renglones torcidos     


Vista bendita
Karen G. Rodríguez Montiel


      Como cualquier ser humano, pensaría que al cerrar los ojos, el mundo se vuelve nada, pura oscuridad. Y entre oscuridades no se distingue sombra de claridad. Como cualquier ser humano, repito.
      
      Para fortuna mía, no pienso así. Porque al cerrar lo ojos, para mi no existe diferencia alguna entre oscuridad o luz. Siempre veo lo mismo.

      Pero no siempre ha sido así. Cuando niño, podía ver. Conocí la cara de mi madre, de mi padre, de mis hermanas incluso de la tía Sofía. Y alcance a conocer a los colibríes, los conejos, los gatos, las vacas, los perros y los guajolotes.

      Verás, vivía yo en una granjita. Pequeña, a las afueras de la ciudad, en lo que hoy le llaman “Los tecolotes”. Que por cierto, según me han dicho, construyeron ahí mas de mil casas pequeñas, pues hoy en día las familias son pequeñas y pueden vivir en casas de cuatro por 15 metros, o menos.

      Antes no era así. Antes, cuando yo podía ver, vivíamos en una granjita. Mi papá criaba guajolotes y conejos y los vendía, no recuerdo a quien se los vendía. En realidad nunca lo vi hacer un trato, pero era bien sabido por todos que a eso se dedicaba.

      Mi mamá guisaba todos los días, hacia guajolote muy bueno y también lo vendía en la ciudad. Entonces fue que conocí los carros y caras de mucha gente que nunca supe como se llamó.

      Mis hermanas gustaban de la música, ellas eran tres; Mariana, Julia y Soledad. Mariana tocaba el piano; Julia el violín y Soledad la flauta. Mi tía Sofía cantaba. Y yo, yo solamente las miraba, cuando podía mirar. Es por eso que hoy puedo imaginarme a los músicos tocar sus instrumentos. Y sé apreciar a algún músico que se encuentre muy lejos de donde yo estoy.

      En ese entonces si pensaba que al cerrar los ojos la oscuridad nacía. Pero no me importaban esas cosas. Solo disfrutaba, sin darme cuenta, de los colores de las flores, de los tonos del cielo al atardecer, de los reflejos del agua, y de otras cosas que hoy en día los que pueden ver consideran cotidianas.



      Eso fue hace ya más de 30 años. Y desde entonces cada día trato de revivir desde la oscuridad de mi vida cada amanecer y atardecer que vi. Lamentablemente no tengo mas recursos que los que quedaron en mi mente, es por eso que me veo en la necesidad de repetirlos. Y así cuando me levanto, como quien acostumbra ir a misa todos los días, encuentro después de varios días el mismo amanecer que hace una semana. Y es que comprenderás que me es difícil guardar una bitácora con los amaneceres que ya reviví.

      Lamento no haber puesto más atención a los días que transcurrían cuando podía ver. Ahora con el paso de los años se van empañando las imágenes de aquellos tiempos.

      El ultimo atardecer que vi, fue magnifico. Aún lo tengo grabado clarito, clarito en mi mente. Y cuando sé que está atardeciendo, porque el viento empieza a soplar en mi espalda y se oyen los grillos del jardín, traigo la imagen frente a mí, y sentado en la vieja mecedora que ahora cruje, sonrío.

      Le sonrió al sol que grita por última vez en el día. Y con su grito de fuego incendia la bóveda celeste. Las nubes impacientes por el ardor de su piel se deslizan a otros lugares, le imploran al viento que apague las llamas. Por su parte la noche corretea al viento, para que éste se ponga lila de frió, y entonces, como en aquel dibujo de la creación que una vez vi en la Biblia, el cielo esté de festín, esté de colores.

      Y así puedo abrir y cerrar mis ojos, a la hora que quiera. Sin importar si llueve, sin importar si nieva, sin importar si hay luz o no. Para mi es lo mismo. Puedo traer a mi mente aquel atardecer, y agradecerle a la vida por permitirme verle de nuevo.


Karen G. Rodríguez Montiel
Guadalajara, México. 1979.
Lic. en Informatica Administrativa (ITESO).


mayo
2003