el hilo negro     


La categoria temporal como clave hermeneútica
para comprender el arte contemporáneo y su incidencia en el teatro
Adriano Corrales Arias


Introducción
Para muchos historiadores del arte y estudiosos del hecho estético, el Romanticismo representa la última gran estética de occidente, en tanto procede aún de los clásicos griegos, a pesar de que lo “romántico” se vinculó a lo moderno, mientras que lo clásico a lo antiguo. Pero básicamente porque introduce una ruptura entre la racionalidad y el arte: introduce la Historia como acontecimiento: lo que sucede, lo que acontece: aparece el conflicto. El ocaso del Romanticismo lo podemos ubicar cerca de 1850, con la aparición de la obra de Balzac, que es la primera expresión no romántica. Pero fundamentalmente en esta fecha se ubica la producción de la obra de Alfred de Vigny con un nuevo contenido de lo trágico, de lo pesimista. Madame Bovary (1856), la célebre novela de Flaubert, es también un punto de inflexión agónico del movimiento romántico: refleja la crisis de la burguesía industrial y el desmoronamiento de la concepción romántica de la modernidad.


El Romanticismo se había preocupado por conciliar los opuestos (cultura/naturaleza, ley/deseo, orden moral/orden físico, experiencia/ingenuidad) y alcanzar un lejano deseo de integración: pensamiento, intuición, razón, poesía, cuerpo, espíritu, poder, libertad, amor y muerte; debían conformar un “todo” en el ideario romántico. El primero en reaccionar contra ese “todo” y conceptualizar acerca del espectáculo integral, o acerca de la temporalidad como acontecimiento, es Richard Wagner, quien, en sus composiciones, ya no hablaba de ópera, sino de “Drama Escénico”. Debemos recordar que Wagner no fue solamente músico, fue también un notable poeta. En ese sentido se puede decir que el primero que realiza un espectáculo “integral” es él, o, dicho de otra manera, el espectáculo contemporáneo nace con Wagner. El modelo wagneriano se encuentra en Los Misterios de Eleusis, es decir en las ceremonias religiosas de la fecundidad procedentes del neolítico: los ritos son los procesos de la naturaleza. El arte para Wagner es fundamentalmente una liturgia, un ritual. Al mismo tiempo Wagner introduce la tragedia en su creación, lo que define muy claramente el fin del Romanticismo. (En Tristán e Isolda -1850 – el amor se autodestruye).

Claro que la visión wagneriana es eminentemente mística: el mal se ve como irredimible, por eso aparece nuevamente el sentimiento de lo trágico, el cual tropieza con los límites de la libertad. Sin embargo se percibe el instante como plenitud, es el triunfo del tiempo sobre el espacio. Recordemos que en este período nace el Impresionismo - con La Merienda Campestre (El Baño) de Manet (1863), rechazada del Salón del mismo año y expuesta en el de los “Independientes” - movimiento pictórico que precisamente va a privilegiar el instante, el segundo de la luz. (En realidad los Impresionistas se niegan a ver en la pintura el espacio: incluyen el tiempo, subrayan el instante, lo importante es la luz. De esta manera se acaba la “objetividad”: un cuadro es la impresión de un observador, el objeto es un pretexto, lo que importa es la subjetividad). Con Wagner la tragedia se convierte en parte de la existencia, es el fin de la libertad. Lo bello ya no tiene categorías, está en toda expresión humana, como diría Schopenhauer, para quien el arte absoluto es la música, pues expresa el movimiento y el tiempo. Por ello mismo el teórico de la tragedia moderna va a ser Nietzsche, quien precisamente reflexiona a partir de Wagner.

Sin embargo lo trágico no es algo excepcional, es parte de la vida, está allí en toda acción humana. Lo trágico moderno se da cuando no hay tragedia. La tragedia consiste, paradójicamente, en que no hay tragedia. Lo trágico es cuando no hay acontecimientos, cuando no pasa nada digno de mención. Antón Chejov será el dramaturgo insigne de esta tragedia contemporánea pues de alguna manera “democratiza” la tragedia al rebuscar en el subtexto lo insulso de la vida cotidiana. Sin embargo el mayor observador de esta “tragedia” va a ser Franz Kafka, con sus relatos de la tragedia urbana, de la tragedia burocrática o del burócrata. (En ese sentido el ruso Nikolai Gogol es un buen antecedente kafkiano). Ahora bien, el gran teórico de la tragedia del siglo XX será Sigmund Freud con su complejo de Edipo: al padre se le ama y se le odia como una forma de amor. El parricidio es un asesinato ritual, la recreación onírica de la culpa primigenia. El arte viene a ser entonces la expresión onírica de una sensación sadomasoquista. El Maestro de este “sentimiento” en el siglo XIX, sin duda, fue Feodor Dostoyevsky, el novelista del complejo de culpa. Para la culpa no hay perdón: el hecho de existir es ya un castigo, la culpa misma.

