada de estos dos elementos según la necesidad comunicativa de los realizadores, es uno de sus logros más altos. Recordemos la genial secuencia donde las graves notas del contrabajo de Julie, el tono del diapasón de los hermanos Kube, las cajitas que mugen al voltearse, así como el golpeteo del tapete que sacude la vecina, el raspar del rodillo sobre la pared de Louison, el inflador de llantas de bicicleta y los sonidos incidentales que se producen en casa de la familia Tapioca, son los elementos sonoros incidentales que se sincronizan perfectamente con el rechinar de los resortes de la desvencijada cama del Carnicero que, al ritmo de sus grotescos embates sexuales, transmite un rítmico rechinido por todo el edificio a través de los viejos ductos de la calefacción. La escena va in crescendo hasta la escandalosa llegada del orgasmo. La armoniosa mezcla de elementos sonoros, su ritmo, la iluminación, la escenografía y la edición, convierten esta secuencia en una de las más interesantes y llamativas del filme, y son un claro ejemplo de armonía y creatividad que ha encontrado su propio lenguaje en el fascinante mundo del cinema. Por eso y más no dudamos en recomendarlo una y otra vez.

The End.



BIBLOGRAFÍA CONSULTADA:

Bozal, Valeriano (Editor). 1996. Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. Volumen II. Madrid, Visor.

Cross, Edmond. 1997. El sujeto cultural. Sociocrítica y psicoanálisis. Buenos Aires, Ediciones Corregidor.

Foucault, Michel. 1994. Hermenéutica del sujeto, Madrid, La Piqueta.

Jeanne, René y Ford, Charles. 1995. Historia Ilustrada del cine. (Tomo 3)El cine de hoy. Madrid, Alianza Editorial.

Pavis, Patrice. 1998. Diccionario del Teatro. Dramaturgia, estética, semiología. Barcelona, Editorial Paidós.

Rodríguez, Francisco. 2002. La Naturaleza Caída. San José, Ediciones Perro Azul.

Vidal, José A. (Director de Edición). 1987. Historia del Arte, volumen 12: Romanticismo, Realismo y Modernismo. Instituto Gallach, Océano.

Voloshinov, Valentin N. 1992. El marxismo y la filosofía del lenguaje. Madrid, Alianza Editorial.




Adriano Corrales Arias
Costa Rica, 1958.
Ha publicado los libros de poesía: Tranvía negro (Editores Alambique, 1995); Hacha encendida (I.T.C.R, 1999), La suerte del andariego (Ediciones Perro Azul, 2000) y Profesión u Oficio (Ediciones Andrómeda, 2002). También editó la novela Los ojos del antifaz (Ediciones Perro Azul, 1999).
Se graduó en artes dramáticas en San Petersburgo-Rusia, es profesor del Instituto Tecnológico de Costa Rica y es editor de la revista cultural "Fronteras".
Es gestor del hermanamiento de los creadores centroamericanos a través de la organización de encuentros internacionales de escritores. .


agosto
2003