renglones torcidos     

El coche
Marcelo Barbon


      Me resultaba muy difícil contar el tiempo que yo vivía en aquel auto. Eran años y se notaba por las piernas ya casi sin movimiento. Pasaba días y semanas y meses sentado en el coche. Manejando por la ciudad, sin destino.

      No, no soy taxista, ni tampoco remisero ni nada por el estilo. Soy un nada que maneja un viejo coche por las calles de la ciudad.

      La rubia flaquita está conmigo hace mucho tiempo. Sentada ahí al lado, nunca le escuché más de 3 o 4 palabras. Siempre las mismas: hambre, baño y otras pocas. La encontré un día en la Avenida Belgrano. Me hizo una seña a pesar de que mi coche no es un taxi como ya dije, sin embargo yo paré. Abrió la puerta, se sentó y seguí mi camino.

      Parábamos en algún café para usar el baño y era el único momento en el que salíamos del coche. Una u otra vez, tomábamos una ruta y no muy lejos de la ciudad nos bajábamos en una estación de servicio para bañarnos cuando hacía mucho calor.

      Siempre comíamos en el coche. Nos gustaban los drive-thru, así no salíamos del coche para nada. Conocíamos todas, las más importantes y las menos importantes calles de la ciudad. Por la noche parábamos en las calles más oscuras. Además de dormir, por mucho tiempo, cogíamos en el asiento de atrás. Lo mejor era estacionar cerca de los parques, porque podíamos gritar cuanto quisiéramos.

      Después de un tiempo, se me fueron aflojando las piernas, se me fue poniendo grande la panza y se me envejecieron las ganas. Pero ella seguía flaquita y joven, algo que yo no comprendía pero tampoco me importaba. Ya ni me tomaba el trabajo de ir al asiento de atrás. Paraba el coche y cerraba los ojos. Era todo.

      Al contrario, ella aún tenía muchas ganas y algunas noches me despertó su goce solitario. Aunque no me molestaba, esperaba el fin para volver a dormir. En ningún momento, ella se quejó o dijo nada.

      Los días pasaban vagos y calurosos. El tráfico en la ciudad iba empeorando cada día. Ahora, pasábamos horas parados en congestionamientos con el humo de colectivos y taxis entrando por las ventanillas. Seguíamos sentados mirando los negocios y las personas siempre con prisa en las calles. Al menos en los primeros tiempos nos mirábamos. Ahora, cada uno miraba a su lado del coche.

      Yo intenté recordar los días en que vivía sólo en el coche, pero hace tanto tiempo que ella vive ahí al lado mío que los días de soledad se quedaron enterrados en la memoria. Cosa rara la memoria, no pude recordar ningún momento antes de la rubia. Era como si estuviéramos juntos dentro del coche desde siempre.

      Tuve algunos días de angustia por causa de esto, pero después me acostumbré. Los baños sucios, las piernas flojas, el pene atrofiado, como todo lo demás.

      Hasta el día en que, al pasar de nuevo por la Avenida Belgrano, la rubia flaquita me dijo:

      - ¡Pará acá!

      Yo paré, sorprendido.

      Ella se bajó del coche y caminó por la Avenida en dirección al centro. Le hizo la seña a un coche. El tipo paró y la rubia se subió. Pasó junto a mí sin mirarme. Después de unos veinte minutos que me dormí sin darme cuenta, volví a manejar el coche por la ciudad. Me comí un sándwich con una Coca y fui al baño en un café viejo en La Plata. Hace tanto tiempo que estoy en este coche sólo que ya no me acuerdo de cómo era antes de vivir acá. Y siempre estuve sólo.


Marcelo Barbon
Sao Paulo, Brasil.
Periodista y escritor
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marzo
2003