Lo trágico entonces es cuando se trasciende lo ético y llegamos a lo ontológico: trágico es que los dos polos del conflicto tienen razón, pero más allá del bien y el mal, de verdad y error, de justicia e injusticia. La muerte es trágica no porque sea triste o inevitable, sino porque es la pérdida total de la libertad. Morir es lo mismo que nacer: una tragedia. Así desaparecen los conceptos de subjetividad y de intimidad. Kafka desarrollará el complejo de culpa dostoyevskiano como medio social, más bien, como mediador social, hasta el absurdo.


La polisemia del tiempo

Todo lo expuesto hasta ahora nos permite replantearnos el problema del tiempo como clave hermenéutica para comprender el arte contemporáneo. Regresemos de nuevo a los finales de la era romántica, a su segundo período conocido como Trágico. Aquí aparece el pensamiento de Schopenhauer, quien, como ya lo dijimos, consideraba a la música como arte total por la imbricación de movimiento y tiempo en sí misma: “lo que el lenguaje conservó de original”. Pero eso quiere decir, en el ámbito de la recepción, que hay un abismo insalvable entre el compositor y el que escucha, pues siempre hay un mediador: el intérprete o ejecutante. Por lo demás, de algún modo, la música es inefable. Es a partir de estas consideraciones que aparece, o nace, el espectáculo moderno, en el cual el receptor va a ocupar un lugar cada vez más preponderante, y el artista comienza a “desnarcizarse” entendiendo que ya no es el elegido de las musas ni el centro de la creación artística, sino un “médium” del quehacer artístico, un “traductor” de la obra. Es la subjetividad que descubre la alteridad. El artista comienza a sentirse parte de una colectividad. Es precisamente aquí donde reaparece la conciencia del movimiento, el devenir, la polisemia del concepto TIEMPO.

Ahora bien, el devenir tiene diversas manifestaciones:
1. Está ligado a la conciencia de la vida: el fluir hacia la muerte. Es el destino, la vida que se nos escapa de las manos. Tiempo como experiencia de la muerte: el instante del Romanticismo Clásico: así vemos a Goethe en 1776, reivindicando la Edad Media frente a la magnificencia de la catedral de Estrasburgo. El instante romántico es el amor frágil, la plenitud de ese instante, lo fugaz de la felicidad. Es este el tiempo intimista o de la subjetividad: tiempo de la conciencia.
2. Tiempo de lo histórico, y de la exterioridad. El primero es el tiempo de los acontecimientos que se expresa dialécticamente por los opuestos: racional/irracional, bello/feo, etc. El segundo es el tiempo cronológico en el que observamos el devenir de los objetos y de la naturaleza: el movimiento de los astros. Es un tiempo mecánico, inmutable. Es el tiempo exterior al hombre que se impone al hombre: el reloj, el calendario.

Entre el tiempo íntimo y el tiempo exterior hay una contradicción expresada en términos de la vivencia. Hay una especie de fascinación con el tiempo íntimo, un estar “ido”, a la vez que está “la boa sobre la víctima”, según expresión de Sartre: el sujeto deja de ser sujeto y se enajena en el objeto: se queda absorto en la lectura, en el espectáculo, en la música. Desaparece la conciencia del tiempo en un instante, o un instante puede ser todo el tiempo. De esta manera lo trágico se me hace eterno en el tiempo existencial. El tiempo es vivido como acontecimiento en el cual somos protagonistas: tiempo existencial que vive la colectividad. Dicho en otras palabras, vivimos el tiempo desde adentro, y eso es justamente lo que trata de expresar el arte contemporáneo: hay un tiempo inmanente en la obra. Lo importante ahora es el acontecimiento, los acontecimientos.

De esa manera el arte se concibe desde el diálogo, es dialógico como diría Bajtín: en la confrontación con el otro me descubro “yo” también: el yo del otro está antes que el mío: el otro tiene la primogenitura. Pero además de diálogo el arte es símbolo, y es en el símbolo donde hay una objetivación del tiempo. Por esa razón el cine será el arte del siglo XX, no solo por haber nacido con ese siglo y ser el único arte contemporáneo que no proviene del olimpo griego, sino porque es el que mejor obetiviza en la imagen/símbolo al movimiento, por ende al tiempo. Es por excelencia un arte del tiempo, puro tiempo. Con la edición y el feedback desaparece el espacio, el cual se convierte en tiempo: espacio = tiempo. Así, por ejemplo, lo policíaco se torna en tragedia a pesar de ser la “crónica de una muerte anunciada”, como la celebrada novela de García Márquez, la cual, dicho sea de paso, le debe mucho a la edición cinematográfica (de hecho García Márquez en su juventud estudió cine). Por eso el cine es un sueño, el sueño contemporáneo de todos (o la pesadilla si se quiere): es la proyección de nuestras sombras que son las sombras de los otros (¿Platón?), por lo tanto una vivencia onírica, simbólica. El cine es el mayor intento del arte, hasta ahora, por atrapar el tiempo.

