renglones torcidos     


La crin de las potencias
Jorge Gaspar


Ahora que tus cabellos han venido a significar
La loca luz humana bajo mi lámpara
(...)
Tú te burlas, Oh mi bien amada

René Menard



          Nada presagia a los pequeños acontecimientos. Pero como sucede a menudo, crecen y se vuelven importantes sin motivo aparente.

          Una mañana, mientras me rasuraba, hizo su primera aparición ante el espejo. Asomó la punta entre los pétalos de una espinilla. Lo palpé bajo la incipiente papada: gordo y filoso como una blasfemia mal dicha. El pelo atravesaba mi piel y la volvía tan sensible que tuve que dejarlo rodeado por un círculo de barba virginal.

          Un día después tenía el tamaño de una punta de lápiz y mi dedo índice se empeñaba en tocarlo y doblarlo, a pesar del dolor que me producía.

          Al tercer día me decidí a decapitarlo y le acerqué la rasuradora eléctrica. A la primera arremetida resbaló debajo de las cuchillas; luego intenté atacarlo a contrapelo, pero chirrió y se mantuvo. No pude contener ni lágrimas ni gemidos, así que esperé a que disminuyera el dolor y aventuré una última embestida. Se oyó un chirrido y el aparato se detuvo, atorado bajo mi barbilla. Por más que tiraba no podía despegarlo.

          Tras mis gritos vino Desdémona. Se acercó solícita, la cabellera impasible y los ojos asombrados. Sin hacer preguntas desbarató la cabeza de la rasuradora. Cuando por fin pudo retirarla, me di cuenta que se estaba burlando de mí. Quise decírselo, pero no hallé su sonrisa para apoyar mi afirmación. Su rostro se desvanecía tras una mirada pastosa.

          El pelo se dobló un poco, pero salió ileso. Siguió creciendo.

          Esa noche me soñé caminando bajo la pesada fronda de un árbol. Alrededor del tronco, una multitud se alineaba con los brazos extendidos y la intención de mostrarme que la circunferencia era incontenible. Innumerables ramas caían como serpientes hasta casi tocar el suelo; de todas colgaba un fruto color hueso. Mordí uno: sabía a tierra.

          Desde entonces me fue imposible distinguir los rostros, pero las personas se convirtieron en propósitos. Me bastaba mirar a cualquiera para sentir sus intenciones y sus más involuntarios pensamientos.

          Sólo Desdémona seguía hermética, inalcanzable. Sus silencios eran cada vez más largos y su sonrisa más difusa. Cuando intentaba hablar con ella me quedaba un sabor metálico en la boca. Había algo oculto en sus atenciones.


          Empecé a acecharla. Algunas veces, al regresar del trabajo, la sorprendía realizando sus quehaceres. Si la observaba con discreción, de forma que no lo advirtiera, comenzaba a dejar salir sus intenciones, pero inmediatamente se sobresaltaba y movía los ojos con urgencia hasta encontrarme. Entonces volvía a hacerse impenetrable.

          La situación empeoraba en el trabajo. El pelo alcanzó los tres centímetros e incitaba una notoriedad incómoda. Intenté cortarlo con una navaja pero fue imposible: hubiera sido más fácil cortar un cable. Ni siquiera me quedaba el placer de acariciarlo, pues el dolor se volvía insoportable.

          Fue entonces cuando me di cuenta. Llegué temprano del trabajo y —como lo hacía últimamente— entré sin hacer ruido. Desdémona estaba vuelta de espaldas, mirando por la ventana. Su cabello brillaba a contraluz; tenía la mirada distante y la sonrisa desatinada. No me escuchó. De inmediato supe que planeaba abandonarme: lo ví con la claridad de sus pensamientos. Y no se iría sola.

          Me enfurecí y la maté y la cubrí con una bolsa de plástico. La arrojé dentro del armario y, justo antes de cerrarlo, columbré su mirada invisible y la sonrisa desmoronada. Sé que tardarán en encontrarla.

          Un cirujano me extirpó el pelo hasta la raíz, que resultó enorme y atravesaba la piel hasta el interior de la boca. Me quedó un orificio húmedo, de bordes sonrosados, que debo tapar con la lengua para evitar que mi saliva escurra por el cuello.

          Ahora nadie me conoce. Los rostros son sólo rostros y ocultan las intenciones. Algunas veces sueño que camino bajo la fronda de un gran árbol; sus ramas se extienden como serpientes y de cada una cuelga un fruto color hueso.

          Pero siempre quedan fuera de mi alcance.




Jorge Gaspar
Guadalajara, México.

En sus propias palabras: Pseudo-escritor y quasi-coordinador de "Otro taller literario virtual"
http://tallerliterario.netfirms.com/

junio
2003