El tiempo teatral: espacio, tiempo y acción

La ruptura de las formas artísticas procedentes del Romanticismo, se inicia a finales del siglo XIX con Alfred Jarry, especialmente con su Ubú Rey. A partir de la propuesta de este teatrista se introducen lo grotesco y lo “feo” como categorías estéticas en el teatro. Hay un quebrantamiento del discurso dramático. En música se opera algo parecido con los compositores rusos quienes buscan en lo popular la prioridad del ritmo sobre la melodía: lo último de la producción de Tchaikovsky, Musorvsky, y especialmente el gran revolucionario de la música, Scriabin, quien afirmaba que la música había que “verla”, “sentirla” y “olerla”, aportando en mucho a lo que hoy conocemos como el concierto masivo contemporáneo, o megaconcierto, sobre todo el de rock y su parafernalia de luces, imágenes, efectos y sonido. En el siglo XX aparecerá la intensa figura de Igor Stravinsky. En literatura, como ya vimos, el gran “quebrantador” es Kafka, aunque podríamos agregar a ese gigante irlandés llamado James Joyce, y por supuesto la gran revolución Surrealista. Pero antes están “Los Poetas Malditos”: Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Mallarmé, con su propuesta antiromántica y de antirealismo social, los cuales, no por nada, se inspiran en Schopenhauer y en Wagner. El arte, a inicios del siglo XX, según frase de André Malraux, “es la expresión de la condición humana”.

En el tiempo teatral y sus formas específicas, el trinomio espacio/tiempo/acción es inseparable del espacio/tiempo dramático. Sin ellos sería ininteligible la acción dramática y por supuesto la representación. Este trinomio se sitúa en la intersección del mundo concreto del escenario (materialidad teatral) con la ficción imaginada de un mundo dramático posible. Entre ese mundo concreto y posible se mezclan todos los elementos visuales, sonoros y textuales del espectáculo. En otras palabras, el tiempo se manifiesta de manera visible en el espacio: la acción se concreta en un lugar y un momento dados y el espacio se sitúa donde la acción tiene lugar, ésta se efectúa con una determinada duración. Si consideramos cada elemento del trinomio por aparte, cada uno de ellos produciría un arte que no es el del teatro: sin espacio, el tiempo sería pura duración, como en la música; sin tiempo, el espacio sería el de la pintura, la escultura o la arquitectura. Pero sin tiempo y sin espacio, la acción no podría desarrollarse.

La alianza del tiempo y el espacio constituye lo que Mijail Bajtín, para el caso de la novela, define como “cronotopo”, unidad que conforma un todo inteligible y concreto. Aplicado al teatro y específicamente al trabajo del actor, veremos que el cuerpo no solamente está en el espacio, como dice Merleau Ponty, citado por Pavise (Pavise, 2000: 158) sino que también está hecho de “ese” espacio, es decir de “ese” tiempo. Este espacio-tiempo es concreto (materialidad teatral y tiempo de la representación) y a su vez abstracto (lugar ficticio y temporalidad imaginaria). La acción dramática, por lo tanto, es también física como imaginaria.

Ahora bien, aparte de que tanto la experiencia espacial del actor como del espectador, se pueden dividir en el espacio objetivo exterior (el lugar teatral, el espacio escénico, el espacio liminar), el espacio gestual y el espacio dramático (me detendré en el espacio-tiempo con el concepto bajtiniano más adelante, pues considero la herramienta del cronotopo fundamental para el análisis dramático y artístico, me interesa, por ahora, describir la experiencia temporal); lo que se ha dicho para el espacio teatral vale también para el tiempo teatral. Es decir, existen dos tipos de experiencia temporal: una objetiva, cuantitativa y exterior, y otra, subjetiva, cualitativa e interior.




El tiempo objetivo exterior es el dato externo, mensurable y divisible: el reloj, el metrónomo y el calendario. En el teatro este tiempo es el de la duración del espectáculo, y el tiempo controlado de la puesta en escena. Es un tiempo que se repite de una función a otra gracias a una partitura muy precisa y poco modificable. Pero es también el tiempo de la armazón dramática o dramatúrgica. Es lo que va a caracterizar el ritmo de la puesta en escena y del espectáculo, ritmo que siempre es la “recurrencia de lo mismo”, el retorno de tiempos y acentos rítmicos a intervalos regulares.

El tiempo subjetivo interior es el propio de cada individuo, en el caso del teatro el propio de cada espectador. Esta impresión de duración no es solo individual sino también cultural, está ligada a los hábitos y expectativas del público. Acá el tiempo no se puede cuantificar o medir científicamente, a lo que se puede aspirar es a “sentir” su influjo, las variaciones de su flujo, los cambios de velocidad y las pausas. Es el tempo, “la inscripción de un mayor o menor número de unidades en un tiempo cronométrico determinado” (Pavise, 2000:165), que es una cuestión básicamente del actor, su caudal vocal, los desplazamientos y los cambios de su propio tempo.

El tiempo dramático y el tiempo escénico son el tiempo representado (el de los acontecimientos que se “relatan”) y el tiempo de la representación. El espectador, por su parte, llega pronto al momento en que ambas comienzan a compenetrarse y a reforzar mutuamente su credibilidad. Con todo, la temporalidad escénica permanece como elemento de referencia común para actores y espectadores, el cual atrae como un imán a todo lo demás inclusive al tiempo dramático de la fábula, pues allí se concretan físicamente todas las acciones dramáticas que acontecen en el escenario. De aquí se desprende la concepción de tempo-ritmo de Stasnilavsky, el cual condensa el tiempo mensurable o espacializable, con la variación subjetiva de un tiempo moldeable. Este tempo-ritmo marca la línea continua de la acción / representación y las sutilezas imprevisibles del subtexto con sus pausas y silencios.

Para finalizar regreso al concepto de cronotopo de Bajtín, el cual considero una herramienta más que necesaria para comprender la acción dramática, la puesta en escena y el espectáculo, pero especialmente para comprender y analizar la categoría temporal en las artes escénicas. En otras palabras, me interesa este concepto en su dimensión de cronotopo artístico. “En el cronotopo del arte literario tiene lugar la fusión de los indicios espacio-temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa, se vuelve compacto y visible para el arte, mientras que el espacio se intensifica, se precipita en el movimiento del tiempo, del sujeto y de la historia. Los indicios del tiempo se descubren en el espacio y éste último se percibe y se mide desde el tiempo.” (Bajtín, 1981:84). Para el análisis estructural de la representación teatral es importante verificar la serie de cronotopos en las que un determinado uso del espacio y del tiempo produce una corporalidad específica, según el teórico e investigador teatral Patrice Pavis. Se debe partir de propiedades contrastadas del espacio y del tiempo, combinando dos o más propiedades en un encadenamiento narrativo, con sus respectivos “vectores” y “conectores”, para conseguir diversos cronotopos. He aquí una línea de investigación emparentada con la Semiótica y la Sociocrítica de Edmond Cross, la cual nos puede señalar el camino más allá del relativismo posmoderno y sus teorías de la descontrucción, para el análisis del espectáculo contemporáneo y del arte en general.


BIBLIOGRAFÍA CITADA:

Bajtín; Mijaíl. 1978. Esthétique et théorie du roman, París, Gallimard. Citado por Pavis, Patrice, en El análisis de los espectáculos.

Pavis, Patrice. 2000. El análisis de los espectáculos. Barcelona, Paidós.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

Bozal, Valeriano (Editor). 1996. Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. Volumen II. Madrid, Visor.

Cross, Edmond. 1997. El sujeto cultural. Sociocrítica y psicoanálisis. Buenos Aires, Ediciones Corregidor.

Mora, Arnoldo. 2002. Apuntes del curso “Artes visuales y vida social”. Doctorado en Artes y Letras, Universidad Nacional Autónoma, Heredia.

Pavis, Patrice. 1998. Diccionario del Teatro. Dramaturgia, estética, semiología. Barcelona, Editorial Paidós.

Vidal, José A. (Director de Edición). 1987. Historia del Arte, volumen 12: Romanticismo, Realismo y Modernismo. Instituto Gallach, Océano.

Voloshinov, Valentin N. 1992. El marxismo y la filosofía del lenguaje. Madrid, Alianza Editorial.


Adriano Corrales Arias
Costa Rica, 1958.
Ha publicado los libros de poesía: Tranvía negro (Editores Alambique, 1995); Hacha encendida (I.T.C.R, 1999), La suerte del andariego (Ediciones Perro Azul, 2000) y Profesión u Oficio (Ediciones Andrómeda, 2002). También editó la novela Los ojos del antifaz (Ediciones Perro Azul, 1999).
Se graduó en artes dramáticas en San Petersburgo-Rusia, es profesor del Instituto Tecnológico de Costa Rica y es editor de la revista cultural "Fronteras".
Es gestor del hermanamiento de los creadores centroamericanos a través de la organización de encuentros internacionales de escritores.


mayo
2003